
Primera vez
Ángel limpiaba su auto con movimientos enérgicos y una franela. A poco del amanecer calaba el frío lo suficiente como para mantener puesto suéter y chaqueta. Pero a los pocos minutos de frotar la superficie azul, entró en calor y se deshizo de ambas prendas. En esas estaba cuando Misha salió de la casa de sus padres, con cara de sueño y la chamarra cerrada hasta arriba, cubriendo su barbilla.
Además de su vieja mochila reventando de libros, cargaba una caja de cartón y una bolsa de tela grande, de las que dan en las librerías grandes cuando se compran muchos libros, pero llena de ropa.
Era domingo. Y Ángel llegó puntal por él para llevarlo a casa. A su casa.
Al día siguiente comenzaban las clases.
No se vieron desde el inicio de las vacaciones; hablaron mucho después de Navidad e intercambiaron mensajes, como si nada más importara en la vida.
Pero Ángel y sus padres pasaron el Año Nuevo y algunos días más en casa de su abuela paterna, del otro lado de la frontera norte. Misha disfrutó de todas las fotos de paisajes nevados y de la constante charla divertida y cariñosa de su...
Todavía no sabía cómo llamarlo.
Ángel fue muy comprensivo. Aceptó, con algo más que profundo alivio, que la ausencia fue culpa de un celular muerto y que Misha no tenía ni un solo hueso indiferente; todos y cada uno adquirían esa consistencia blanda y semiderretida cuando un mensaje de Ángel hacía vibrar su nuevo teléfono. Fue la constante fuente de sonrisas el resto de sus vacaciones.
Esa mañana por fin volvían a verse después de semanas de separación.
Ángel abandonó la franela sobre el techo y se apresuró a abrir la puerta. Entre los dos metieron las cosas al asiento trasero y después se miraron.
Tímidos.
¿Cómo se saludan por primera vez dos que recién se hacen novios? ¿Y si son hombres los dos y están afuera de la casa de uno de ellos?
Ángel debió pensarlo mejor y se alejó. Misha, suspirando, se metió al auto, olvidó la franela y arrancó para alejarse de ahí. No había gente en la calle, pero más valía prevenir que lamentar.
Siguieron en silencio hasta salir de la colonia. En el primer semáforo, Ángel no resistió más y robó un beso que hizo sonrojar a Misha por un segundo antes de ser correspondido. Unos segundos nada más. Una luz roja no es suficiente para aliviar veintitantos días de ausencia.
—¿A dónde vamos? —preguntó Misha.
—Pensé que... Podemos pasar el día por ahí. Ir a la Marquesa un rato. A los Dínamos. ¿O quieres ir a las pirámides?
—Mejor cerca. Para regresar temprano y no gastar en comida—sugirió Misha.
—¡Ah, por eso no te preocupes! Mi mamá nos puso una canasta con fruta, pan, queso para untar y sándwiches en esa caja. Agua, refresco y creo que hay papás fritas. No sé.
—¿Le dijiste que ibas a ir de día de campo? Ángel asintió— ¿Y qué te dijo?
—No dijo nada. Me ve raro, pero me dio la comida.
—¿Por qué te ve raro?
El chico suspiró.
—Misha, ella ya sabe todo.
—¿Qué es todo? —preguntó alarmado.
La risa de Ángel, acaso, significaba algo bueno.
—Sabe que te quiero.
El chico bajó el rostro y los rizos lo cubrieron por un momento. Exhaló. Era un poco difícil hablar de esas cosas. Decirlas en voz alta las hacía más reales.
Por mensaje, nada dijeron que no fuera bromas o intercambio de fotografías.
—¿Y qué dice de eso? —preguntó. Esperaba que no fuera algo malo. Misha quería mucho a la madre de Ángel.
La mano que se alejó del volante en otro semáforo oportuno para tomar la de Misha, tensa sobre la pierna y obligarla a soltar esa fuerza innecesaria.
—No dijo nada.
Misha asintió. Y sonrió. Al menos "nada" era el menor de los males. Si después de saber, todavía le invitaban a vivir con ellos, la cosa no estaba tan mal.
—Mi padre también lo sabe.
—¿En serio? —Ángel río por la expresión de aterrorizada sorpresa.
—Sí —. El sonido apagado de su voz dio los detalles—. No fue bonito.
***
Para Misha si que fue nada. El único que sabía era su primo, que guardó absoluto silencio y se encargó de silenciar a su hermana y de mantener ocupado a Misha hasta que volvieron a Ensenada.
Tasha estaba indignada. Supo que la dejaron fuera y nada de lo que dijo o hizo la dejó ser parte del secreto. Ninguno de los chicos quiso hablar del tema.
—¿Por qué regresamos a tu casa entonces? Tu padre... ¿Está de acuerdo?
—¡Claro que está de acuerdo! Los dos. Quieren que sigas estudiando y saben que estás mejor con nosotros en casa.
—¿Pero cómo...?
Ángel perdió su alegría. Un instante le tomó recomponerse. Sonrió otra vez.
—No te preocupes.
—¿Pero cómo no me voy a preocupar? ¿Qué les dijiste de nosotros?
Ángel suspiró.
—Que tú no me querías
Misha abrió los ojos sorprendido hasta que Ángel se rió de él.
—Entonces no... —. No sabía cómo preguntar qué significaba eso.
—Mira — explicó Ángel—. Yo creo que es más importante que tú estés bien. Mi padre no te iba a dejar volver a casa si piensa que somos...
—¿Novios? —Para empezar, Misha tenía que comprobar si lo eran. Quizás todo lo imaginó. Todo era su fantasía y el chico al volante no lo quería así y...
Pero Ángel sonrío y asintió. Los dos estuvieron un poco descolocados después de eso.
Lo que Misha pensó que era un despertar sexual tardío resulto ser una atracción voraz en favor de un chico y no de una chica, algo que no terminaba de procesar.
Y Ángel, que por años supo que era homosexual y que por meses estuvo colgado de un amor imposible, tampoco lo tenía todo bajo control. Tenía miedo de ver a Misha arrepentirse y alejarse.
—¿Lo somos? Es decir... ¿Cómo se dice?
Ángel estacionó el auto. El exterior era verde, perfumado, frío y un tanto solitario. Hizo un gesto con los hombros; "No sé" y una sonrisa de "podemos averiguarlo".
***
El resto del día transcurrió tranquilo, con los chicos caminando entre los árboles que dieron cobertura a sus aproximaciones. Tímidas al principio, confiadas en pocas horas. Ninguno de los dos conocía el bosque de "Los Dínamos".
Lo intentaron.
Pero era más interesante explorar cuerpos que bosques. Y mejor aprender rutas de placer que de senderismo.
Al final no pudieron alejarse ni dos kilómetros del auto. Se quedaron cerca de los pequeños restaurantes de la carretera. Ángel hizo caso omiso de las protestas de Misha. La comida de la zona no era tan cara. Además, en "Los Dínamos" hay que comer quesadillas, argumentó. También pidieron una trucha pequeña para probar, ya que era la especialidad de la zona. Se la comieron por educación, pero a ninguno les gustó demasiado y prefirieron hartarse de quesadillas. La caja de suministros se quedó en el auto.
Al final del día, conocían muy bien extensas áreas de piel debajo de la camiseta del otro y muy poco de la historia de las fábricas de textiles de principios de siglo, así como el aroma del cuello del otro y el sabor de sus labios en diferentes versiones de beso; desde la más breve e insinuada, llena de sonrisas, hasta la que los sorprendió por la ferocidad del deseo y que los dejó bastante sofocados. Las atracciones turísticas preferidas no fueron ni los caballos ni las motocicletas, sino las sensaciones nuevas asociadas a tener a alguien a quien tocar y amar.
Ángel descubrió que tenía una respuesta física mayor de lo que ambos hubieran pensado. Encontró difícil mantener sus manos lejos de Misha. Tal vez porque fueron muchos meses acumulando deseo o quizás porque Misha era sensual en su timidez.
Cuando pensó que en casa no podrían tocarse, ni mostrar ningún interés y mucho menos lanzarse uno a los brazos y a los labios del otro, decidió aprovechar lo que quedaba del día.
El sol se acercaba a la copa de los árboles, el bosque no estaba muy lleno de gente y extraviarse un rato fue una gran idea. Cuando los besos silenciaron todas las voces; de los animales, de los prejuicios y del natural miedo a lo desconocido, Ángel tomó en sus manos el asunto.
Deslizó los dedos fríos por dentro del pantalón deportivo de Misha y consumaron una breve primera vez, tal vez con cierta torpeza y algo de frío, con solo caricias, un poco distraídos vigilando su entorno para no ser sorprendidos.
Apuró con la mano el orgasmo de Misha, disfrutando de sus labios suaves y de su expresión entregada. Exploró la resbalosa sensación en su mano, elevó sus dedos y probó.
Misha lo empujó juguetón.
—¡Cochino! — exclamó, pero sus ojos brillaban.
Y después, fue el turno de Ángel de alcanzar el clímax, que fue mucho más intenso que ninguna de las sesiones de fantasía en solitario, contra el árbol, en la mano hábil de Misha.
.
Era mucho mejor tenerle y besarle, que solo imaginarlo.
—¡Qué están haciendo, chamacos maricones!
Por fortuna, los pantalones ya estaban en su sitio cuando el guardia los sorprendió besándose. Aún quedaban rastros húmedos entre los dedos unidos. Pero ninguno permitió que el guardia forestal se acercara lo suficiente como para comprobarlo. Con la condición física de ambos, escabullirse entre los árboles, huir, llegar al auto y escapar entre risas histéricas, fue cosa fácil.
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