Perdido
Luciano era de esos hombres que se pensaba capaz de dar la vida por ellos. Todo cuanto tenía, la gente que amaba estaba en esa casa. Su familia.
Incluyendo al joven de cabellos rizados, al que no pudo evitar tomarle aprecio en los meses que vivió en su casa. La fuerza de su instinto protector, el animal ancestral se hizo cargo y sin importar el miedo, levantó el rostro y actuó.
Sandra, más blanca que una vela nueva, gritaba con voz ahogada. Su esposo la tomó de los hombros porque parecia como si fuera una estatua de arena que se desmorona y con sus manos, con su contención, pudiera mantenerla en una pieza.
La sacudió dos veces con fuerza. En la mirada de él, ella encontró asidero y reaccionó.
—¡Sal de aquí, ahora!
La giró y con un empellón que casi la hace tropezar, la llevó de sus brazos a la puerta. Ella no tuvo que hacer nada más que obedecer a la inercia y estrellarse con el dintel, abrir y salir al patio trastabillando, llorando de puro miedo.
Cuando llegó a la puerta de la calle y la abrió, no pudo irse; su hijo estaba dentro. Tampoco podía volver: las piernas no la sostenían.
Se quedó en el umbral temblando y tratando de calmar los sollozos que no parecían tener fin.
Las historias de su madre no la prepararon para la realidad aterradora de una casa donde espantan.
Pero tenía que controlarse. Si algún vecino pasaba o miraba por la ventana se daría cuenta de que algo iba mal y ella no tenía fuerzas para dar explicaciones.
El patio estaba sumido en sobrenaturales tinieblas. Ni estrellas ni luna. Ni siquiera las lámparas de la calle funcionaban.
Cuando Sandra salió, Luciano se concentró en los chicos.
La casa, densa y opresiva, crujía tanto que por un momento temió que se rompiera y los aplastara. Parecía un terremoto, pero nada se movía en la habitación donde ellos estaban, aunque las puertas de la planta alta se azotaban con la fuerza de un viento de tormenta que no quisiera dejar una sola en sus jambas.
El espectro seguía presente. Irradiaba calor, visible y a tres metros, Luciano podia sentirlo. Una energia pesada, que le provocaba repugnancia, la saliva le sabía amarga de miedo y era difícil pasarla.
Pero no cruzaba la puerta de la sala. Se limitaba a odiarlos desde el umbral, a insultarlos, llamandolos bestias del fango y otras cosas que sonaban terribles.
Sin embargo, toda su preocupación era Ángel que se aferraba a la pared a sus espaldas. Los cabellos desordenados, los ojos negros en su totalidad y la boca abierta, los labios le sangraban un poco como si se hubiera mordido a si mismo. Su palidez era la de un cadaver.
Misha le hablaba con dulzura, a pesar del miedo que tenía. Su cuerpo tenía el mismo temblor incierto de la hoja seca. La rabia del anciano quería arrancarlos y desmenuzarlos.
Ángel ni siquiera los miraba. Tenia esos ojos de infierno negro y muerto clavados en el aterrador anciano, espectro del odio, de violencia infinita.
Luciano, imponiendo su razón porque era lo único que le quedaba, se dio cuenta que en realidad nada les estaba pasando.
La sala parecía ser una zona segura. En el resto de la casa, los ruidos de cosas cayendo, rompiéndose en mil pedazos eran cada vez peores.
—No puede entrar aquí —dijo Luciano, soltando un poco el aire viciado de muerte de sus pulmones y llenandolos de uno nuevo de esperanza. Tal vez pudieran salir de eso bien.
Misha miró al espectro. Asintio, un poco de calma llegó, muy bienvenida.
—Tenemos que salir ahora de todos modos. ¡Ángel, vamonos!
Pero el muchacho no se movió.
Luciano sin más, lo levantó en brazos.
Su hijo sano y bien alimentado parecía que solo pesaba treinta o cuarenta kilos. Quizás menos.
Era la mítica fuerza sobre humana del hombre que enfrenta a una gran amenaza o aquel no era su hijo sino otro joven, olvidado en un sótano para siempre. Luciano pensó así las cosas, no del todo. Más tarde aquella idea le daría vueltas por la cabeza.
Ángel comenzó a gritar al acercarse a la casi tangible carencia de luz más allá de la puerta.
—¡No padre! ¡Por favor! ¡Te lo juro, haré lo que digas! ¡Pero no me lleves ahí!
A Luciano se le rompío el corazón al escuchar eso. Era Ángel gritando, pero no era él, sino el eco de una voz suplicando en vano por un perdón que no llegaría. Misha ayudó sosteniendo las piernas de Ángel para que no los golpeara, también tenía un nudo en la garganta.
No se detuvieron, ni siquiera cuando, al cruzar la puerta, Ángel desgarró su garganta, aterrorizado.
—¡No padre, no me metas ahí!
Y su cuerpo, agotado de luchar, quedó exánime.
Luciano tenía la mandíbula tensa, el brillo en sus sienes revelaba la tensión y el esfuerzo al que estaba siendo sometido, pero guardaba silencio, excepto para ordenar.
—Abre la puerta del auto.
Misha adelantó rápidamente y obedeció.
Entre los dos metieron al muchacho desmayado al auto. Misha entró detrás para abrazarlo. Escuchó, antes de que la puerta se cerrara, el suspiro de resignación de Luciano.
Tal vez al hombre le molestaban las demostraciones físicas de amor entre ellos, pero también parecía ser capaz de ser tolerante.
O de tratar de serlo.
A veces eso es suficiente para empezar.
Misha le sonrió, incluso con el rostro tan preocupado fue una sonrisa de solidaridad, del tipo "estamos en el mismo barco". Luciano le devolvió un intento de amable sonrisa evaporada al segundo siguiente.
Lo estaban.
Querían a Ángel de vuelta.
Sandra entró al auto hasta que Luciano lo sacó de la casa. Su piel pálida de cera antigua, callada como nunca, con la mirada perdida y temblando.
Abandonaron la casa sin mirar atrás, con Ángel aún inconsciente. Si el espectro se fue o no, era algo que ninguno pensaba comprobar una vez más.
🍯
Esa noche, Misha volvió a casa ya muy tarde.
—¿Dónde estabas? —Sus padres ya dormidos en su habitación, también Ana y su marido.
Edgar, en cambio, permanecía despierto a veces hasta la madrugada, leyendo en la cama y esa noche no era la excepción.
La casa a oscuras le dio la bienvenida con su acostumbrada tranquilidad. Nada iba a causarle daño. Las sombras de su casa no le tenían ningun rencor.
—Estaba con Ángel.
—¿Ya se reconciliaron? —Edgar no abandonó su libro y no lo miraba.
—Creo que si.
—¡Que lástima! Pero está bien. Estabas muy triste.
—¿Por qué lástima, tonto?
—Porque me gustas. —Edgar levantó la mirada por fin. Buscando algo que no encontró en la expresión sorprendida primero, seria y apagada un momento después.
Encogió los hombros y siguió escabullendo la mirada entre las lineas de letras que ya no tenían sentido, con la sonrisa de muro grueso inamovible.
—Edgar, yo...
—¡Tranquilo bro! Tengo mi novio, aunque lo corto en un minuto, sí me das una oportunidad. —El tono de su voz no daba pautas para discernir ai era verdad o broma—. ¿Sabes hace cuanto tiempo me gustas?
—Yo... —Misha suspiró. Después de una noche tan difícil, no estaba en condiciones de hablar, pero Edgar había hecho esa pregunta y símplemente respondió sin pensar—. Creo que desde la primaria.
Edgar soltó el libro, sorprendido. Se incorporó sobre la cama. En efecto. Preguntó porque sí. Para seguir diciendo de mitad en mitad las verdades. Pero a Misha no le gustaban esos juegos. Era honesto y eso, era un poco atemorizante.
—¡Lo sabias!
Misha se sentó a su lado, muy cerca. Miraba a Edgar en el espejo del viejo tocador de su habitación. Su recuerdo fue lejos en el tiempo, a los años de su infancia.
Él era el más alto de su salón y el único rubio. Las niñas se arremolinaban a su alrededor incluso desde primer grado y eso les puso las cosas difíciles un tiempo con el resto de los niños. Lo malo fue que no destacaba en el fútbol, básicamente porque no le gustaba. Y lo peor, que su talento para el baile fue muy pronto reconocido en las ceremonias escolares y por las niñas, que siempre lo sacaban a bailar. Gracias a su estatura y a sus primos, cuando estaban en la ciudad, no la pasó peor.
—No sabía nada —dijo en voz queda. Parecía importante hablar de esas cosas. Acomodar el pasado en su sitio, para que el presente cupiera de algún modo en su vida—. Sólo recuerdo que me mirabas raro. No mal, como los otros. Ni como las niñas. Era diferente contigo.
Pero no me hablabas.
Edgar, con su actitud despreocupada dejada de lado, el cabello teñido sin fijador cayendo con suavidad e inocencia sobre sus ojos limpios de apariencias y delineador, se veia tan suave como una ninfa. Un espíritu frágil. Incluso sus hombros se estrecharon para abrazarse a si mismo el corazón, aleteando con furia dentro de su pecho, expuesto a Misha, De verdad no hubiera querido mostrarse así.
—¿Crees que sí no hubieras conocido a Ángel, tu y yo...?
Misha sonrió. Por un momento lo miró sin decir palabra. Lo abrazó entonces, cubrió con todo su cuerpo y afecto al joven más pequeño. Aquél se escondió del amoroso rechazo teñido de humedad azul en el cuello largo y elegante. Los cabellos color cobrizo que olían a tratamiento "rizos definidos", sin el cual era imposible que Misha lograra peinarse cada día, le hicieron cosquillas.
Misha no le respondió. Hay cosas que no vale la pena pensar. Mejor era acariciar uno la espalda del otro.
Se encontraron cómodos muy pronto, ambos necesitados de consuelo, absorbiéndolo como la hierba sedienta recibe una breve lluvia temprana y reverdece, un poco.
Después de insuficientes minutos de un abrazo que quizás no deberia repetirse, porque fue más intimo y profundo de lo que hubiera sido un beso, Edgar se sacudió de la presencia de Misha y puso distancia.
Se alejó lo más que pudo. El punto más distante fue el mueble donde apretujó sus pertenencias cuando cayó como paracaidista en esa casa de personas amables.
Hasta el viejo Michaël lo trataba bien. Como si en esa familia no estuviera mal ser gay.
A lo mejor no estaba mal.
Su hermano no tenía problemas con sus maneras de peinarse, de vestir o con que saliera con chicos y no con muchachas. Su cuñada tampoco. Y Misha parecía estar bien con sus padres.
Era nada más su propio padre y los idiotas como él, los que lo hacían todo difícil. Se acarició las costillas aún resentidas de la noche que fue expulsado de casa. Era un dolor que nunca se iba del todo.
Se arrancó la camiseta que llevaba, nada mas por hacer algo. Tomó otra y antes de ponersela, sintiéndose observado, se giró para ver a Misha, aún con el torso desnudo.
Fueron apenas segundos. Misha si lo miraba, pero no era deseo lo que en la mirada del alto y atractivo joven habia, que acariciaba su piel de un modo distinto a otras.
La de Misha dolía por eso precisamente. Cortaba, lo dejaba abierto, lo llenaba de distancias insalvables, de noches apagadas.
Comprobó otra vez, aunque hubiera preferido parar con eso, que nada que quisiera encontraría. El calor, la exuberancia, el ardor y la pasión eran de otro.
Misha era amable, en sus ojos no encontró conmiseración o pena.
Cariño y cercanía, pero nada más.
—¿Lo amas? —Ya lo sabía. Lo preguntó para devolver el golpe de intimidad e incomodar al adversario en esa batalla de sacarse la piel el uno al otro.
Misha también se levantó, sacudiendo un poco los brazos, estimulado. Sonrió como lo hacen los niños, nervioso, su verdad no dolia. Ya no desde que un te amo tan valiente se poso en sus labios esa tarde.
—Cuando estoy con él me siento contento aunque sólo estemos así, sin hacer nada. A veces ni hablamos. Pero es como si no fuera necesario. Me siento completo.
—Supongo que eso es un si, pero largo—La capa de hielo en el tono, liso, helado, lo hizo titubear. Pero la necesidad de sacar las palabras de su garganta para que dejaran de enredarse, decir lo que sentia a alguien que pudiera entenderlo, lo hizo continuar, ya sin sonrisas.
—Cuando me dejó, me sentía vacío. Muy mal. No solo triste. Era estar sin vida. —Bajó la mirada otra vez—. Caminando, sonriendo para los demás. Pero eso que me llena más que el aire, tan cálido... ¡como cuando sale el sol, ese que te saca por fin el frio del amanecer! ¡Si. Exactamente así! Me sentía congelado.
Edgar ya no respondió. No podría decir que hubiera sentido eso por nadie. A lo mejor la parte de sentirse contento y que todo estaba bien la sintió antes, durante y después del sexo con su novio. Pero ese vacío no. Ni siquiera cuando su novio no le llamaba en una semana.
Se metió de nuevo en la camiseta que se quitó antes, distraído, abandonando la nueva encima del mueble. Regresó a su cama sin estar muy seguro si quería saber más o prefería que Misha dejara de hablar de cosas que él no entendía.
Tal vez el más alto comprendió, porque se ocupó en silencio de sus asuntos. Se quitó la ropa, cambiandola por prendas suaves de tan usadas, mil veces lavadas, casi traslucidas.
—¿Y cómo está el afortunado? —El tono cortante y acerado al preguntar decía mucho. Pero a Misha no le molestó. Distraído por Edgar, olvidó sus problemas por un rato. Y cuando volvieron, aplastaron todas sus ganas de hablar.
—Está bien. —No pensaba decirle que al salir de la casa, acudieron de inmediato a la clínica de siempre, que Ángel y su madre fueron internados, que a la señora la dejaron salir después de un par de horas, pero que Ángel no recuperó la consciencia en todo el tiempo permanecieron esperando.
Al final, Luciano llevó a Misha a su casa. Sandra se quedó en el Hospital.
—Me alegra. —susurró como si no tuviera más que decir. Misha asintió.
Al poco se quedaron dormidos.
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