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La finca

Quizás pudo haber pensando que estaba soñando excepto por esa cierta carencia de sensaciones. El cuerpo duele, siempre, de uno o de otro modo; duele ejercitarse, despertar rígido, temblar por el frio. La total ausencia de dolor era toda una experiencia.

Avanzaba a paso lento por una calle de tierra, tan ancha como no habia visto otra en la ciudad.

Extraño, porque la propiedad vecina estaba detrás de un muro de árboles.

Y era extraño su paso libre. En los sueños, algo más que la voluntad gobierna los actos. Sus pies, manos, rostro, incluso sus pensamientos le pertenecían por completo.

"A lo mejor estoy muerto", pensó.
Que nadie interactuara con él ni le diera una sola mirada, le hizo llegar a esa conclusión.

¡Y la luz! No era la luz difusa de los sueños que no ilumina de verdad ¡Esa era real! O lo parecía. Al levantar la vista, un bonito sol luminoso y caliente acariciaba su rostro.

Todo era diferente.

Trató de pensar que era lo último que recordaba bien.

Fueron los labios de Misha en los suyos, frente a su padre.

Caminó otro poco, la mente puesta en Misha. En el "te amo" que compartieron todavia haciendo eco en su pensamiento y el escozor del beso reciente en los labios

Sorteó excremento de caballo dos veces, el aire tenía un olor extraño, demasiado limpio. Echó en falta el ruido del tránsito, el olor de metales pesados. También le faltaban las personas.
Cientos de ellas.

Un hombre vestido con ropa sencilla conducía a un grupo de cerdos. Una mujer caminaba cargando una canasta. Era medio día y ellos eran toda la gente que andaba por ahí.

Frente a él, a unos veinte metros se detuvo una carroza cubierta, con gran estrépito y alboroto de los caballos, las voces de los hombres que la conducían y que usaban grandes sombreros rompieron la paz del momento.

Vio a una mujer descender, con ayuda de un hombre de color.
Antes que ella, un hombre alto de porte elegante bajó y avanzó con paso decidido, explorando los alrededores, desentendido de la presencia de la mujer.

Desapareció pronto en lo que a Ángel le pareció una casa ligeramente familiar.

La mujer caminaba lento debido a los pasos bamboleantes del bebé que llevaba de la mano

-Es Doña Dolores, mi madre.

Joaquín era del causante de casi matarlo del susto. Estaba de pie a su lado con los mismos pantaloncillos rojos, la blusa blanca y los ojos color miel. Bien peinado, limpio y sonriendo. Sus mejillas sonrosadas y llenas.
Era muy guapo. Y parecía vivo.

-¡Me asustaste!

-Permíteme expresar mis sinceras disculpas. Nunca fue esa mi intención.

-¿Estoy soñando?

Joaquín miró la casa, pensativo. Era muy atractivo. La cuestión del peinado y la ropa era un poco chocante.
Ángel pensó que con jeans, una camiseta y el pelo de otra manera podría verse mejor.

Desde el carruaje hasta el portón, un pequeño pie delante de otro, cinco o seis veces antes de que la mujer pudiera avanzar uno solo, un bebé hacía un gran esfuerzo para caminar.

Pese a su estado de evidente gravidez, la mujer permitió que el desesperante paseo continuara. Debía inclinarse porque el pequeño se aferraba con toda la fuerza de una vida muy reciente al dedo de casada.

-No lo sé. Esta era la casa de mi padre, ella era mi madre y esa -señaló con un gesto del mentón a una niña de tres años a lo mucho-, es Juana María, mi hermana mayor. Tenia tres años cuando yo nací.

Apenas los animales de tiro se detuvieron y pudo descender del carruaje, la niña abandonó a su madre y salió corriendo para explorar su nuevo hogar.

El pesado portón de madera abierto de par en par los recibía y les brindaba paso a un patio central bordeado con árboles de naranjo que ocultaban arcos de gran belleza. Esos arcos eran el verdadero principio la Hacienda.

Al centro del patio, una fuente de chorritos vacilantes. Tiestos descuidados que apenas podían contener la abundante hierba florida se amontonaban por doquier y los árboles llenos de primavera alfombraban la tierra de capullos.

La risa de la niña corriendo alrededor hizo sonreir a su madre.

-¿Ese bebé eres tú?

Joaquín asintió. Miraba a su madre con tal sentimiento que Ángel giró el rostro. El peso del dolor, intacto a través de los siglos transcurridos, era casi tangible.

Entraron a la casa pasando a la mujer. Ella caminaba despacio porque el bebé de casi un año de vida, aprendiz de hombre erguido, se aferraba con fuerza a su mano.

-Lloraba si mi nana me cargaba y si mi madre me soltaba -A pesar de la sonrisa de Joaquín, Ángel tenia problemas para aclararse la vista de tristes humedades.

Después de que Juana María y Dolores cruzaron el portón, una multitud de sirvientes entraron a poner orden en la gigantesca propiedad. Llevaban fardos, baules, enrollados de tela, muebles finos y grandes cazos de cobre reluciente.

Ángel se apartó, tratando de no estorbar. Joaquín en cambio, siguió caminando despacio, aun cuando un hombre de piel cobriza pasó a través de él. Tal vez Ángel lo imaginó, pero el hombre se estremeció de los pies a la cabeza, giró el rostro buscando la causa de su breve malestar y cuando no encontró nada, apresuró el paso.

Dolores se veía sofocada. Ese vestido de seda color marfil, ajustado a su cintura fina gracias al corsé provocaba que sus pechos generosamente hinchados trataran de escapar de su pronunciado escote. ¿Cuánto pesaría esa falda plisada y amplia? ¿Y el armazón debajo de ella?

-Catalina... -la madre se Joaquín buscó con la mirada suplicante a una mulata que ya se acercaba a ella sosteniendo una pesada jarra de barro y un vaso del mismo material. Le ofreció agua fresca.

-Gracias -Sonrió amable. Tenía sed. Siempre tenía sed. Catalina, la mulata joven que la atendía como dama de compañía, viuda de un mozo de cuadra mestizo asintió. Entonces buscó a su pequeño.

La muerte de su marido la sorprendió con el niño en el vientre y sin padre ni madre que la ayudaran. Afortunadamente, la joven señora Dolores del Refugio Torres, recién casada por esas fechas, la tomó a su servicio y con ello tuvo garantizado techo, comida y para su hijo, un lecho donde dormir.

El pequeño Joaquín soltó la mano de su madre únicamente al ver a Bernardo, un año mayor que él. Con casi dos cumplidos, el hijo del mestizo Bernardo y de la mulata Catalina tenía la piel oscura pero no tanto como sus padres. El canela y el cobrizo hicieron una mezcla de muy agradable color, casi parecía chocolate con leche. El cabello de rizo mas suelto que el de su madre no crecía hacia arriba, sino formaba bucles grandes en sus hombros del color del cacao. Sus rasgos eran toscos, los pómulos anchos como los nativos y los labios gruesos como los morenos, pero una chispa brillaba en sus ojos oscuros y enseñaba todos sus bonitos dientes blancos de bebé cada que regalaba una sonrisa. Y regalaba muchas.

Con pasos cuidadosos, el bebé Joaquín camino hasta llegar al lado de Bernardo para balbucear temas importantes de bebés. Dolores sentía mucha ternura por esa amistad, la dejaba estar, aun a riesgo de que su marido se diera cuenta y la riñera por permitir que su heredero se relacionara tan fraternalmente con los siervos.

Joaquín se detuvo, se veía tan mal, que Ángel, a su lado y sin pensarlo, extendió la mano para ofrecer apoyo o consuelo. Fue muy agradable que su amigo de siempre entrelazara los dedos con él y sentir la piel caliente. Pese al gesto, la mirada de profundo temor y el cuerpo encogido no cambió.

-Es él, Don Vicente José Landa de Sotomonteros Ibañuela. Es mi padre.

Don Vicente estaba pendiente de cosas más importantes que sus hijos o su mujer. Salió de la casa con paso majestuoso, la mirada tan alta que todo lo que estaba debajo de su mentón era firmemente ignorado, apenas reparó en los niños.

-¡Catalina! -exclamó. Su voz era siempre severa. No era un hombre viejo pero el carácter bien podía confundir a cualquiera. Era amargo y siempre estaba enojado. Lo único que le complacia eran las ganancias de sus negocios y sus relaciones con la casa del Virrey

-Si, señor -respondió la mulata de inmediato.

-Llévate a la señora y a mis hijos a refrescarse.

Dolores levantó la mirada a su marido, le sonrió, agradecida.
Aquél no la correspondió. La miraba severo, encontrandola en falta con mucha regularidad. De buena cuna, española nacida en la península, impecable nombre y basta fortuna que era todo lo que valía la pena en ella y era todo lo que él necesitaba de una esposa. Eso y que le diera suficientes hijos buenos y sanos para heredar la fortuna de su propio padre, el viejo Don José Landa, recientemente fallecido en España .

-Él es mi tio -señaló Joaquín a un hombre más joven que Don Vicente y cuya sonrisa lo hacía un mar de diferente-Le gustaba que le dijeramos tío, pero padre se enojaba. Debiamos llamarlo por el "Don". Don Pedro Landa de Sotomonteros. Era su único hermano vivo y la mujer que lleva de la mano era Doña Cándida Jiménez. Su esposa.

-¿Esto es la casa donde vivimos ahora?

Ángel miraba a su alrededor con el estupor del que explora tierras nunca vistas, abría la boca y los ojos. Sintió la risa cantarina junto, pero estaba tan absorto mirándolo todo, tratando de hacer encajar su calle, sus vecinos, el parque de la colonia en esos territorios inmensos.

-Es la casa de padre. Tú vivirás allá. ¿Quieres ir a ver?

Ángel asintió, sonriendo. Con paso entusiasta, rodearon la parte más lejana de la casa. Detrás había un huerto magnífico, aunque un tanto descuidado, demasiada hojarasca cubría un ancho sendero, pero los árboles frutales desbordaban de color. Al final, la parte de atrás de una casa grande que reconoció como su hogar, aunque diferente. Las partes de cantera sin decorar estaban ahi, eran las mismas, aunque las ventanas, los balcones y la entrada eran diferentes.

-¿Podemos entrar? -Se moria de ganas de ver el interior. Pero Joaquín estaba trabado mirando al lado opuesto de su casa. Con la Mansión a espaldas, el punto donde su vista chocaba era un árbol enorme cuyas ramas daban sombra a una buena parte del huerto. La mano que sostenía en la suya tembló y se humedeció.

-¿Qué año es? -preguntó Angel en un intento por distraerlo. Durante los segundos sombrios en los que Joaquín miró roble centenario, algo de la oscuridad de la muerte de siempre lo cubrió como polvareda. Ante la pregunta, ese polvo añejo se disipó y el rostro de Joaquín, distraído del árbol, titubeo con el cálculo, pero volvió a ser joven, lozano y sonrosado.

-Mil setecientos noventa, me parece. Es el año que nací o el posterior. Parece primavera, ¿No crees? Yo nací antes de las lluvias de mayo.

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