La casa Landa de Sotomonteros
La casa en la que vivía Celia Caleti con su hija Sandra, el esposo de su hija, Luciano Var y Ángel, su único nieto, era una de las mejor conservadas de la época colonial en esa parte de la Ciudad.
Originalmente construida como una hacienda, bajo la supervisión del conde Landa de Sotomonteros, de origen español, para sus hijos que llegaron a radicar a la Nueva España, en un periodo comprendido entre el final del período virreinal y el comienzo de la Guerra de Independencia.
De algún modo, los hijos de ese conde lograron sobrevivir a un cambio social tan grande, lo mismo que los nietos y bisnietos sobrevivieron a otra guerra, cien años después.
El lema "la tierra es de quien la trabaja" provocó que el último descendiente, ya libre de título nobiliario para no pagar descomunales impuestos de sucesión, escogiera el menor de los males y aceptara deshacerse de ella para evitar que le fuera expropiada.
La casona de sus ancestros fue pues, descuartizada. O subdividida, como preferían llamarle los abogados al proceso de venderla en partes, como una res muerta en el mercado. La casa principal fue convertida en dos. Y el huerto y el jardín, donde estaba la capilla, convertidos en terrenos que rápidamente encontraron comprador.
Para fortuna del heredero, el dinero de la venta fue suficiente para comenzar una nueva vida en una tierra lejana. Era un buen hombre, después de todo. Bueno y de mente práctica.
Al fondo de la propiedad, había una casa de dos niveles, con grandes habitaciones de techos altos y una cocina muy grande que contaba con salida a la calle trasera. Fue construída para albergar, en los buenos tiempos, a dos docenas de sirvientes, la bodega de alimentos y la huerta.
Por ahí eran entregadas las mercancías y se cumplían los recados y oficios de la servidumbre. En la huerta, las cocineras sembraban y cosechaban hierbas de olor, chiles y jitomates.
Era pequeña y humilde, comparada con el tamaño y el estilo de la mansión que, con todos sus terrenos, abarcaba toda una gigantesca manzana. Carente de los acabados lujosos de la Mansión de veintidós habitaciones y tres niveles, cuya fachada de cantera contaba una historia de opulencia. Aquellas ostentosas decoraciones eran la voz que daba razón al pueblo.
Pues mientras miles vivían sometidos, hambrientos y sin esperanza, extranjeros como el Conde de Landa de Sotamonteros, construyeron palacios muy cerca de la Hacienda de La Condesa y vivían como nobleza en un pueblo que no quería tener reyes.
Aquella construcción menor, sin ornamentos, con todos sus terrenos no ocupaba más que una pequeña parte de toda la propiedad. Sin embargo, al momento de definir sus lindes, abarcó la décima parte de toda la manzana.
No fue vendida, sino dada por ese último representante de la tradición y alcurnia, a una humilde mujer después de toda una vida de servicio; su Nana, la más amorosa y dedicada, mucho más que su propia madre.
Cuando él salió del país convulsionado por los sangrientos conflictos que se prologaron hasta bien avanzado el siglo, dejó protegida para el resto de su vida a la vieja y querida mujer que le acunó en amorosos brazos desde sus primeros minutos de vida. Ella pudo vivir una vejez acomodada, rentando dos de las habitaciones grandes, que fue fácil convertir en ocho, a los estudiantes del Colegio de Medicina.
Su hija mayor, viuda desde joven, dio a luz a varios hijos de los cuales, sólo sobrevivió una, que nació a la mitad de la primera década de la guerra.
Esa niña se llamó Lucrecia y fue aquella bisabuela que, en una caja de madera oscura, dormía entre flores y aves canoras, el sueño eterno que a todos aguarda, cuando llega el ocaso de la vida.
***
—¿Sabes que algunas partes de estas casas de aquí y hasta el final de la calle, tienen más de cuatrocientos años? No todo por supuesto.
Su abuelita y él paseaban por las calles solariegas de la colonia. Si su madre los escuchaba hablando de fantasmas, se ponía de lo más molesta. ¿Y qué necesidad había?
Lo solucionaron saliendo a pasear por las tardes, después de la comida, para "bajar la panza" como decía Doña Celia.
Sandra, la madre de Ángel, apreciaba la cercanía que su hijo tenía con su abuela. Le llenaba el corazón de amor. Era una gran fortuna que de niña Sandra no conoció, ya que su propia abuela tenía decenas de nietos y ninguna paciencia para los niños.
Ni siquiera la tuvo para los propios. Pero Celia y Ángel fueron inseparables, siempre.
Cuando nació, Celia lo cuidó desde el momento que Sandra volvió al trabajo hasta que el pequeñín ingresó a la escuela a los cuatro años. La mujer fue siempre la abuela más risueña, consentidora, amorosa y dedicada que cualquiera hubiera podido desear.
Pese a lo difícil que le resultaba caminar, iba por su nieto a la escuela, pasaban al mercado, compraban golosinas, frutas con limón, elotes con mayonesa, pastes o donas y las comían de regreso, a paso lento, disfrutando de sus charlas extrañas.
—Mi abuela Guadalupe me habló de tres. Sin embargo, a lo mejor hay más. El que yo veo es el zopilote; un pájaro negro, grande y feo, que se puede ver en las ramas de los árboles cercanos a la casa.
—Ese nunca lo he visto —respondió Ángel.
—Bueno m'ijo, no tengas prisa para verlo. Es un ave de mal agüero. Si un día lo ves en estos árboles, fíjate a quién está mirando. Siempre que pone sus ojos horribles en una persona, aquél en el que tenga la mirada clavada, estira la pata a los siete días justos. Si no mira a nadie, es que el próximo difunto no está ahí, pero seguro como que me llamo Celia, que te enteras de un muerto una semana después.
—¡Ay, que feo! ¿Y se mueren? ¡Yo no quiero ver a ese pajarraco!
—Nadie queremos saber que alguien querido va a morir y que nada puedes hacer para evitarlo. Pero es útil. Por ejemplo, cuando se murió mi viejo, el pájaro se posó en esa rama —. Señaló al árbol más alto de la propiedad—. No estaba tan grande como ahora.
Estábamos aquí mi viejito y yo ¡y que veo al bicho! Tu abuelo era muy, ¿cómo decirlo? De esas personas que dejan todo para después. Yo traté de, como dices tú, "no hacer drama". Que no se me notara que acababa de darme cuenta que mi viejo se iba a morir en una semana, pero él me conocía muy bien. Él supo. Y esa última semana dejó arregladas todas sus cosas. Me llevó a cenar. Avisó en su trabajo y se quedó aquí. Hablamos mucho y me pidió perdón por una vida de canijadas, que a mí ya hasta se me habían olvidado.
Se fue en paz mi viejito.
Y no me dejó problemas. ¿Ves? El pájaro es bueno. La muerte de todos modos llega.
Pero si tienes tiempo de limpiar tu cochinero y pedir perdón, pues a lo mejor hasta te vas al cielo. ¿No crees?
Ángel asintió. Él no conoció a su abuelo. Murió antes de que su mamá conociera a su papá. Estaba de acuerdo que era mejor tener tiempo de despedirse.
—¿Entonces tú siempre sabes quién se va a morir?
Su abuela movió la cabeza afirmando, lentamente. Su semblante siempre tan risueño y juguetón se transformó, bajó la luz oscura de la tristeza. La edad, que siempre la estaba persiguiendo sin alcanzarla nunca, llegó también a sus arrugas, puso su piel de color ceniza, secó sus labios.
—Es lo que hay —respondió con la voz cansada de dolores acumulados en capas sobre capas. Ángel la abrazó y le besó las mejillas flácidas que olían a crema humectante y helado de mango.
—Abuelita, ya no te pongas triste. Como tú dices, es un pájaro bueno.
—Sí. Lo es. Aunque no es nada fácil vivir, sabiendo que siempre está ahí.
—¿Ves algún otro? —en un intento de cambiar el estado de ánimo de la viejita, el casi niño preguntó. Funcionó. En vez de tristeza, sus ojos se abrieron mucho. Parecía que algún recuerdo la había asaltado.
—¡No! ¡Mi Cristo nos ampare! Mi abuela me contó de otros. El flaquito y... bueno, ya sí un día lo ves, me platicas. Yo solo veo al pajarraco. No sé por qué, pero cada dos generaciones, alguie de nuestra familia puede verlos. A veces a uno o más. A mí me tocó y por eso me contó todas esas historias. Yo sabía que a ti te iba a tocar, mi niño. Por eso tengo que pasártelas, para que lo sepas y se las cuentes a tus nietos cuando estés chochito.
—¿Qué es chochito? —preguntó Ángel muerto de risa.
—Pues chochito, viejito. Así como yo —respondió Doña Celia, olvidada ya la tristeza.
—Estás empezando a perder la cordura, abuelita. Tienes Alzheimer.
— ¡Ay! ¡No me salgas con las palabras de tu mamá! La palabra correcta es estar chochito. Y ya. ¿Para qué tanto lío?
En eso llegaron a la puerta de la casa y la conversación se postergó un día más. De fantasmas es mejor no hablar en la casa de los fantasmas.
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Pastes: Empanadas, dulces o saladas.
Elotes: mazorcas de maiz. Hervidas, cubiertas de mayonesa, queso fresco rallado y chile piquín en polvo.
Frutascon limón: Jícama, mango, pepino, naranja y piña, entre otros. Se comen con chileen polvo, pero siendo pequeño, pues sólo limón y sal.
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