Estrellas
Las tremendas heladas y los vientos inclementes azotaron la ciudad en los días anteriores y dejaron los cielos limpios y un aspecto, en general, prolijo. Hasta los árboles brillaban como recién pulidos, las calles resplandecían. Era un aspecto impecable, no visto frecuentemente.
Eran casi las diez de la noche.
Sandra estaba en su recámara, ocupándose de sus asuntos y nadie tenía idea de qué cosa retenía a su padre fuera de casa.
Misha, como siempre, estudiaba en la mesa del comedor.
Ángel, en cambio, salió al jardín a mirar las estrellas.
Tenía que poner cierta distancia, cada vez con más frecuencia y eso fue más complicado de lo que se podía suponer. Vivían juntos; comían, estudiaban y dormían en la misma habitación.
Repentinamente, Ángel expresó un gran interés en el atletismo y una urgente necesidad de entrenar cada mañana, dos horas en la pista de carreras de la escuela antes de las clases.
Era preferible madrugar a las cuatro de la mañana que ir en el mismo auto con el responsable de agitar una nube de polillas en sus tripas cada vez que lo veía y tratar, infructuosamente, de hilar alguna conversación inocua sin tartamudear ni sonrojarse.
Misha encajó bien la situación. En lugar de diez o quince minutos, tardaba en llegar a la escuela veinticinco o treinta. ¡Y le parecía genial! Salía de la casa de los Var a las seis y media de la mañana en vez de a las cinco menos cuarto, como era necesario desde el hogar de su padre.
En el receso de medio día, Ángel comenzó a tener muchas cosas que hacer. Pero Misha sentía más confianza y pasaba el tiempo con sus compañeros de salón o solo en la biblioteca, estudiando.
Y por la tarde, Misha salía una hora antes que Ángel, porque aquél también decidió que quería tomar la última clase aunque fuera como oyente. Usaba el transporte público y de esa manera, casi todos los días llegaba a tiempo para acompañar a Sandra a la hora de la comida.
En el único momento en el que se veían realmente era en la cena.
¡Ángel comía como desesperado! Es decir, era comprensible. Con toda esa actividad... Terminaba el primero y al final se levantaba, dejaba su plato en el lavadero y se despedía con un "hasta mañana" general.
Luciano terminaba y se disculpaba también, perezosamente. Con calma se retiraba para ver la televisión a la sala o a su habitación y algunas tardes salía a la cochera para acariciar su auto, revisar el motor o a simplemente pasar un buen rato a solas con él. Sandra sólo resoplaba cuando hacía eso.
Misha se quedaba con ella. Ayudaba a recoger. A veces lavaba los platos, limpiaba la mesa o simplemente le contaba a Sandra como le había ido ese día en la escuela.
Se estaban haciendo amigos.
En esa rutina pasaron varias semanas. Los chicos, incluso viviendo juntos, se veían realmente poco.
Sin embargo Misha no se enojó. Si acaso lo extrañaba, no dijo nada al respecto.
Después de todo, él no estaba en esa casa para pasar tiempo con un amigo sino para estudiar.
¡Más que agradecido estaba por la cama tan confortable y siempre limpia, por tres comidas calientes al día! ¡Y por Sandra que, repentinamente, ocupó un lugar en su universo que siempre estuvo vacío! "Alguien" se ocupaba de que los agujeros de sus pantalones no se expandieran hasta el infinito, que sus camisas tuvieran botones y le acercaba un vaso de leche caliente con chocolate, una que otra noche. En una ocasión incluso le preparó un té con miel y se lo llevó a la cama, le tomó la temperatura y le puso dos píldoras en la mano, con mirada severa de "te las tomas o ya verás".
Él tenía una madre. Una buena madre, querida madre, cariñosa madre, pero ausente madre. Siempre ausente madre.
Y Ángel parecía dar por sentado algo tan hermoso como eso. Pasaba con ella poco tiempo, la disfrutaba al mínimo, como si fuera algo seguro. Algo que siempre iba a estar ahí.
Misha no lo juzgaba, pero empezó a compensar inconscientemente la ausencia del hijo y Sandra parecía estar encantada con eso.
***
—¿No tienes frío?
Después de tamborilear los dedos en la mesa por casi quince minutos en la penumbra, tratando de decidir qué hacer con ese raro sentimiento, se levantó. Tomó la chaqueta de béisbol de Ángel, lanzada algo más temprano en el primer sillón a su paso y salió a buscarlo al jardín.
Lo encontró abrazándose a sí mismo con nada más puesto que una camiseta color verde muy ligera.
¿Por qué estaba ahí con ese aspecto tan desolado?
Ángel se sobresaltó cuando escuchó la voz de Misha. Se disculpó y trató de alejarse. El brazo del recién llegado a la oscuridad de esa área de la casa, perfumada por los rosales de su abuela que, pese a todo seguían vivos, le impidió alejarse.
—No es necesario que entres, si no quieres. Sólo traje tu chaqueta.
Ángel levantó la mirada. Misha era más alto que él por varios centímetros. Los sentimientos que lo inundaban eran tan intensos, reprimidos con tanta fuerza y disciplina por casi seis semanas, que no le quedaba más resistencia. Sentía la garganta apretada, como cuándo su madre lo regañaba de pequeño y resistía las ganas de llorar o como cuando su padre lo trataba tan mal unos años antes.
No podía hablar. Ni moverse. No podía defenderse del trato amable de Misha, que lo rodeó para ponerle él mismo la chaqueta. No podía no escuchar su voz que era como un terso caramelo oscuro, susurrando en la suave melodía de grillos de la noche.
—No sé qué hice para que te enojaras conmigo. Pero quiero pedirte que me perdones por ello.
Ángel bajó la mirada y le dio la espalda. Él fue quien se alejó y Misha se estaba disculpando. Pero seguía sin poder decirle lo que sentía. Tenía las palabras atoradas en la lengua.
Misha, al no recibir respuesta, asistió. Posiblemente, al final, Ángel se había cansado de sus desprecios, aunque eso quedó muy atrás y Misha pensaba que eran amigos.
O a lo mejor no era nada. El chico entrenaba y estudiaba como si su vida dependiera de ello, probablemente estaba agotado.
Tal vez sólo estaba haciendo un drama, de una situación simple.
Por si las dudas ya se había disculpado.
—De todos modos ya vas a descansar de mí. Mañana al salir de la escuela iré a casa. Nos veremos en enero, supongo. También entiendo si ya no quieres que me quede aquí. Me has ayudado mucho. Tú y tu familia... No quiero abusar.
—No lo haces —susurró Ángel. Aún no quería arriesgarse a mirarlo; le daba mucho miedo. Cierta opresión era perceptible en el aire. Pensó que eran sus nervios o quizás una tormenta tardía de diciembre.
Escuchó una respiración distinta detrás de él. Eso sí que lo hizo girar.
Misha estaba tenso con las manos escondidas en los bolsillos de sus pantalones de mezclilla desgastados, los brazos pegados al torso.
—¿Sientes eso? — preguntó Misha con voz tan queda que Ángel casi ni la escuchó.
¿Eso? ¿Ese latido desenfrenado en su corazón? ¿La falta de aire? ¿Cómo si hubiera corrido cinco kilómetros en veinticinco minutos? El cuerpo completamente escurrido. ¿Era eso por lo que Misha preguntaba?
No supo que responder. La opresión en el jardín aumentó.
¿Al "otro eso" era que se refería? ¿A la sensación de que algo muy grande quería aplastar la casa?
Sonrió de lado, eso debía ser.
¡Era absurdo esperar que Misha compartiera los mismos sentimientos prohibidos!
Extendió la mano para sostener la de Misha y brindarle un poco de apoyo y tranquilidad.
Sí, la casa era rara y se sentía densa y opresiva algunas veces, pero no pasaba nada.
No corrían peligro.
Sonriendo, aferró la mano que Misha liberó de su bolsillo, buscando quizás también algo de acercamiento, humano y tranquilizador.
Al contacto de la piel, Ángel se arrepintió. Era la primera vez que lo tocaba desde que se dio cuenta cuánto lo quería y cuánto deseaba estar con él.
Su corazón comenzó a rebotar detrás de sus costillas, dolorosamente.
¡Y fue peor cuando Misha encontró su mirada!
Sorprendido, con la boca ligeramente abierta, mostrando que ese fue el instante en el que justo se dio cuenta que Ángel existía para más cosas que para solamente ser un amigo. Y asustado.
¿Por lo que sintieron cuando sus manos se tocaron? ¿Por ese aplastamiento invisible que se cernía sobre ellos?
Un sonido apagado se escuchó. Un lamento. Algo que hablaba de mucho dolor y miedo. Y palabras repetidas una y otra vez: "¡No papá!" "¡No papá!".
Misha respingó y en un momento estaba casi en sus brazos sin soltarse de la mano.
Ángel lo rodeó con el brazo libre, con la intención de protegerlo de eso, que aunque no le daba mucho miedo, Pero ni toda la opresión del mundo lo podía distraer del cuerpo caliente y delgado temblando tan cerca.
Puso su mano sobre el vientre agitado de Misha. Podía sentir la tibieza de la piel suave debajo de la camiseta de algodón qué llevaba. Nada más una chaqueta vieja y abierta lo cubría.
Estaban tan cerca que podía percibir aún el olor a jabón de su ducha reciente.
¡Eso estaba mal!
Y la casa estaba de acuerdo.
Las estrellas que minutos antes brillaban como pocas veces en el año desaparecieron. Orión era visible apuntando su espada al norte, pero hasta el cazador fue tragado pronto por la oscuridad.
Y a pesar de que sabía que era una mala idea, que la casa parecía estar enojándose y mucho, que si su padre pasaba por ahí y los veía abrazados iba a matarlo y a sacar a patadas a Misha de su casa, a pesar de todo, cuando el chico más alto giró el rostro hacia él aún asustado y sorprendido, pálido pero con las mejillas sonrojadas, sonriendo nervioso, nada le importó y siguió adelante. Se elevó sobre las puntas de sus pies y acercó el rostro a Misha muy despacio hasta que sus labios se unieron muy dulcemente.
Misha podía perder los ojos como siguiera abriéndolos tanto. Un momento después los cerró con suavidad. Apenas movió los labios, sobrecargado por todo lo que estaba sucediendo en un momento, como el frío, que escarchaba el aliento cercano de Ángel sobre su rostro, un frío que se colaba hasta los huesos.
O como los crujidos que comenzaron a escucharse, como si la casa estuviera perdiendo la batalla al resistir la presión que crecía, y la oscuridad que se transformaba gradualmente en una cosa densa.
Pero el calor del cercano cuerpo aumentaba, despertando algo en el pecho de Misha.
El beso tardó unos momentos en florecer, los labios de ambos no tenían experiencia, pero los cuerpos se hicieron cargo cuando el placer, por breve y pequeño que fuera, se hizo presente. Misha sacó la mano del bolsillo para llevarla con lentitud al cabello de Ángel. La otra no la soltó en todo el tiempo desde que "eso", que crecía, los empujó uno a los brazos del otro.
Ese primer beso continuó con un pequeño suspiro por parte de Ángel. Un suspiro de rendición. Era un "si" gozoso, un deseo largo tiempo acariciado. Quizás Misha entendió el distanciamiento y el repentino alejamiento. Ya sabía que Ángel era un chico muy especial, sólo no sabía que era amor lo que estaba ocurriendo entre ellos.
La intensidad del beso creció, también Misha se rindió y ambos conocieron la suavidad de sus labios, la humedad de sus lenguas y si no fueron más allá fue porque algo, una fuerza terrible, arrancó a Misha de los brazos de Ángel hacía atrás, hacía el suelo, a la hierba que crecía debajo de los árboles y que apenas aminoró un poco el impacto de la caída.
Ángel, por un segundo pensó que su padre los había descubierto.
Pero no había nadie más que ellos en el jardín.
La oscuridad se tragó la casa también, no había luz en las ventanas, ninguna estrella, ni un soplo de viento.
Corrió a ayudar a Misha a levantarse.
—¡Salgamos de aquí!— dijo Ángel, mucho más asustado que nunca. Los espíritus de su casa jamás lo atacaron de esa manera. Eso era nuevo y a todas vistas, peligroso.
"Impíos", escucharon, "bestias". Susurros, voces lejanas y subterráneas que parecían gruñidos de un animal herido, repitiendo esas palabras con suficiente claridad como para no pasarlas por alto. "Seréis castigados".
Misha se puso pálido de muerte con los ojos abiertos al máximo y la boca colgando. El temblor no era más por la temperatura que fue de quince grados a cero en pocos minutos, sino por el pánico que sentía. Al girar el rostro para ver qué diablos pintó de terror el semblante de Misha, también sintió ganas de orinarse encima, de puro miedo.
Un hombre de casi dos metros, viejo decrépito, casi calvo, con el poco cabello que tenía en desordenados mechones blancos sobre las orejas, avanzaba hacia ellos. De ese hombre, que a todas luces provenía del infierno, brotaba la fuerza opresiva que quería destruir la casa y a ellos.
Sus ojos eran la cosa más malvada que ninguno de los dos vio jamás.
Ninguno de los dos prestó atención a los ropajes que el ente llevaba, pero sí vieron sus manos que chorreaban sangre. Una de ellas sostenía algo, un garrote, una vara. Un cruel instrumento que a todas luces había sido creado para el tormento.
Nada había en donde deberían estar sus pies... Flotaba lentamente.
"Impíos", susurraba su boca asquerosa y negra, "Animales" "Bestias de fango".
Era la misma voz que se escuchaba igual que si brotara de una caverna.
Los dos chicos lograron ponerse de pie trastabillando y ayudando uno al otro. Corrieron en dirección de la puerta de la calle, en cuanto cruzaron el umbral, la opresión dejó de sentirse. Las estrellas existían ahí fuera, en la calle común y corriente con pocos viandantes que no les prestaron ninguna atención. La ominosa oscuridad quedó dentro.
Corrieron hasta la acera de enfrente y desde ahí, su casa aún se veía siniestra; los árboles de la propiedad se agitaban como si un huracán los hubiera poseído. Por el contrario, las casas vecinas, profusamente iluminadas por la Navidad cercana. Cada fachada era un despliegue de color, con miles de farolitas, lamparillas de leds, figuras bonachonas de Renos, Santa Claus y frondosos árboles de Navidad.
Ángel pensó, con ironía, mientras trataba de recuperar el aliento, que la mejor casa de espantos era la suya, incluso cuando los días de muertos se habían quedado atrás. "No para estos", pensó de sus propios fantasmas.
—¡Tu madre está ahí dentro! —susurró Misha, con un hilo de voz.
—Ella no los puede ver. Y esa cosa no la estaba persiguiendo a ella. ¿Estás bien?
Misha sonrió, muy pálido aún pero respirando algo más tranquilo.
El recuerdo del evento más terrorífico de sus vidas no podía opacar del todo la cosquilleante sensación en los labios. Acarició inconscientemente con su dedo el sitio que Ángel marcó a fuego. Asintió, sí estaba bien. Antes de que pudiera decir nada más, los faros de un auto iluminaron el portón automático.
—¡Vamos! Es mi papá.
—Ángel, yo no quiero entrar ahí otra vez.
El chico, queriendo parecer despreocupado para dar confianza a Misha, sonrió.
—No pasa nada. Esa cosa ya se fue. Mira. Volvieron las luces.
En efecto. Cuando el portón se abrió, la casa estaba tan iluminada como cuando Misha salió a buscar a su amigo. De mala gana aceptó, corrieron y se colaron dentro de la casa antes de que el portón se cerrara.
—¿Dónde estaban? —preguntó Luciano.
—Salimos a ver las estrellas.
Luciano enarcó una ceja. No era una respuesta que esperara de su hijo varón, aunque después recordó que Ángel era diferente.
—¿En la calle? ¿Desde aquí no las puedes ver?
Ángel sonrió, antes de desaparecer en el interior de la casa.
—¡Nop! Estaba muy oscuro.
Luciano, cansado y fastidiado, murmuró algo antes de cerrar su auto y seguir a los chicos al interior cálido de su casa. Luciano se encaminó a la cocina a buscar algo que comer, mientras Ángel siguió de frente a las escaleras. Antes de que Ángel pudiera pisar el cuarto escalón Misha sostuvo su mano.
—¡Tenemos que hablar de esto! —susurró imperativo. Por más que Ángel estuviera confiado, aquella experiencia aterradora les serviría de recordatorio, por el resto de su vida, de que los espectros eran capaces de hacer verdadero daño.
—¡Ahora no! ¡Mañana, en la escuela! —Levantó la mirada por encima de Misha. Comprobó primero que no estaba su padre cerca antes de hablar—. Es peligroso hacerlo aquí.
Porque su padre no podía enterarse que Ángel amaba a un chico, aunque Misha entendió que era un riesgo hablar de los espectros en esa casa.
—¡No quiero dormir aquí! — susurró con urgencia.
Ángel bajó dos escalones hasta quedar a la altura de Misha, tan cerca uno del otro, que el aroma a jabón en su piel adormeció su buen juicio. No se besaron otra vez, sólo se miraron.
Luciano no los vio por fortuna. Ocupado calentando leche y rebuscando en un mueble los frascos y el pan para prepararse un sándwich, pero Sandra sí, desde lo alto de la escalera, con una mano en sus labios para acallar la sorpresa. Una que no debería tomarla tan desprevenida. Una madre siempre sabe ese tipo de cosas de su hijo, como sus sentimientos, aunque el hijo trate de ocultarlos.
Y ella supo, desde el mismo principio, que Ángel estaba enamorado de Misha.
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