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El primer beso


—¡Aleja de mí a ese bastardo! —gritó el hombre con tanta ira, que la mujer que sostenía al infante, retrocedió.
Parecía que podría golpearla, como sí le hubiera acercado a una bestia asquerosa o peligrosa.

Pedro se interpuso entre el puño alzado de su hermano mayor y su propia mujer asustada. Eso detuvo el ataque. Vicente retrocedió el brazo, pero siguió mirando a la criatura y con el mismo asco, enfado y decepción, a la recién parida de rostro sudoroso, que todavía lloriqueaba por los dolores que le dejó en el cuerpo el arrancamiento de su hijo, que tuvo la ocurrencia de llegar al mundo  de nalgas.

La partera intentó hacerlo retroceder para girarlo, pero era demasiado tarde. Nació de la manera más dolorosa posibme para la pobre Juana María.

El miedo los gritos de su padre,
Y la soledad, lo hizo todo mucho peor.
¿Cuanto hubiera dado por que estuviera su madre con ella, acompañandola en ese momento tan difícil?

Tal vez ni siquiera hubiera terminado así, con la honra perdida, echando al mundo a un bastardo, sin saber nada del padre qué, por miedo a las represalias de Don Vicente, huyo meses antes.
No había necesidad de eso.
Juana María fue seducida con apenas dieciseis años por algún hijo de vecino, sin fortuna ni apellido, del que no reveló la identidad a nadie, ni mediante amenazas, golpes o castigos.

Cándida se escondió detrás de su marido. Pedro podía oponerse a veces a su hermano mayor. A veces sólo dejaba que hiciera lo que pensaba que era mejor, aceptaba su autoridad sin protestas y trataba de darles cariño a sus sobrinos sin ir en contra de su hermano.

—¡Vicente! ¡Tranquilizate, por favor! ¡Es tu nieto!

—Es un bastardo, el hijo de un sinnombre que no merece la vida. ¡Sácalo de mi vista, de esta casa! Que no vuelva a ver yo a esa inmundicia.

—Padre... —gimió Juana María, desde su cama. Pero Vicente no tenía ganas de verla más. Con el mentón elevado, el ceño fruncido y la expresión de repugnancia, mirando a la puerta, decretó.

—En cuánto te recuperes te irás a Guadalajara. Don Rodrigo Morales ha pedido tu mano y yo se la he concedido. Ya sabe que no vales nada, pero aún así, acepta tu dote y te dará su apellido. Al menos sigues siendo buena para darle hijos.

—¡Padre, no me envíes lejos!

—¡Irás porque lo mando yo! ¡Candida, tira  esa cosa fuera de mi casa!

—Señor —Catalina, tan discreta como siempre, ayudando en lo posible a la niña Juana María apareció en ese momento
—. Yo me lo llevo, si usted manda.

Vicente la miró. La mujer era silenciosa, servicial y discreta. Cuidó de su difunta mujer y cuidó de sus hijos. No muy bien, dado que Juana Maria se descarrió de esa manera. Antes de eso, era una buena criada.

—A ti, debería mandarte ahorcar por tu falta de cuidado. ¡Llevátelo y encárgate de que jamás lo vuelva a ver!

El hombre, que parecía tener setenta años cuando sólo tenia cincuenta y cinco, salió a paso cansado.

Pedro fue detrás de él para intentar calmarlo. El hermano más joven era bueno, amaba a sus sobrinos como Vicente jamás lo haría. Deseaba llevarse a su sobrina, con todo y su hijo y ofrecerle una vida mejor.

En Guadalajara, podrían decir que era viuda y encontrarle un buen esposo, pero no a alguien como Don Rodrigo, un asqueroso anciano de libidinosas costumbres bien sabidas en esa cerrada sociedad de buenas costumbres.

Ángel sentía rabia e impotencia por igual. El pequeño Joaquín estaba sentado en un rincón, donde nadie notaba su presencia, con el rostro joven y asustado.

Guardó la escena en su memoria, con el miedo de su hermana y el odio de sun  padre bien dibujados.

El Joaquín pequeño y el mayor ya no se llevaban tantos años entre sí. Se acercaban a los eventos trágicos que le arrebataron la vida. Ángel estaba reacio a presenciarlo, pero no tenía ningún control sobre lo que ocurría.

—¿Qué pasó con el niño?

—Lo criaron Catalina y las otras criadas en la casa de servicio. Nunca salió más allá del huerto. Lo cuidaban mucho. Sobre todo, evitaban a toda costa que se cruzara en el camino de Padre.
Tia Cándida lo visitaba cada pocos meses.
Ella no pudo tener más hijos y quería quedarse con ese.
Padre no lo permitió.

—¿Por qué?

—No lo sé. Amenazaba con matarlo, con lanzarlo a la calle, darlo a un circo. Mi hermana se portaba bien entonces.

—La controlaba por medio del bebé.

—Teníamos prohibido verlo, pero Catalina nos ayudaba a visitarlo con frecuencia. Mi sobrino era un niño hermoso —con  tristeza, agregó—. No sé que fue de él.

Ángel tenía una idea, pero tuvo a bien guardarla. Cuando el Joaquín de las sombras salió por la misma puerta que antes usaron su padre y su tio. Ángel lo siguió muy de cerca, pues las esquinas del mundo se hacían borrosas a los pocos metros del fantasma.

Daba mucho miedo estar en un lugar así, que daba la sensación de desvanecerse.

Atrás se quedaron las lágrimas de la joven y los intentos esperanzados de calmarla, por parte de su tía y su nana. Ambas le recordaban que su padre no era un mal hombre, que cambiaría de opinión, que nadie podría hacer otra cosa más que adorar a ese niño tan bonito.

Al salir de ahí, no llegaron al pasillo de las habitaciones de la casa grande, en donde  Juana María acababa de tener un bebé, sino al huerto, afuera de su propia casa.

Un niño muy pequeño correteaba con otros de más o menos la misma edad. Sus compañeros de juego eran morenos. El pequeño tenía rizos rubios enmarcando su rostro de mejillas gordas y sonrosadas. Tenía los ojos claros. Ángel lo conocía de toda la vida.

—Es él ¿Cuánto tiempo pasó?

—Yo tenía dieciséis. Me acuerdo muy bien de este día. Es muy temprano, acaba de amanecer. Pero en la finca todos estaban trabajando dos o tres horas antes de que saliera el sol, así que era normal salir cuando todavía estaba oscuro. ¡Mira, allá!

Por el sendero bordeado de árboles frutales caminaba Joaquín.
Estaba casi de la edad en que dejó de crecer.
Para gran alivio de Ángel, Joaquín vestía unos pantaloncillos cortos y un saco color azul rey y no el rojo fatídico de la  muerte.

Ese no era el dia terrible.

A su lado, un muchacho alto, más que Joaquín, vestido de manera sencilla, con pantaloncillos y camisa de manta. Un jorongo lo guardaba del frío.  Su cabeza era una maraña de rizos cobrizos, muy cortos en los costados pero largos hacia atrás, debajo de su sombrero.
Era un moreno fornido, aunque tan joven como Joaquín. Atractivo en su tipo. Sus ojos grandes y oscuros como capulines y de mejillas llenas.

—Es Bernardo.

Ángel tuvo que sonreír. Los dos chicos caminaban despacio entre los árboles, sonriendo. Joaquín hablaba con entusiasmo sobre algo que tenía que usar ambas manos para describir. Bernardo, que masticaba una ramita, lo miraba, sonriendo y sin embargo, también acariciando con la mirada las formas del rostro de una manera muy especial.

Ángel entendió el sentimiento. Lo habia vivido y sufrido por meses. Mirar a quien deseas con todas tus fuerzas, sin poder tocarlo.

—Él te quería.

—Lo hacía. Pero yo no sabía nada. Para mi, era como mi hermano. Hasta ese día me di cuenta.

—¿Por qué? ¿Cómo lo supiste?

—Míralo tú mismo.

Llegaron casi a donde estaban ellos. En vez de caminar hacia la casa, tomaron el estrecho sendero que lindaba el huerto hasta un gran árbol. El fantasma no se acercó. Apenas levantó la mirada en esa dirección. Se notaba que su dolor era tan grande que en doscientos años no habia disminuido. Ángel no quería separarse de él por miedo, pero también por pena.
Le tomó la mano.

Como Bernardo tomó la mano del Joaquín de sus recuerdos. Aquél se sobresaltó y dejó a medias la idea que exponía. Se quedó callado, inmóvil. Absorbiendo la sensación de la cercanía o sorprendido a tal punto que no pudo reaccionar. Bernardo lo tomó como una aceptación y avanzó. Se adelantó un paso hasta rozar a Joaquin con su masivo cuerpo. Le tomó ambas mejillas entre las manos, con la delicadeza con la que se toma una rosa. Algo susurró que provocó un intenso enrojecimiento en las mejillas de ambos.

—¿Que fue lo que te dijo?

El espectro bajó la mirada. Con voz ahogada susurró.

—Que yo era lo más hermoso que vio en su vida.

—¡Que bonito! ¿Estás llorando? ¿Los fantasmas pueden llorar?

—No pueden. Soy un recuerdo, atrapado en una memoria maldita. Soy un dolor vivo, muerto hace demasiado tiempo.

—Joaquín, ¿por qué estoy aqui? ¿Para que me muestras esto?

—Para que sepas que me ocurrió. Nunca, nadie lo supo. Me olvidaron. Pero existí y Bernardo también. Él me quería.

—Yo quiero a Misha.

—Tú lo entiendes, pero nadie más lo hizo. Eso no era pecado. ¿Verdad? ¿Verdad que el amor no es pecado?

Ángel, con un nudo de lágrimas secas atorado en la garganta, intentó decir algo un par de veces pero no pudo. Solamente negó y con los labios formó la frase silenciosa. "No lo es".

Debajo del árbol, Bernardo y su amado Joaquín se daban su primer beso. El sol de la mañana destellaba con tal intensidad emergiendo del horizonte, que los rayos ocultaron con un abrazo las siluetas de los jóvenes amantes con su luz.

Los testigos hubieran podido suspirar. Pero a los espectros no les queda ni siquiera ese miserable alivio.




Jorongo


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