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Dolores


A un lado de la puerta de la cocina, cuidando no estorbar el contínuo salir y entrar de las mujeres, tres niños permanecían en silencio.

Joaquín, sentado enmedio, limpio todo lo que un niño de doce años puede llegar a estar y con la mirada gacha. Se notaba desanimado pero, aún así, tomaba de la mano a Domingo para consolarlo.

Tres años más joven, su pequeño primo estaba muy asustado por lo que ocurría en la casa grande y que no terminaba de entender. Se refugiaba bajo el brazo de su primo que en verdad no se sentía mucho mejor.

El tercer niño era Bernardo, el mayor de los tres. Mantenía, como de costumbre, esa expresión de saberlo todo y además, siempre aparentaba no tener miedo. Él era el único de los tres que iba descalzo.
Su madre llevaba a cuestas la administración de la casa entera, supervisaba a las criadas en las faenas diarias; la limpieza, la cocina y la compra.

La falta de zapatos no era por carencia de recursos, sino por el exceso de árboles para trepar para cortar frutas, por nadar en el arroyo cercano toda vez que crecía lo suficiente y por el gusto de sentir el polvo fino y suave de las calles.

Su madre no lograba hacerle usar  zapatos desde marzo hasta bien entrada la epoca de lluvias y a veces, ni entonces.

Porque era grande, más fuerte y porque eran mejores amigos, Bernardo cubría a Joaquín con un medio abrazo solidario esa tarde donde todo estaba saliendo mal.

Nadie se tomó la molestia de explicar a los tres pequeños que la señora Dolores estaba de parto. Nada más los apartaban de todos los sitios donde se sentaban a esperar, hasta que encontraron un rincón cerca de la cocina y de las escaleras de servicio.

Desde ese punto estratégico vigilaban el caos en el que la casa se convirtió desde el amanecer. Todas las mujeres de la casa subían y bajaban corriendo cada tanto.

Cuando cayó la tarde, su madre comenzó a gritar en sus habitaciones.

—¿Por qué grita? —Desde la inocencia,  Domingo no tenía claro muy bien que relación había entre "estar de parto" y todo aquel barullo.

—Porque le duele la panza. A las mujeres les duele la panza cuando tienen hijos —. Bernardo, en cambio, aventajaba en sabiduría a los otros dos, porque siempre estaba en todo, menos en misa.

—¿Cómo sabes? —preguntó Joaquín, preocupado por su madre. Cierto era que las semanas anteriores, su madre tenía el vientre redondo y se quejaba de no poder caminar bien, de tener los pies grandes y mucha sed.

—Madre —dijo Bernardo con suficiencia—, ayudó a dos mujeres a salir de su cuidado en la primavera.

—¿Y viste cómo fue? —preguntó Domingo, asombrado.

—Si —. No aclaró que fue arrojado de las habitaciones cuando lo descubrieron agazapado detrás de la puerta, demasiado pronto para ver nacer a la criatura—. Se ponen rojas y sudan. Se acuestan en la cama y gritan. Las mujeres que les ayudan, acarician su frente y les dicen "buje".

—¿"Buje"? —Por primera vez en el tiempo que llevaban sentados en ese lugar, Joaquín sonrió. Estaba acostumbrado a las bromas de Bernardo—. ¿Eso qué significa?

—No lo sé. A mi me sonaba así.

—¿Podría ser "puje"? —Joaquín no se creía del todo la historia.

—¿O "muge"? —Domingo aportó la mejor explicación. Los gritos de Dolores recordaban ciertos sonidos de animales del establo.

Los tres estuvieron de acuerdo en que era una posibilidad y que explicaba muchas cosas. Pero no ahondaron más en el tema.
El llanto de un bebé rompió la tensión de la casa por un segundo.

Los niños levantaron la mirada. Joaquin sonrió. Ya tenía un hermanito o hermanita.

—¿Tuviste hermanos? —preguntó Ángel. Los hermanos le fascinaban.¿Que se sentiría tener?

El fantasma de un Joaquín más grande negó.

—Mi madre los perdía, uno tras otro. De ese, —señaló con la mirada hacía arriba—, estaba muy esperanzada a que se lograra.

Escucharon el sonido de una puerta y enseguida, los pasos apresurados y contundentes de su padre.
Don Vicente bajó las escaleras de servicio con el gesto adusto.

El pequeño Joaquín no reprimió el impulso de moverse hasta que las sombras lo ocultaron, trataría de  evitar que la atención de su padre se fijara en él en todo momento. Su primo y Bernardo tuvieron la misma buena idea.
Desde la oscuridad, escucharon a Catalina hablar.

—No podemos hacer nada. No deja de sangrar. ¿El señor desea...?

Pero el hombre giró, le dio la espalda a la recién nacida y a la mujer que la sostenía. Les dejó atrás, como a su esposa. Y a sus planes de tener al menos doce buenos chicos que año tras año se iban frustrando.

Se dirigió a la habitación en la que trabajaba, sus pasos resonaban en la duela con fuerza. Se encerró ahí, con una botella de coñac y su soledad.

Dolores no recuperó el sentido para saber que su esposo no le dio ni una breve despedida o para saber que la recién nacida no vivió ni siquiera hasta el siguiente amanecer.

🌾

En el entierro, una parvada de zopilotes volaba demasiado bajo. El cementerio,  abierto desde pocos años atrás, nuevo y lujoso, no solía tener ese tipo de fauna, como los cementerios de los pobres, en donde los cadaveres a veces eran dejados sobre un petate por los enterradores si la paga no recompensaba dignamente sus esfuerzos.

Tal vez el cadáver de un perro o algún otro animal, atraía a las aves.

Don Vicente, enteramente vestido de negro como todos los días de su vida a partir de entonces, dejó a un lado al grupo reducido de personas que presentaban sus respetos a Dolores y su niña muerta a las pocas horas de nacida. Apenas tuvo tiempo de ser bautizada por el sacerdote que hablaba por ellas en el camposanto.

Uno de los hombres de la finca sacó de la cama, un cuarto de hora después de meterse en ella, al buen cura y lo llevó a la casa grande de los Landa.
Santificó con aceites la partida al más allá de la joven madre. Por el color grisáceo de la recién nacida, tales ayudas de sal, aceite y perdón por sus pecados, le fueron otorgadas también,  después de las aguas bautismales.

María Dolores la llamaron. Dos Dolores en una tumba, tan estrecha que no lograba conmover a Don Vicente.

El hombre estaba, más que otra cosa, enojado. Como si su mujer se hubiera muerto por mala conducta.

Todos los presentes escuchaban con respeto las palabras del cura. No Don Vicente. Estaba frustrado, rabioso con Dios, con su mujer por parir una niña moribunda, en  vez de, al menos, un niño fuerte que sobreviviera.

Le daba la espalda a la tumba abierta y a los dolientes para distanciarse. Y observaba atentamente el patrón constante y predecible del vuelo de las aves negras.

Mirar le hacía sentir algo de paz.

Caminó sin percatarse de las miradas extrañadas de amigos y familiares, hasta que el círculo de aves negras hizo para él una aureola siniestra.

A sus pies encontró el centro de aquellos giros; era el cadáver consumido de un gran animal, un caballo o tal vez una mula vieja. Y detrás de los huesos medio despojados de su carne, un pequeño zopilote con el ala izquierda colgando de manera poco natural. Pese a estar herido o quizás precisamente por ello, miraba a las aves del círculo en el cielo con rabia o con resentimiento.

Don Vicente también se sentía roto, resentido e iracundo. Incapaz de dejar salir lo que sentía. Se acercó al ave despacio para no asustarla.

El pequeño pajarraco y el hombre se miraron, se entendieron, eran dos seres baldados por la vida.

El zopilote tal vez nunca volvería a volar. Vicente comenzaba a pensar que no tendría mujer, otra vez.
No porque fuera repugnante o porque careciera de fortuna. La suya se duplicó en los diez años que llevaba viviendo en la ciudad. ¡Cualquiera le rogaría para que eligiera a una de sus hijas! Y era un hombre apuesto, pese a su madurez.

Pero ya había sido bastante difícil la primera vez. Quería tener muchos hijos pero era una complicación desde el mero hecho de cortejar a la mujer.

Dolores era hermosa, pero a él no le gustaba. No encendía su pasión. Ninguna mujer lo hacía. ¡Tanto esfuerzo arruinado en cada embarazo fallido!

Ya no tenía que hacerlo.

Se concentró en el ave inmóvil que no dejaba de mirarlo con un ojo y después con el otro.

—Tu padre era un hombre extraño.

Don Vicente se quitó el saco, muy despacio y lo usó para atrapar a la pequeña carroñera. Con un  movimiento firme y cuidadoso. Casi con gentileza.

No fue la simpatía ni la compasión por el sufrimiento del animal. Tampoco una predilección particular por ese tipo de criaturas.
Fue algo tan simple como tener algo en que poner atención cuando lo que estaba pasando era tan terrible.

En lo profundo de sí mismo, en el sitio lleno de cosas inconfesables, había una gran cantidad de alivio. No tendría que seguir lidiando con los caprichos de su mujer, ni fornicando con ella.

—Él tuvo ese animal toda la vida. O por lo menos, a partir de entonces y hasta que...

Ángel contemplaba la escena con cierta angustia. El zopilote tenía una mirada única de ojos rojizos y él la reconoció. El ave, ya en los brazos de Don Vicente trabó su mirada en Ángel. Fueron segundos, no más de diez. Y luego la trasladó hasta un punto a su izquierda.

Miraba al Joaquín de sus sueños y pesadillas, a su amigo de toda la vida, silencioso, dolido.  Detrás, en la distancia, al Joaquín niño, abrazado por su tí y que lloraba por su madre.

—¿Tu padre no habló contigo sobre la muerte de tu madre? —No estaba seguro si Joaquín mayor era consciente de que el ave lo miraba a través del tiempo.
Ni tampoco si era al fantasma o al niño. Ángel, sin embargo, estaba seguro de que el zopilote lo había mirado a él y de lo que eso significaba.

—No, fue Don Pedro, mi tío y Doña Candida, su esposa. Ellos vivían en Guadalajara pero pasaban mucho tiempo con mi familia. Don Pedro era un buen hombre. Administraba la casa y las tierras de allá y mi padre la finca y los negocios en la ciudad.

—De todos modos. Debió hablar contigo.

—Padre estaba siempre muy ocupado. Sólo lo veía en la cena, cada varios días, sí era que estaba en casa.

—Entonces ¿quién te cuidaba?

—Catalina —. Joaquín señaló a la mujer morena que abrazaba al niño Bernardo y que lloraba inconsolable. La mirada se le llenó de ternura. Después de unos meses de vivir en su casa, Misha miraba a su madre de esa misma forma.

—Ella me crió.  Como sí hubiera sido mi madre.

—¿Y tu padre? ¿Qué hacía mientras tanto? —Tal vez los padres se refugian en el trabajo cuando no entienden lo que ocurre. Luciano hizo lo mismo unos años atrás, también.

—Permaneció en su despacho por mucho tiempo. No recuerdo bien cuanto. Pero cuando comenzó a salir, había cambiado mucho. Parecía un hombre distinto, viejo, siempre enojado y con esa ave en el hombro. Era un poco aterrador.

—¿Por qué fue tan difícil para él la muerte de tu mamá? Me da la impresión de que no la quería mucho.

—No lo sé. Tenía planes, casar a sus hijos e hijas con gente importante y hacer grandes alianzas. Sin embargo, no puedo saberlo. Nunca hablé con mi padre.

—¿Nunca?

—¿Como tú hablas y peleas con el tuyo?—Joaquín sonrió como si fuera gracioso—. ¡Por supuesto que no! En esos tiempos, el padre era toda la autoridad después de Dios, el rey, el vierrey y el cura. Tú tratas a tu padre como su fueran amigos.

—Somos amigos.

—Lo sé —respondió con tristeza.

Don Vicente envolvío con cuidado al ave que no se resistió a los cuidados. Al contrario, cerró los ojos con suavidad;  tan sociable entre los suyos, huraña con las personas, aceptó el confinamiento de tela fina y a su nuevo amigo. Se alejaron hombre y ave del sepelio cuando los cuerpos de una esposa y una hija aún no eran entregados a la tierra.

Se alejaron del resto del mundo.

El ave fue su pequeño amor y el único mientras vivió.











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