Día de tianguis
Despertó tarde.
Ana María, su hermana mayor y la causante de su sobresalto, lo miraba sonriente, sentada en la orilla de la cama.
—Te escuché llegar en la madrugada. ¿Por qué estás aquí?
Misha no quería hablar de eso ni de ninguna otra cosa. Se sentía como sí un camión le hubiera pasado encima.
—Tu amigo y tú pelearon. Los escuché. ¿Qué fue lo que pasó? Dime. No le diré a nadie. —Ana María siempre fue una buena hermana mayor y una gran sustituta de madre. Pero, ¿podría comprender?
—¡Vamos! ¡Anímate! Ya que no fuiste a la escuela, te daré un gran desayuno. Mis hijos están en casa de mi suegra.
Sobre la misma calle, a tres bloques de distancia se hallaba la gran casa de la madre de Raymundo, el esposo de su hermana. Misha sabía que la señora adoraba a sus nietos y no perdería la oportunidad de tenerlos unos días y consentirlos.
—Al final, los tres enfermaron. Allá están más cómodos, así que no vas a contagiarte de nada. Se fueron desde la semana pasada y limpié muy bien la casa. ¡Ven! ¡Vamos al tianguis! Y cuéntame porqué tienes esa carita tan triste.
Misha sonrió. Tal vez lo lanzaron a la calle, lo despreciaron y se alejaron de él. Pero todavía tenía una familia.
🍯
Un rato más tarde caminaban por entre los innumerables puestos de comida, frutas, verduras y todo tipo de mercancía. Ana María hablaba sin parar de su marido, de su madre, de la vecina. Compraba con desparpajo lo mismo carne de res que calcetas para las niñas, un labial orgánico en otro puesto y un juego de cucharas de madera "porque Carlos rompió las que tenía, jugando al tambor". Su pequeño sobrino de siete años queria ser baterista, tal vez.
Una vez que terminaron de comprar toda la despensa de la semana, bien acomodada en un carrito que ya pesaba sus buenos treinta kilos y que Misha jalaba detrás, por ser el hombre de la casa, se sentaron ante una mesa larga y anaranjada frente a sendas ollas de barro llenas de guisados.
—¿Qué le vamos a servir, señito? Tenemos moronga, costilla con adobo, chicharron en salsa verde, pancita, mole con pollo, rajas con queso, papas con longaniza, rollitos de jamón, pechuga y milanesa de res. ¿De qué le damos?
—Dos de moronga, por favor. ¿Tú que quieres? —Ana María preguntó a Misha, entusiasmada.
Después de pedir su orden al taquero, el hombre respondió, con un grito "salen dos bien servidos para la señito, ¿Con todo? ¿Algo de beber?"
Misha no queria comer nada.
Todo dentro suyo se apretujaba, doloroso y horrible. Incluso el aroma de la comida le resultaba insultante
—¡Vamos! ¡Cómete aunque sea dos tacos! Esos están ricos. Yo invito. —Señaló la olla grande del fondo. Misha miraba con escepticismo el guisado negro frente a ellos. Se veía repugnante, pero olia bien. Ana Maria era adicta a la moronga.
—Dijiste que ibas a hacer el desayuno. —Por más que lo agradeciera, nada iba a entrar en su estómago hecho un nudo.
—¡Ay si! ¡Pero mejor unos tacos! ¡Raymundo me dejó un billetito más, para almorzar, porque sabe que estos son mis preferidos!
Sonriendo sacudió un billete de cien pesos como si fuera una niña con muñeca nueva. Misha negó de nuevo. Incluso tenía náuseas.
—Estás verde —. Ana María pidió el remedio por excelencia para las náuseas; refrescos fríos de cola. La sabiduria popular no puede equivocarse.
—Tómate esto, para que se te asiente el estómago.
Misha lo agradeció. Tal vez más por el azúcar que por otra cosa, pero en unos cuantos sorbos comenzó a sentirse mejor. Mientras esperaban ser atendidos, Ana Maria, con seriedad, habló en voz baja.
—Yo no quería entrometerme, pero el ruido me despertó; tengo el sueño ligero. Escuché el auto de tu amigo y tu voz, así que me levanté. Los vi por la ventana. Él te dijo que era mejor que dejaran de verse y tú le preguntaste que si te estaba dejando. ¿Misha, él es tu novio?
El chico suspirando, negó.
—Porque lo parecía. ¡Dime la verdad! Yo no te voy a juzgar. Ahora está de moda tener novios y novias.
—No somos novios.
—¿Y por qué entonces tienes esa cara de perro apaleado?
—¿No tienes en otro sitio donde meter tu nariz? ¿Qué te importa?
—Sí me importa Misha. Has estado muy raro y eres mi único hermano.
Un plato con dos tacos de doble tortilla aterrizaron con elegancia frente a ella. Despedían un vaporcillo delicioso. Ana María exprimió un limón completo sobre ellos y comenzó a comer. Con la boca medio llena, masticando a medias, siguió charlando.
—No sabes las últimas notícias. ¡El hermano pequeño de Raymundo es gay! Salió del closet hace unos días. Su padre lo encontró haciendo algo. No me he enterado qué. ¡Y es el consentido de su madre y de Raymundo! Pero ya sabes, el papá es un machista. Lo corrió de la casa después de medio matarlo a patadas. Mi suegra está que se muere. Por eso le dejé a los niños —. Soltó una risotada—. Intercambiamos hijos.
—¿Edgar está en la casa?
—¡Ah! ¿Te acuerdas de él? Sí. Está en la recámara de los niños. Cuando vuelvan se va a mudar a la tuya.
—¿Y a la mía por qué?
No era que le molestara realmente. Tenían la misma edad y al saber que también era gay, le causaba cierta simpatía; podrían hablar. Sería bueno, pero le gustaría que le consultaran, a ver si estaba de acuerdo en tener a alguien durmiendo en su recamara.
—¡Porque no tenemos más habitaciones! Además, ¡cállate, payaso! Edgar necesita ayuda. ¿Ves porqué puedes confiar en mí? Y en Ray. Él tampoco tiene manías con eso. Anda, dime. ¿Por qué pelearon tu novio y tú? ¡Es bien guapo! ¿Te puso el cuerno?
Misha soltó una risotada.
—Eres como Tasha. También me arrinconó y quiso interrogarme.
—¿Le contaste primero a ella que a mi? ¿Cómo te atreves? —La confesión le valió un manotazo en la cabeza.
—¡No le conté nada! Ella metió su nariz en mi vida, como tú. Pero no le dije nada.
—Bueno, ya. Deja de hacerte el interesante. Cuéntame, mientras me como mis tacos, ¿por qué pelearon? Así con la boca llena no te interrumpo.
Misha necesitaba desahogarse con alguien. Así que comenzó desde que conoció a Ángel, la sombra que le dio tanto miedo, la operación que le salvó la vida y que Ángel pagó, cómo fue vivir con él y enamorarse, de lo genial que era, lo firme, valiente y divertido que era.
Lo mucho que lo quería y...
Ana Maria interrumpió su monólogo para pedir dos tacos más, pero de chicharrón. Sudaba un poco a causa del picante. Tenía la nariz cubierta de gotitas de sudor y la frente brillaba.
Las mejillas sonrojadas y los ojos llorosos. Resoplaba y aspiraba por la boca para refrescar los labios ardientes, la lengua dolida, el paladar en llamas.
—¡Lo siento! ¡Pero esta salsa está bien buena! ¿De veras no quieres? Ray dice que siempre te sentirás mejor después de enchilarte suficiente.
Entrecortaba su hablar con sus jadeantes respiraciones
—Entonces, lo amas y todo. ¿Por qué se enojó?
Y Misha pensó que ya había dicho suficiente de los sentimientos, lo que fue facil porque Ana María estaba más preocupada por sus picantes tacos que por su sexualidad. Hora de cambiar de tema.
—Ayer nos quedamos solos en su casa.
—¡Ah! ¡Picarones! ¿Usaron condón, verdad? ¡Misha, se responsable! ¿Se cuidaron?
—No dio tiempo. En su casa espantan y se puso muy feo. Tuve que salir corriendo.
—¿Fantasmas? ¿De verdad? ¿No me estás engañando?
—No, hermanita. ¡De verdad hay espantos en su casa! ¿Viste Poltergeist? Bueno, pues así.
—Órale. ¡Qué impresionante! —. Devoró la sorpresa y el segundo par de tacos, sudando un mar. Se pegaba en el muslo para desviar el dolor de la lengua, pero incluso cuando las lágrimas aparecían y su nariz comenzaba a escurrir, añadió más salsa verde a la porción final de su último taco. Se limpió las manos y la boca con una servilleta de tela y extendió el billete al amable taquero. Todo mientras aún masticaba el enorme último bocado.
—¿Cuántos fueron y por qué tan poquitos, señito?
Ana María seguía luchando por masticar, las mejillas llenas la hacían parecer ardilla.
Con señas indicó que se había tragado cuatro monstruosos tacos de chicharrón y moronga atascados de salsa picante. Recibió su cambio, un par de caramelos y un "Vuelva pronto Señito" al que respondió algo con la boca llena. Además, brindó al resto de los comensales un "buen provecho" ininteligible, que algunos respondieron en el mismo idioma y otros con un gesto.
No era que Misha no hubiera crecido así. En esos tianguis, almorzando tacos en puestos armados en la calle, mercados ambulantes que al día siguiente se ponían en otra plaza.
Comprando verdura sembrada y cosechada por quien la vendía, carne del rastro local, fruta de temporada.
Era que por meses la vida lo llevó a conocer otros modos de vivir. Comía en casa, nunca en la calle. O a lo mucho en restaurantes. Sandra compraba en centros comerciales, las frutas tenían etiquetas. La carne estaba empacada en charolas de unicel.
Caminar al lado de su hermana, tirando de la compra en el retacado carrito del mandado, contemplando el efecto de las endorfinas en su pequeño cuerpo, su buen humor, lo relajada y tranquila que se veía después de enchilarse brutalmente, fue como un despertar.
Ángel pertenecía a otra clase social y aunque nunca fue un snob y su familia era amable y sencilla, no eran su familia.
No eran nada de él.
—A ver, entonces. Cuénteme despacito. ¿Qué pasó con esos fantasmas? ¡Ah mira! ¡Elotes asados con chile! ¿No quieres uno?
Misha decidió que podía comer uno. El mal humor se desvaneció con el tiempo.
La tristeza no, pero se calmaba con la ilusión en los ojos de su golosa hermana mientras se acercaban a la vendedora de elotes.
—¿Sabes qué? —dijo Ana María, enchilada de nuevo, con los labios pintados de rojos por la salsa de chile—. Conozco una señora que conoce a una señora que dijo que su hermana es bruja. ¿Por qué no me ayudas a hacer el quehacer y si terminamos temprano, vamos a verla.
Misha no tenía nada mejor que hacer.
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