Hay algo mirándome en la oscuridad. Puedo sentirlo, puedo verlo, pero prefiero ignorarlo.

A veces, cuando ando distraído, mis pupilas chocan contra esa extraña bestia de ojos rojos, sin cejas y sin párpados. Ese ser que no posee un cuerpo definido y que apenas es una sombra más en las tinieblas. Que tiembla, que vibra, y que se eriza en la negrura de la madrugada, como un cuervo diabólico.

El susto de confrontar a la criatura me paraliza por un segundo.

La costumbre de conocerla tan bien me relaja en el otro.

Siempre esta aparición ha estado aquí, en mi casa, en mi vida, observándome de cerca. Cuando el mundo se oscurece y las luces se apagan, es cuando más activa se pone. Nunca me ha atacado con violencia, ni tampoco me ha amenazado con furia, apenas... me mira. Camina por mi hogar, siguiendome los talones, y... me mira.

Como si se estuviera burlando de mí.

Como si disfrutara la incertidumbre que me causa.

Y en las raras ocasiones en las que yo la miro de vuelta, sea por accidente o por fastidio, ella me sonríe con sus dientes filudos, que prometen algún día despedazarme, retrocede un paso y se pierde en la lobreguez por el resto de la noche.

¿Cuándo será que me volveré su cena? ¿Cuándo será que brillarán sus ojos rojos, al ver mi sangre derramada?

Me acuesto en mi cama, la siento acercarse al colchón, y no le tengo miedo al mañana.

Y en ese momento no sé qué es peor, el hecho de que la idea de morir entre sus colmillos no me aterra, o el hecho de que esta criatura lo sabe, y justo por eso no me mata.

¿Cuál sería la diversión en asesinar a un ser que ya no quiere estar vivo, al final de cuentas?

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Nota de la autora: