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ᑎúᗰEᖇOᔕ.

Desde que era un niño, Jacob Kazab sentía que no encajaba en el mundo a su alrededor.

Que algo en su entorno no lo quería allí.

Nunca nada de muy terrible le había pasado. Ambos padres eran casados, sus hermanos lo trataban bien, tenía suficientes amigos para rodear la mesa de su comedor en sus cumpleaños y su alacena siempre estaba llena. No tenía nada de lo que reclamar, ninguna carencia que lo hiciera sufrir, o algún padecimiento que lo hiciera sentir solo y olvidado.

Pero, aun así... la sensación permanecía.

Él no era bienvenido en la tierra.

Cosas muy extrañas le ocurrían al muchacho. Sus pertenencias desaparecían sin explicación alguna. Su ropa parecía cambiar de tamaño de mes en mes, pese a que su peso seguía el mismo. A veces se despertaba moreteado por ningún motivo; no estaba enfermo, ni había realizado alguna travesura en el día anterior. En clases, podía recordar materias que su profesor nunca le había enseñado. O entonces, en medio a una prueba para la que había pasado toda la semana estudiando, su mente se iba a blanco y él no lograba responder nada.

Veía números en donde otras personas solo veían objetos, símbolos y historias. Y siempre la secuencia se repetía: 3, 6, 7, 9.

Tres tipos de piso había en su casa de infancia; madera, alfombrado y cerámica. Seis puertas, que conducían a seis habitaciones. Tres pasillos que la interconectaban. Siete luces en el techo. Nueve personas viviendo allí.

Su escuela se llamaba la "Santísima trinidad". Su lote era el 606. Poseía 700 alumnos. Estaba ubicada en la calle Tom García —9 letras en total—. Él caminaba tres cuadras para llegar ahí. Estudiaba seis horas al día. La nota máxima que podía sacarse en cada prueba era un siete. La mínima, un tres. Nueve materias tenía que cursar.

Y así el cuento seguía.

Sus padres percibieron su obsesión con los números y lo llevaron a un psicólogo, cuando todavía era pequeño. El médico le dijo al señor y la señora Kazab que él poseía un trastorno obsesivo compulsivo grave. Sin opción, metieron al niño a terapia y lo llenaron de pastillas para controlar su ansiedad.

Pero él seguió viendo a los números, sin importar qué medicación le recetaran, o qué tratamiento le impusieran.

El código sagrado se repetía por doquier.

3,6,7,9.

Y mientras su edad aumentaba, más los veía.

Pero eso no era todo. Cuando dejó la casa de sus padres y pasó a vivir con su hermano mayor, Leto, las extrañas coincidencias del universo comenzaron a volverse más y más frecuentes, al punto en el que él ya no las podía ignorar.

Sus cosas comenzaron a desaparecer y reaparecer, con colores distintos. Con diseños ligeramente modificados. Todos los siete relojes de la casa se rompieron siempre en la misma hora: 09:36. Los repuso, y lo mismo sucedió, al día siguiente. Y hasta cosas que su mente no podía manipular, como la tecnología, comenzaron a fallarle, de manera absurda:

—Oye, ¿viste esa reportera que fue golpeada con una pelota de futbol en la cabeza? —preguntó Leto desde la sala, riéndose mientras el vídeo del evento en cuestión era enseñado en el matinal.

Al revisar la hora, de nuevo Jacob vio esos malditos números.

09:36.

—Espera un minuto... —Él de pronto cruzó sus brazos, al acercarse a la televisión—. Juraba haber visto esto ayer y me acuerdo de que esa mujer era negra.

—¿Negra? Jake, ¡es tan rubia y pálida que llega a brillar!...

—No, hablo en serio.

—Te debes haber confundido.

—¿De nuevo? ¡No!... ¡Vi esto ayer!... —Él señaló a la pantalla, volviéndose más y más inquieto—. La pelota le golpea la cabeza y a ella se le caen los lentes.

—Sí, pero la reportera no es negra...

Jacob desistió de discutir. A lo mejor si se había equivocado.

Pero su confusión no paró ahí. Mientras Leto se arreglaba para ir a trabajar, le preguntó a él si había visto su camisa favorita; una playera blanca con una gran estampa en negro y naranja de la marca Tiger.

—Está tirada sobre la mesa, junto a la ropa que lavé ayer.

Su hermano mayor asintió y caminó hacia la misma. La recogió y se la vistió. Pero, en vez de ver al famoso logotipo de la marca —la cabeza de un tigre de bengala rugiendo—, Jacob se deparó con otra anomalía. El animal ahora era un león y su color naranja había sido intercambiado por un tono dorado.

—No... ¡De nuevo no! —Sacudió la cabeza y se frotó los ojos.

—¿Qué te pasa ahora?

—¡Esa camisa!... ¡Era de Tiger!...

Leto la miró con una mueca confundida.

—Bro, siempre ha sido de Lion.

—¡¿Lion?! ¡No existe una marca llamada Lion!

—¡Claro que sí existe! ¡Tengo como nueve zapatillas de ellos!

Jacob ya no lo soportaba más. Corrió a la habitación de Leto, abrió su armario sin su permiso y comenzó a escavar entre las pilas desordenadas de ropas. No logró encontrar una sola prenda de Tiger. Era como si la marca jamás hubiera existido.

—No, no, no... —Sus ganas de llorar llegaron a un punto crítico—. No puede ser...

—Jake... —Su hermano suspiró y se agachó a su lado—. ¿Tomaste tu medicación hoy?

—¡No estoy loco!

—No digo que lo estés, pero...

—¡NO ESTOY LOCO! —Jacob empujó al muchacho lejos de sí y se levantó sobre el suelo con un salto.

Corrió a su propia habitación a seguir y allí, cerró la puerta. Con la respiración entrecortada, miró alrededor. Tres lámparas. Tres armarios, con un total de seis puertas. Tres almohadas. Seis pósteres de bandas que le gustaban. Siete libros que no recordaba haber comprado sobre su velador. La pequeña pieza medía cuatro metros de largo y tres de alto. Siete metros en total. Nueve dispositivos electrónicos a su vista.

El patrón se repetía. No solo en sus cercanías, sino en el mundo a su alrededor.

Treinta y tres vertebras en su columna vertebral, que se habían formado luego de nueve meses de embarazo.

Doce símbolos del zodíaco en el cielo, divididos en sectores de 30 grados cada uno.

La temperatura normal de un humano oscila entre los 36°C y 37°C.

Un círculo en el espacio está formado por 360 grados; 3+6+0=9.

Los cuatro primeros números de π son 3.141; 3+1+4+1=9.

Siete continentes.

Ocho planetas en el sistema solar, más el rechazado Plutón, que se volvían nueve en total.

70% de la superficie de la tierra, cubierta de agua. 30%, masa continental.

Todos los malditos números se repetían.

Todo estaba conectado.

Pero, ¿qué había de aquellos extraños fenómenos que solo a él le sucedían? ¿Esas sensaciones de ya haber vivido un momento antes? ¿El recuerdo de cosas que nunca ocurrieron? ¿La transformación que objetos que supuestamente eran inmutables? ¿Qué significaba todo esto?

¡¿Sería todo una simulación?! ¡¿Una mentira?!

—¡Jacob! ¡Abre la puerta! —su hermano demandó, mientras él se alejaba de la misma, sintiendo a las paredes colapsar sobre sí y el aire escasear en sus pulmones.

Fue entonces cuando miró al suelo a sus pies. Los números eran proyectados por doquier. Y cambiaban su posición y secuencia a una velocidad incalculable. De pronto, la habitación a su alrededor comenzó a fracturarse. Como si su vida fuera un glitch de un videojuego, los colores de sus cercanías se fueron a negro, luego a rosado, a azul, y a negro de nuevo, antes de regresar a su tonalidad normal. El flash caleidoscópico se repitió de nuevo y él, aterrado, comenzó a gritar. Se agarró la cabeza con las manos y siguió rugiendo, mientras el mundo se sacudía, se rompía, y se volvía a reparar.

De pronto, una voz profunda, alta, retumbante y omnipotente, le dio la respuesta que por toda su vida había pacientemente aguardado:

¿Desea finalizar el juego?

Él, cayéndose de rodillas al piso, negó con la cabeza, pero no pudo responder nada.

Un ruidoso "click" hizo al techo desplomarse sobre su cabeza y el suelo partirse bajo su cuerpo. Con alaridos desesperados, él se cayó a un abismal vacío, y vio al resto de su mundo desaparecer arriba, mientras él giraba y se sacudía por el aire.

Se despertó de golpe, con el corazón en la garganta y un joystick en la mano. Se había quedado dormido mientras jugaba con una consola. El personaje de su videojuego favorito había hecho noclip por accidente y la pantalla se había quedado pegada. Uno de sus dedos había estado presionando un botón por accidente, y el menú se había abierto.

Luego de frotarse el rostro, él se calmó y decidió que hacer a seguir.

Era mejor si la apagaba ahora y volvía a dormir. Mañana tenía clases a las 07:00 am, y tenía que despertarse a las 6:00 am para no retrasarse.

Eran las tres de la mañana.

Jacob tenía nueve años.

Su partida se había reiniciado.

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