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XIII. Me enseñan unos ejercicios de estiramiento

HALCYON.

capítulo trece.

❝Me enseñan unos ejercicios de estiramiento (advertencia: no intentes esto en casa).❞

Salvar el mundo tendrá que esperar. Poniendo un periódico en el suelo para poder sentarse encima de él (no está lo suficientemente majara para sentarse en medio de una calle de Las Vegas, muchas gracias), Keva apoyó el mentón en su rodilla, suspirando.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Tengo una idea —dijo Keva.

El novato la miró, analítico.

—No vamos a robar nada.

Hizo un puchero.

—Bueno, entonces no tengo ninguna idea.

Estuvieron así los siguientes cinco minutos hasta que Annabeth se levantó, sobresaltada. Era como si una bombilla se le hubiera encendido sobre la cabeza. Así que sí, para quien sea que esté leyendo esto. Si algo ocurre, recuerda algo muy importante: todo fue idea de la chica búho. Ella les hizo subirse a un taxi como si el único dinero mortal que tenían no lo hubieran dejado en la habitación de un casino encantado y le dijo al conductor:

—A Los Angeles, por favor.

El taxista mordisqueó su puro, mirándolos de reojo. Le recordó al tipo de la música de hip hop y la camarera, como si se estuviera preguntando qué diablos estaban haciendo estos críos. Sinceramente, ni Keva tenía la respuesta a esa pregunta.

—Eso son quinientos kilómetros. Tendréis que pagarme por adelantado.

—¿Acepta tarjetas de débito de los casinos? —preguntó Annabeth.

Se encogió de hombros.

—Algunas. Lo mismo que con las tarjetas de crédito. Primero tengo que comprobarlas.

Annabeth le tendió su tarjeta verde LotusCash. El taxista la miró con escepticismo.

—Pásela —le animó Annabeth.

Lo hizo. El taxímetro se encendió y las luces parpadearon. Marcó el precio del viaje y, al final, junto al signo del dólar apareció el símbolo de infinito. Al hombre se le cayó el puro de la boca. Volvió a mirarlos, esta vez con los ojos como platos.

—¿A qué parte de Los Ángeles... esto, alteza? —inquirió, mientras Keva miraba su propia tarjeta con estupefacción.

—¿Cuándo caducan estos chismes? —se dijo en un murmullo—. Podría comprarme mi propio jacuzzi con esta cosa.

Se aseguró de guardarse bien la tarjeta desde ese momento.

—Al embarcadero de Santa Mónica —Annabeth se irguió en el asiento, gustándole bastante lo de «alteza»—. Si nos lleva rápido, puede quedarse el cambio.

Quizás no debería haberle dicho aquello. El cuentakilómetros del coche no bajó en ningún momento de ciento cincuenta por el desierto de Mojave. En la carretera tuvieron tiempo de sobra para hablar. El novato les contó sobre su sueño, pero parecía confundido, como si no fuera capaz de recordar los detalles. Seguía diciendo algo sobre un nombre o título especial.

—¿El Silencioso? —sugirió Annabeth—. ¿Plutón? Ambos son apodos para Hades.

—A lo mejor —dijo, pero no parecía convencido.

Keva tampoco lo estaba. Lo que describía el novato, le recordaba a su propio sueño. Uno de los pocos en los que la sombra no había participado, el que había tenido hace lo que parecía un siglo en el campamento. Aún podía recordarlo. Como el ambiente cálido y familiar se había tornado rojo y negro. El gruñido gutural de un ser que no debía tener parte en tal escena. El rostro manchado de su padre, por siempre pausado en una mueca de terror. Y la voz. La voz que le había mostrado la verdad, que le había recordado la realidad sobre los dioses. No podía ser él. Ni siquiera...

—Es que no sonaba como la voz de un dios —decía el novato.

Ni siquiera sonaba como la voz de un dios. Pero entonces, ¿qué podía ser? Los miró. ¿Debería hablarles sobre su propio sueño? ¿Sería una coincidencia?

—¿Qué piensas? —preguntó el nuevo, y Keva casi se sobresaltó, hasta que se dio cuenta de que se dirigía a Annabeth.

—Eh... nada. Sólo que... No, tiene que ser Hades. Quizá envió al ladrón, esa persona invisible, por el rayo maestro y algo salió mal...

—¿Como qué?

—No... no lo sé —dijo—. Pero si robó el símbolo de poder de Zeus del Olimpo y los dioses estaban buscándolo... Me refiero a que pudieron salir mal muchas cosas. Así que el ladrón tuvo que esconder el rayo, o lo perdió. En cualquier caso, no consiguió llevárselo a Hades. Eso es lo que la voz dijo en tu sueño, ¿no? El tipo fracasó. Eso explicaría por qué las Furias lo estaban buscando en el autobús. Tal vez pensaron que nosotros lo habíamos recuperado.

Annabeth estaba pálida, y Keva la podía sentir temblando junto a ella, pegada a la ventana.

—Pero si ya hubieran recuperado el rayo —contestó el novato—, ¿por qué habrían de enviarme al inframundo?

—Para amenazar a Hades —sugirió Grover—. Para hacerle chantaje o sobornarlo para que te devuelva a tu madre.

El novato silbó.

—Menudos pensamientos malos tienes para ser una cabra.

—Vaya, gracias.

—Pero la cosa del foso dijo que esperaba dos objetos. Si el rayo maestro es uno, ¿cuál es el otro?

Grover meneó la cabeza. Annabeth miraba al novato, todavía temblando de manera imperceptible para todos menos Keva.

—Tú sabes lo que hay en el foso, ¿verdad? —le preguntó—. Vamos, si no es Hades.

—Percy... no hablemos de ello. Porque si no es Hades... No; tiene que ser Hades.

Reinó el silencio, pero la hija de Atenea seguía tensa, una de sus piernas sacudiéndose. Keva suspiró y puso una mano sobre su rodilla para detener su tembleque.

—Respire, su alteza —le susurró, con los ojos grises de la chica observando los suyos. Keva nunca la había visto tan alterada—. Tiene que ser él.

Ella asintió, y Keva apretó su rodilla hasta que Annabeth logró calmarse, respirando hondo contra el cristal de su ventana. Su órganos parecían querer hacer acrobacias dentro de su cuerpo, y Keva se obligó a pensar en otra cosa. Porque sabía que había mentido. No sabía lo que estaba pasando, pero tanto Annabeth como ella tenían una cosa clara. Hades no tenía el papel que todos pensaban. Pero si no era él... Se quedó mirando por la ventana, centrándose en respirar sin hiperventilar. Paso a paso, se dijo, poco a poco.

—La respuesta está en el inframundo —aseguró Annabeth—. Has visto espíritus de muertos, Percy. Sólo hay un lugar posible para eso. Estamos en el buen camino.

Intentó subir la moral sugiriendo estrategias inteligentes para entrar en la tierra de los muertos, pero Keva no era capaz de prestar atención. No podía parar de pensar en lo que ocurriría si ella intentara entrar en el Inframundo. ¿Estaba poniendo en peligro la misión? Annabeth y Grover habían pasado el suficiente tiempo en el campamento como para saber al menos una parte de la razón por la que Keva era una rondadora por año y no habían dicho nada. Pero la misión no era suya realmente, era del novato. Y no había manera de que él supiera lo que le había pasado a Keva en el poco tiempo que había estado en el campamento, ¿cierto? Los campistas hablaban, así que siempre había una posibilidad. Y él había estado en la cabaña once cuando Keva los había despertado a todos por su daga y su pesadilla. No había manera de que un chico tan curioso no hiciera preguntas. Sin embargo, ¿acaso lo sabía? ¿Los límites a los que el señor de los muertos era capaz de ir para matarla? Había fallado una vez y su padre había pagado por ello. ¿Quién le dice que no podría hacerlo de nuevo? Con todo el peligro que el nuevo corría por ser quien era, ¿cómo podría Keva ponerlo incluso más en peligro? No solo a él, también a Grover y Annabeth. No por primera vez desde que había entrado corriendo a la Casa Grande pidiendo unirse a la misión se preguntó que estaba haciendo.

En cualquier otro momento, Keva no hubiera pensado en presentarse voluntaria, ni siquiera por el novato. No se hubiera sentido preparada de ninguna manera. Entonces, ¿por qué lo había hecho? Porque la sombra le había prometido respuestas, y ella las quería con tantas ansias. Sin embargo, cada vez la idea de que por fin sus preguntas serían contestadas le daba más miedo. ¿Estaba preparada? Había pasado los últimos seis años diciéndose una y otra vez que lo estaba, pero ahora no estaba tan segura. Su cabeza dolía, y los recuerdos de su último sueño no la ayudaban en lo más mínimo. Las imágenes llegaban a ella borrosas, como si el tiempo que había pasado en el casino hubiera arruinado su mente, sacado cosas de sitio. Podía recordar una luz, el aroma de decenas de flores, mejillas manchadas de rojo. Y una persona. Sabía que había una persona, pero no era capaz de acordarse de nada más. Suspiró, y se obligó a despejar su mente hasta llegar a su destino. Al anochecer, el taxi los dejó en la playa de Santa Mónica. Se veía como en las películas que le gustaban a su tío, pero el olor era peor. Había atracciones en el embarcadero, palmeras junto a las aceras, vagabundos durmiendo en las dunas y surferos esperando la ola perfecta. Los cuatro caminaron hasta la orilla.

—¿Y ahora qué? —preguntó Annabeth.

El Pacífico se tornaba oro al ponerse el sol. Keva observó el océano dorado y se imaginó hundiéndose en sus aguas. ¿Qué llegaría primero, la sombra o el Inframundo? El novato dio un paso adelante y ella lo miró, frunciendo el ceño.

—Novato, ¿qué...?

No contestó, siguió caminando hasta meterse en las olas.

—¡Percy! —llamó Annabeth—. ¿Qué estás haciendo?

Él avanzaba hasta que el agua le llegaba a la cintura, después hasta el pecho. Lo único que podía ver Keva desde la orilla era su pelo oscuro.

—¿No sabes lo contaminada que está el agua? ¡Hay todo tipo de sustancias tóxicas! —gritaba Annabeth.

En ese momento se hundió completamente bajo el agua. Annabeth seguía chillándole como si el novato pudiera escucharle, y Keva se sentó en la arena con un suspiro.

—Sus poderes de pescado lo protegerán, ¿no? —preguntó.

Annabeth no contestó, sentándose junto a ella con un bufido, maldiciendo al nuevo bajo su aliento. Keva se quedó mirando el océano con ojos ausentes. El agua se veía como oro puro, no podrías haberte imaginado lo contaminada que estaría solo de mirarla. Se preguntó si eso la describiría a ella también. Una fachada ocultando todo tipo de sustancias tóxicas. Ahogó una risa sin humor contra su rodilla, el olor a mar inundando su nariz. Entonces alzó la vista. Grover y Annabeth estaban intentando construir un castillo de arena, con la hija de Atenea dando instrucciones sobre cómo hacer una de las torres. Decidió que valía la pena intentarlo.

—Chicos —dijo, y ambos levantaron la vista de la torre tambaleante—. ¿Puedo hablaros de una cosa?

Les contó todo. Su tutora de piano, su llegada al campamento, la sombra, su audiencia con el Oráculo, sus pesadillas. Relató lo que podía recordar del último sueño que había tenido, sobre luces fantasmales y semillas cayendo de labios manchados de rojo. Cuando terminó, Annabeth la miraba con una extraña expresión en la cara y Grover jugaba nerviosamente con arena entre sus dedos. Keva no estaba del todo mejor, pero se sentía más liviana. Como si se hubiera quitado un peso de encima. Nunca le había dicho nada a nadie sobre sus sueños, sobre la sombra. Siempre había sido demasiado personal, pero ahora sentía que necesitaba una perspectiva exterior. Alguien que fuera capaz de ver lo que ella no podía.

—Honestamente —empezó Annabeth—, no es normal tener una sombra que haya estado en todos tus sueños durante trece años. ¿Y justo este año empiezas a tener otro tipo de sueños? No puede ser una coincidencia, ¿no?

—Eso es lo que no termino de entender —dijo Keva—. Siempre he tenido sueños, pero todos los parecía controlar la sombra. Entonces tuve esa... —Se detuvo, tragando forzosamente—. Esa pesadilla sobre mi padre.

—¿Qué cambió? —preguntó Grover, más para si mismo.

Annabeth se enderezó.

—Percy.

—¿Dónde? —musitó Keva, girándose para ver si el novato estaba volviendo. No se acercaba nadie, y el agua no presentaba movimiento.

—No, me refiero a que eso es lo que cambió. Empezaste a tener esos sueños cuando Percy llegó al campamento.

Keva frunció el ceño. Tenía razón, pero...

—¿Qué tiene que ver el novato con mis sueños?

—Nada —dijo Annabeth—, no realmente. Tus sueños son tuyos, él no influye en ellos. Pero tu profecía. Creo que lo dejó bastante claro. "El comienzo del que proviene del mar, la vida de la niña de la primavera eterna debe cambiar". La llegada de Percy al campamento, su comienzo, cambió algo. Por eso empezaste a tener esos sueños. Por eso la sombra sabía que ibas a unirte a la misión. Siempre fue parte de tu camino.

Keva asintió, apoyando su mentón en su rodilla con los labios fruncidos.

—Pero ¿entonces qué es la voz que le habló en la pesadilla sobre su padre? —interpeló Grover—. Se parece a la voz de la que habló Percy, y está claro que no puede ser —tosió—. Ya sabéis, nuestro amigo de abajo.

Los labios de Annabeth se crisparon, como si quisiera decir algo, pero no fuera capaz de animarse a pronunciar las palabras.

—No lo sé —dijo por fin, mirando fijamente a Keva—. Lo que sí sé es el destino final de nuestra misión. ¿Crees que podrás salir del Inframundo?

Keva abrió la boca, solo para cerrarla de nuevo. No lo sabía. No lo sabía. Ni siquiera estaba segura de poder entrar, mucho menos salir. Se encontró maldiciendo a la sombra en su mente, ¿en dónde la había metido? Keva podría afrontarlo si solo le afectara a ella – tendría que hacerlo. Pero ¿qué pasaría con los demás? El novato, Grover, Annabeth. La mujer mortal que el señor de los muertos había secuestrado. ¿Qué les pasaría a todos ellos? No lo sabía. Afortunadamente para ella, no tuvo que buscar la respuesta bajo los intimidantes ojos grises de Annabeth, porque en ese momento se escucharon unas pisadas sobre la arena. Keva se giró. El novato había vuelto. Su ropa estaba totalmente seca, y llevaba tres perlas blancas en sus manos. Keva se quedó mirando el océano mientras él les contaba todo lo que había pasado.

—No hay regalo sin precio —decía Annabeth.

—Éstas son gratis.

—No —Sacudió la cabeza—. «No existen los almuerzos gratis.» Es un antiguo dicho griego que se aplica bastante bien hoy en día. Habrá un precio. Ya lo verás.

Y con eso, Keva se limpió la arena en sus pantalones mientras le daban la espalda al mar. Con algunas monedas que quedaban en la mochila de Ares subieron a un autobús hasta West Hollywood. El novato le enseñó al conductor la dirección del inframundo que había sacado del Emporio de Gnomos de Jardín de la tía Eme, pero decía que jamás había oído hablar de los estudios de grabación El Otro Barrio.

—Me recuerdas a alguien que he visto en la televisión —dijo—. ¿Eres un niño actor o algo así?

—Bueno, actúo como doble en escenas peligrosas... para un montón de niños actores.

—¡Oh! Eso lo explica.

Le agradecieron y bajaron rápidamente en la siguiente parada. Caminaron a lo largo de kilómetros, buscando El Otro Barrio. Nadie parecía saber dónde estaba. Tampoco aparecía en el listín. En un par de ocasiones tuvieron que esconderse en callejones para evitar los coches de policía, con Annabeth teniendo que tirar de su brazo para hacer que los siguiera porque Keva estaba demasiado distraída. Sabía que necesitaba tener la mente clara y despejada, pero no podía parar de pensar en lo que la nereida le había dicho al novato. "Hades se alimenta de la duda y la desesperanza. Te engañará si puede, te hará dudar de tu propio juicio. En cuanto estés en su reino, jamás te dejará marchar voluntariamente". Jamás. Ella reprimió un escalofrío, dándose de bruces contra el nuevo, que se había quedado como una estatua delante de una tienda de electrodomésticos. Frunció el ceño, mirando sobre su hombro para ver que lo había dejado así. En la televisión estaban emitiendo una entrevista con un hombre que había conseguido que a Drew le diera un ataque de espanto. Era un tipo obeso y poco agraciado, con papada y una calvicie en toda forma, aunque todavía parecía conservar tres cabellos negros que había peinado sobre su cuero cabelludo con demasiada gomina. Estaba en un apartamento en medio de una partida de póquer, con una mujer joven y rubia dándole palmaditas en la mano. Una lágrima brillaba en la mejilla del hombre mientras hablaba con la presentadora, Barbara Walters.

—De verdad, señora Walters, de no ser por Sugar, aquí presente, mi consejera en la desgracia, estaría hundido. Mi hijastro se llevó todo lo que me importaba. Mi esposa... mi Cámaro... L-lo siento. Todavía me cuesta hablar de ello.

—Lo han visto y oído, queridos espectadores —Barbara Walters se volvió hacia la cámara—. Un hombre destrozado. Un adolescente con serios problemas. Permítanme enseñarles, una vez más, la última foto que se tiene del joven y perturbado fugitivo, tomada hace una semana en Denver.

En la pantalla apareció una imagen granulada de los cuatro, de pie fuera del restaurante de Colorado, hablando con el dios de la guerra. Keva reprimió un suspiro. Se esperaba que la foto llegara a los medios, pero tampoco tenía que hacerle gracia.

—¿Quiénes son los otros niños de esta foto? —preguntó Barbara Walters dramáticamente—. ¿Quién es el hombre que está con ellos? ¿Es Percy Jackson un delincuente, un terrorista o la víctima de un lavado de cerebro a manos de una nueva y espantosa secta? Tras la publicidad, charlaremos con un destacado psicólogo infantil. Sigan sintonizándonos.

—¿Una qué? —dijo Keva, sobresaltando al nuevo, quien parecía estar a punto de destrozar el escaparate de un puñetazo—. Los padres mortales nos han llamado varias cosas, pero lo de nueva y espantosa secta es nuevo —Miró hacia el chico junto a ella, agarrándole de la manga antes de que intentara romper la televisión a mochilazos—. Venga, novato. No hagas caso a esas cosas, a los de la tele siempre les ha gustado tergiversar todo.

El novato frunció el ceño, pero no protestó y dejó que tirara de él.

—No es tan fácil —contestó, entretanto caminaban unos metros detrás de Grover y Annabeth—. Ni siquiera me molesta tanto lo que la gente pueda pensar de mí ahora, pero mi padrastro... —Se detuvo, rechinando los dientes—. Después de todo lo que ha hecho, se atreve a usar todo esto en su favor.

Keva hizo una mueca. No necesitaba oír más, sabía lo suficiente. No todos los niños en el campamento venían de familias que los apoyaban, y Keva sabía que tenía más suerte que muchos. Más que Luke, que había dejado su hogar, decía sin entrar demasiado en detalles, por su madre. Más que Annabeth, que se había escapado de casa a los siete años por la actitud de su familia. Y, se dijo, observando al novato por el rabillo del ojo, también tenía más suerte que Percy Jackson. Ella tenía una familia esperando en casa, ¿qué tenía él? Una madre atrapada en el Inframundo y un padrastro en la televisión con una mujer llamada Sugar.

—Al final del día, tu padrastro es un pequeño, triste hombre, y así es como será recordado. Un minuto de fama en una entrevista con Barbara Walters no cambiará eso, tampoco os cambiará a ti y a tu madre. Entiendo que no es fácil ignorar todo eso, pero no hay más remedio. Si todo sale bien...

—Traeré de vuelta a mi madre —terminó el novato, más como una promesa.

Keva asintió, aunque no estaba segura de eso. ¿Cómo podía estarlo teniendo en cuenta quien la tenía? Por supuesto, ella no expresó sus dudas, manteniéndose en silencio mientras la noche caía y gente extraña empezaba a merodear por las calles. Con todo lo que le había pasado, podrías haber asumido que eso no le daría miedo. Bien, te equivocarías. Los monstruos eran predecibles en cierta manera, si los veías en su forma real ya conocías su propósito. Con los mortales no era tan fácil, no podías saber sus intenciones con una única mirada. Se cruzaron con miembros de bandas, vagabundos y gamberros que los observaban como si quisieran saber de qué pasta estaban hecho. En cierta manera, sus miradas les recordaban a los hijos de Ares, aunque Keva no podía ver a ninguno de ellos en tal posición. Keva llevó su mano a su collar inconscientemente. No sería capaz de dañar a los mortales, pero al menos podía hacer que pensaran que tenía un arma, ¿no?

—Eh, tú —llamó una voz desde la oscuridad de un callejón.

Como un idiota, el novato se paró y Keva dio un paso a un lado justo antes de darse de bruces contra él. En un momento, estaban rodeados por un grupito. Al verlos, ella quiso rodar los ojos. Seis chicos con ropa cara y expresiones maliciosas. Keva no odiaba a los críos ricos, pero no soportaba a las personas así. Intentando ser chicos malos como si fuera algún tipo de juego, para después volver a su mansión riéndose bobamente entre ellos. Idiotas, todos ellos. Junto a ella, el nuevo destapó su bolígrafo, la luz de su hoja iluminando débilmente el callejón. Los chicos retrocedieron, pero el cabecilla era tonto o quería hacerse el chulo, porque siguió acercándose empuñando una navaja automática. El novato atacó y el chaval gritó, más por impresión que por otra cosa, porque la hoja lo atravesó sin hacerle daño alguno. Se miró el pecho.

—¿Qué demo...?

No se quedaron lo suficiente para seguir escuchándole.

—¡Corred! —gritó el novato.

Keva empujó al chico que tenía enfrente y corrió por la calle con los tres de cerca, sin tener muy claro adonde se dirigían en primer lugar. Giraron en una esquina.

—¡Allí! —exclamó Annabeth, señalando a la única tienda del edificio que parecía estar abierta, los escaparates deslumbraban de neón. En el letrero encima de la puerta ponía algo como: «alpacio ledas sacam de augade crstuy.»

—¿Al Palacio de las Camas de Agua Crusty? —tradujo Grover.

Entraron en estampida por la puerta y corrieron a agacharse tras una cama de agua. Un segundo más tarde, la banda de chicos pasó corriendo por la acera.

—Los hemos despistado —susurró Grover.

Una voz retumbó a sus espaldas.

—¿A quién habéis despistado?

Los cuatro dieron un respingo. Detrás de ellos había un hombre ataviado con un traje que parecía haber salido de los años setenta. Medía por lo menos dos metros y era totalmente calvo. De piel grisácea, tenía párpados pesados y una sonrisa reptiloide y fría. Se acercaba lentamente hacia su posición. El traje le hacía ver como si acabara de salir del Casino Loto. La camisa era de seda estampada de cachemira, y la llevaba desabrochada hasta la mitad del pecho, también lampiño. Las solapas de terciopelo eran casi pistas de aterrizaje y llevaba varias cadenas de plata alrededor del cuello.

—Soy Crusty —gruñó con una sonrisa.

—Perdone que hayamos entrado en tropel —le dije el novato—. Sólo estábamos... mirando.

—Quieres decir escondiéndoos de esos gamberros —rezongó—. Merodean por aquí todas las noches. Gracias a ellos entra mucha gente en mi negocio. Decidme, ¿os interesa una cama de agua?

Keva estaba sopesando la manera más educada de decir "estamos pelados", pero él no les dejó tiempo para replicar, conduciéndolos a la zona de exposición. Había toda una colección de camas de agua de las más diversas formas, cabezales, ornamentos y colores; tamaño grande, tamaño supergrande, tamaño emperador del universo, etc...

—Éste es mi modelo más popular —dijo Crusty, enseñándoles una cama cubierta con sábanas de satén negro y antorchas de lava incrustadas en el cabezal. El colchón vibraba, así que parecía de gelatina. Era guay, pero Keva no podía evitar preguntarse qué tan mal iba el negocio que tenía que intentar vender camas de agua a críos—. Masaje a cien manos —informó—. Venga, probadlo. Tiraos en plancha, echad una cabezadita. No me importa, total hoy no hay clientes.

—Pues... —musitó el novato— no creo que...

—¡Masaje a cien manos! —exclamó Grover, y se lanzó en picado—. ¡Eh, tíos! Esto mola.

—Hum —murmuró Crusty, acariciándose la coriácea barbilla—. Casi, casi.

—¿A qué se refiere? —preguntó Keva. Crusty se giró hacia ella y Annabeth.

—Hacedme un favor y probad esas dos de allá, chicas. Podría irte bien.

—Pero ¿qué...? —respondió Annabeth.

Compartieron una mirada ceñuda mientras Crusty les daba una palmadita y las conducía hasta los modelos Safari Deluxe y Exotic Jungle, que tenían estilos similares y parecían funcionar en conjunto.

—Uhh, señor Crusty —habló Keva—. No creo que...

Crusty las empujó.

—¡Eh, oiga! —protestó Annabeth, mientras ambas intentaban levantarse de los colchones.

Crusty chasqueó los dedos.

—¡Ergo!

Súbitamente, de los lados de la cama surgieron cuerdas que las amarraron al colchón. Grover intentó levantarse, pero las cuerdas salieron también de su cama de satén y lo inmovilizaron.

—¡N-n-no m-m-mola-a-a! —aulló, la voz vibrándole a causa del masaje a cien manos—. ¡N-n-no mm-mola na-a-a-da!

Keva estaba demasiado ocupada revolviéndose en el colchón, intentando llevar una mano a su collar para convertirlo en su daga y cortar las cuerdas. Se tomó un momento para mirar al hombre con mala cara.

—¡Su servicio al cliente es pésimo!

Por un momento, Crusty lució ofendido, entonces se giró hacia el novato.

—Casi, mecachis —lamentó. El nuevo intentó apartarse, pero su mano lo agarró por la nuca—. ¡Venga, chico! No te preocupes. Te encontraremos una en un segundo.

—Suelte a mis amigos.

—Oh, desde luego. Pero primero tienen que caber.

—¿Qué quiere decir?

—Verás, todas las camas miden exactamente ciento ochenta centímetros. Tus amigos son demasiado cortos. Tienen que encajar.

Keva parpadeó, abrió los ojos como platos.

—¿¡Qué?! —exclamó, forcejeando con más fuerza. Si lo recordaba correctamente de la última vez que Lee la había llevado a rastras a la enfermería, ella medía unos ciento cincuenta y cuatro centímetros. No había manera de que su cuerpo pudiera aguantar conseguir de la nada veintiséis centímetros más. Y si podía... Bueno, no quería probarlo, muchas gracias.

—No soporto las medidas imperfectas —musitó Crusty—. ¡Ergo!

Dos nuevos juegos de cuerdas surgieron de los cabezales y los pies de las camas y sujetaron sus tobillos y hombros. Keva no podía verlos sin intentar mover la cabeza, pero por lo que oía tanto Annabeth como Grover estaban pasando por lo mismo, y pensaba furiosamente en maneras de librarse de las sujeciones. Entonces las cuerdas empezaron a tensarse, estirándolo de ambos extremos como si fuera una especie de goma de masticar, y estaba demasiado ocupada apretando los dientes como para hablar. Si Keva tuviera que explicar la situación, te preguntaría si alguna vez te han atacado con algo parecido a la lanza eléctrica de Clarisse. Si es así, sabrás que no es un dolor súbito, sino gradual. La electricidad no te daba de golpe, parecía recorrerte las venas por unos segundos antes de que realmente te llegara. Ser estirada por un tipo con pésimo servicio al cliente se sentía así. Al principio se sentía como una molestia, una incomodidad, entonces creció y creció, hasta que todo lo que Keva podía sentir era la sensación de que sus extremidades se iban a salir de sus huecos.

—No te preocupes —decía Crusty—. Son ejercicios de estiramiento. A lo mejor con ocho centímetros más a sus columnas... Puede que incluso sobrevivan, ¿sabes? Bien, busquemos una cama que te guste.

—¡Percy! —gritó Grover.

Keva apretó los labios, obligándose a mantener los ojos abiertos mientras observaba al novato. No había mentido cuando le había dicho que era un líder innato, y que debía confiar en sus habilidades porque pura suerte no era lo que le había mantenido con vida todo ese tiempo, pero mientras el tiempo pasaba y sus articulaciones amenazaban con salirse, empezaba a temer que él tuviera problemas. Con un grandullón como ese justo a su lado, su cuello estaría roto antes siquiera de poder desplegar su espada. Entonces habló.

—En realidad usted no se llama Crusty, ¿verdad?

—Legalmente es Procrustes —admitió.

—El Estirador —dijo el nuevo.

Keva podía recordar la historia: el gigante que había intentado matar al medio hermano del novato, Teseo, con exceso de hospitalidad de camino a Atenas. Podría haber vivido una vida perfectamente feliz sin haberlo sentido en sus propias carnes.

—Exacto. Pero ¿quién es capaz de pronunciar Procrustes? Es malo para el negocio. En cambio, todo el mundo puede decir «Crusty».

—Tiene razón. Suena bien.

Keva intentaba regular sus respiraciones, a punto de golpearse la cabeza contra la madera de la cama para al menos poder dejar de sentir como sus brazos parecían convertirse en gelatina. Confiaba en que el novato tenía un plan entre manos, solo necesitaba que se apurara.

—¿Eso crees?

—Oh, desde luego —contestó—. Y estas camas parecen fabulosas, las mejores que he visto nunca...

—Yo se lo digo a mis clientes. Siempre se lo digo, pero nadie se preocupa por el diseño de las camas. ¿Cuántos cabezales con antorchas de lava incrustadas has visto tú?

—No demasiados.

—¡Pues ahí lo tienes!

—¡Percy! —vociferó Annabeth, su voz pesada con molestia, pero Keva podía escuchar el dolor que le estaba provocando el estiramiento. Deseaba poder verla a ella y a Grover, al menos para saber que seguían todos ahí y ninguno había perdido alguna extremidad—. ¿Qué estás haciendo?

—No le hagas caso —dijo el novato—. Es insufrible.

Si pudiera, Keva se hubiera reído por eso. Te hará pagar por hablarse así, Percy Jackson.

Procrustes se echó a reír.

—Todos mis clientes lo son. Jamás miden ciento ochenta exactamente. Son unos desconsiderados. Y después, encima, se quejan del reajuste.

—¿Qué hace si miden más de ciento ochenta?

—Uy, eso pasa a todas horas. Se arregla fácil —dijo, y Keva ladeó la cabeza para ver como soltaba al novato, pero él no tuvo tiempo de reaccionar antes de que Procrustes sacaría una enorme hacha doble de acero—. Centro al tipo lo mejor que puedo y después rebano lo que sobra por cada lado.

Quizás medir un metro cincuenta y cuatro tiene sus privilegios, se dijo, apartando la mirada del hacha. En ese momento, fue como si las cuerdas decidieran apretar aún más, Keva podía sentir la sangre recorriendo sus venas como si no supiera a donde ir, su pecho jadeando por respirar.

—Ya —contestó el novato—. Muy práctico.

—¡Cuánto me alegro de haberme topado con un cliente sensato!

—Bueno, Crusty... —comentó el nuevo. Keva estaba demasiado ocupada rezando porque sus pulmones no dejaran de funcionar en ese instante como para prestar atención con su mirada—. ¿Y ésta tiene estabilizadores dinámicos para compensar el movimiento ondulante?

—Desde luego. Pruébala.

—Sí, puede que lo haga. Pero ¿funcionan incluso con un tío grande como tú? ¿No se advierte ni una sola onda?

—Garantizado.

—Venga, hombre.

—Que sí.

—Enséñamelo.

Keva pudo escuchar lo que solo podía ser el gigantón sentándose en una cama.

—Ni una onda, ¿ves?

Un chasqueo de dedos.

—Ergo.

—¡Eh! —chilló Procrustes, al ser atado como Keva en ese momento, asumió ella.

—Centradlo bien —ordenó el novato.

—¡No! ¡Espera! ¡Esto es sólo una demostración!

Keva escuchó el sonido de un bolígrafo destapándose, y pudo ver el destello débil de una espada.

—Bien, prepárate...

—Eres un regateador duro, ¿eh? —intentó Procrustes—. ¡Vale, te hago un treinta por ciento de descuento en modelos especiales! ¡Sin entrega inicial! ¡Ni intereses durante los seis primeros meses!

Keva escuchó un sonido seco, Procrustes dejó de hacer ofertas. Vio al novato acercándose a la cama en la que estaba, cortando las cuerdas para después hacer lo mismo con las demás. Keva se sentó, temblorosa. No sabía si podría ponerse en pie sin que se le cayera el cuerpo como si fuera una muñeca Barbie. Aún así, se levantó entre gruñidos y maldiciones.

—Parecéis más altos.

—Uy, qué risa —resopló Annabeth—. La próxima vez date un poquitín más de prisa, ¿vale?

—Mejor que no haya una próxima vez —respiró Keva, moviendo sus hombros. Dolía como los mil demonios, pero también le daba cierto alivio.

—Vamos —dijo el novato, señalando a un tablón de anuncios detrás del mostrador de Procrustes. Había un anuncio del servicio de entregas Hermes, y otro del Nuevo y completo compendio de la Zona Monstruo de Los Angeles: «¡Las únicas páginas amarillas monstruosas que necesita!» Debajo, un panfleto naranja de los estudios de grabación El Otro Barrio ofrecía incentivos por las almas de los héroes. «¡Buscamos nuevos talentos!» La dirección de EOB estaba indicada justo debajo con un mapa. Keva se irguió, y lo lamentó inmediatamente.

—Danos un minuto —se quejó Grover—. ¡Por poco nos estiran hasta convertirnos en salchichas!

—Venga, no seáis quejicas. El inframundo está sólo a una manzana de aquí.

—Te mataré mientras duermes, Percy Jackson —gruñó Keva, pero fue hacia la entrada, saliendo de vuelta a las calles.

Caminar era una tortura, y entre Annabeth, Grover y ella se apoyaban los unos en los otros para ayudarse a andar sin caerse. Respirando profundamente, Keva se sostuvo en una pared por un momento. Fue como si sintiera una mano cálida en su frente, un cosquilleo en su cuerpo. En ese momento sintió como si le tocaran la frente con un dedo índice y empezó a ver puntitos oscuros en su visión. Lo último que escuchó fue a los tres gritando su nombre, antes de que todo se volviera negro. Cuando se despertó, ya no estaba en medio de una calle sucia en Los Angeles. De hecho, ni siquiera sabía donde estaba. Era como si estuviera en una nube, pero cuando estiró las manos para sentirlo, vio que estaba en una cama. No de nuevo, fue su primer pensamiento, levantándose de golpe del colchón y poniéndose en pie. La habitación le dio vueltas, y ella usó lo que parecía ser una mesita de noche como soporte, cerrando los ojos con fuerza para detener el mareo. Justo entonces escuchó como se movía la puerta, y abrió los ojos en seguida, para ver como una mujer entraba en la habitación. Le daba la espalda mientras volvía a cerrar la puerta con suavidad, pero Keva pudo ver su cabellera rubia, adornada con una corona de amapolas. Fue como si el aire se le atrapara en la garganta.

—¿Mamá?

La mujer se giró. Tenía ojos azul cielo, gentiles con una expresión tierna en su rostro, llevaba un vestido que brillaba con colores y patrones de flores que cambiaban y florecían: rosas, tulipanes y madreselva. Parecía amable, pero Keva frunció el ceño, dando un paso atrás de manera que casi se golpea contra la mesita de noche.

—Tú no eres Deméter.

El rostro de la mujer se volvió agridulce mientras hacía una mueca, pero sonrió, acercándose con pasos lentos como si intentara no asustarla. Dejó una bandeja de frutas en una mesa cerca de la cama.

—No —admitió, y Keva tuvo que reprimir un escalofrío. Tenía una sensación de déjà vu, de familiaridad. Como si ya conociera a esta mujer, ya hubiera visto su rostro, y oído su voz—. Pero sí tienes razón en algo —dijo, poniendo una mano sobre la suya—. Lamento mucho la tardanza, pero ya estoy aquí. Keva, yo soy tu madre.







📍 keva: me voy al inframundo.

📍 madre del año:


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