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XI. Nos convertimos en el nuevo programa de Hefesto TV

HALCYON.

capítulo once.

❝Nos convertimos en el nuevo programa de Hefesto TV con mayor audiencia (¿dónde está mi contrato?)❞

Keva va a morir. Simple y sencillo. Bastaría con abrir una puerta y saltar del vagón. Annabeth probablemente le patearía el culo por eso, pero no había manera de que le pateara el culo desde el Inframundo, ¿cierto? Suspiró, revolviéndose en su asiento mientras se obligaba a no imaginarse de vuelta en el campamento, dando codazos a sus compañeros de cabaña mientras corrían hacia su mesa en el comedor. Se habían gastado lo que le quedaba de dinero mortal en unos de esos sándwiches empaquetados en plástico que vendían en el tren, pero eso apenas contaba como una comida y horas después, Keva casi lamentaba haber dejado atrás el emporio de la tía Eme. Bien, era un monstruo y todo eso, pero al menos les había dado de comer. Se encogió sobre sí misma e inmediatamente se arrepintió una vez que el olor golpeó su nariz, su rostro frunciéndose inmediatamente. Ninguno había tenido la oportunidad de ducharse tras haber dejado la Colina Mestiza entre ataques de monstruos y destrucciones de monumentos nacionales, y se notaba. El novato ni siquiera se había mojado durante su inoportuno chapuzón (y sí, sigue estando algo resentida por el incidente del baño en el campamento, gracias por preguntar; realmente le gustaba esa camisa), pero el olor del río Mississippi parecía haberse adherido a su piel de todos modos. Keva casi deseaba seguir el ejemplo de Van Gogh, pero cortándose su nariz en vez de una oreja (consejo: nunca hables de la oreja de Van Gogh con los hijos de Apolo, te pasarás el resto de la semana escuchando sus teorías conspirativas).

Mientras se preguntaba a si misma si estaba por encima de robar por comida (no lo estaba), su tren llegó a Denver.

—Intentaremos contactar con Quirón —dijo Annabeth—. Quiero hablar de tu charla con el espíritu del río.

—No podemos usar el teléfono, ¿verdad?

Keva sonrió, mientras tiraba de las mangas de la chica búho y el novato para salir más rápido del tren, Grover siguiéndoles de cerca.

—Eso no es a lo que se refiere.

Se pasaron la media hora siguiente merodeando por el centro. El aire era seco y caluroso contra su piel, y Keva deseó más que nunca poder tomarse al menos una ducha de dos minutos mientras lanzaba trozos de lata de su mochila hacia Grover. Al menos uno de ellos podía alimentarse, se dijo mientras lo miraba masticar gustosamente, ahora le gustaría ser capaz de vivir a base de una dieta de latas. Su estómago rugió y ella lo calló, chistando como si fuera una mascota. Finalmente, Annabeth se paró en seco frente a un lava coches con mangueras vacío.

—Por fin —murmuró Keva, metiéndose en la cabina más alejada de la calle, soltando una risa cuando Grover miró hacia sus alrededores como si esperara ver coches de policía—. Te pareces a uno de esos criminales de las series policías malas de los 80, solo te falta tu rama - bate de béisbol.

Él suspiró, pero no dijo nada.

—¿Qué estamos haciendo exactamente? —preguntó el novato mientras Annabeth instaba a Keva a agarrar una manguera. Se aseguró de hacerlo soltando el mayor resoplido de la historia.

—Son setenta y cinco centavos —informó, frunciendo el ceño. Aún le quedaban dracmas, pero no tenía nada de dinero mortal—. Yo voy pelada, ¿ustedes qué?

—Me quedan dos cuartos de dólar —contestó Grover—. ¿Annabeth?

—A mí no me mires. El coche restaurante me ha desplumado.

El chico nuevo rebuscó en sus bolsillos y le pasó un cuarto de dólar.

—Bienvenido a la pobreza absoluta —le dijo, sonriente. Él rodó los ojos, Keva se limitó a girarse mientras aplaudía—. Perfecto. Menos mal que no tenemos que hacerlo con un espray, la última vez Pamela se pasó media hora hablando con su madre y casi pensé que se me iba a caer la mano de tanto apretar.

—¿De qué estás hablando? —preguntó el novato mientras Keva metía las monedas y miraba al selector durante unos segundos antes de ponerlo en la posición «LLUVIA FINA».

—Mensajería I —contestó Keva. El día en el que Quirón le había hablado sobre el método de mensajería de los mestizos no había sido el mejor de sus momentos. Había estado emocionada, pensando que por fin podría ver a su tío aunque estuviera en manos de los deseos de una diosa desconocida. Sin embargo, nunca había funcionado. Podía comunicarse con otra gente sin problemas. Iris es una diosa ocupada, pero siempre había sido capaz de transmitir sus mensajes. Podía hablar con Jessica, la antigua consejera de la cabaña once que se había marchado al mundo mortal para ir a la universidad, con Pamela cuando volvía con su madre. Podía hablar con quien deseara, pero no con la persona con la que más necesitaba hablar. Con el tiempo, dejó de intentarlo.

—¿Mensajería instantánea?

—Mensajería Iris —corrigió Annabeth—. La diosa del arco iris, Iris, transporta los mensajes para los dioses. Si sabes cómo pedírselo, y no está muy ocupada, también lo hace para los mestizos.

—¿Invocas a la diosa con una manguera?

Keva lo miró de reojo, antes de girarse para apuntar el pitorro al aire. El agua salió en una fina lluvia blanca, y ella casi deseó ir al supermercado más cercano para mangarse un gel y un champú para echarse una ducha. Arrugó la nariz, probablemente no sería buena idea. Ya tenía bastante con ser una criminal molesta-abuelas buscada.

—A menos que conozcas una manera más fácil de hacer un arco iris.

Aunque ya lo hubiera visto antes (y observado durante un buen rato por culpa de los cotilleos de Pamela y su madre), Keva nunca dejaba de maravillarse ante la vista de su pequeño arco iris personal. Sonrió, mirando como la luz de la tarde se filtraba entre el agua y se descomponía en colores. Podía recordar a su tío colocando una mano en su hombro y diciendo que alzara la cabeza para contar los colores del cielo. Siempre conseguía calmarla.

—El dracma, por favor —pidió Annabeth, tendiéndole una mano al novato. Keva salió de su ensueño.

—A mí me quedan dracmas —dijo, moviendo su mentón en dirección a su mochila, con cuidado de no mover sin querer la manguera y mojarse. Ella no es ninguna hija del dios de los váteres (señor, perdóneme, viva Nemo).

—No pasa nada —suspiró el novato, dándole el dracma a Annabeth—. Usaremos los tuyos la próxima vez que necesitemos invocar a un ser inmortal antiguo mediante una manguera.

Annabeth levantó la moneda por encima de su cabeza.

—Oh, diosa, acepta nuestra ofrenda —Lanzó el dracma dentro del arco iris, que desapareció con un destello dorado—. Colina Mestiza.

Por un momento, todo lo que pudieron ver fue el pequeño arco iris. En el siguiente instante, Keva se llenó de nostalgia. No hacía tanto tiempo desde que se había ido, deseando por fin poder salir al mundo mortal, pero ahora que lo veía... La niebla sobre los campos de fresas, el canal de Long Island Sound en la distancia como una especie de postal, el porche de la Casa Grande. Lo añoraba. Echaba de menos incluso más al tipo que les daba la espalda.

Keva sonrió de oreja a oreja, dejando el pitorro en manos de Grover mientras se lanzaba delante para poder ver mejor.

—¡Luke! —lo llamó, compartiendo una mirada con el novato cuando ambos hablaron al mismo tiempo.

Luke se volvió, sorprendido.

—¡Keva, Percy! —exclamó, sonriente—. ¿Y ésa es Annabeth? ¡Alabados sean los dioses! Eh, chicos, ¿estáis bien?

—Estamos... bueno... Sí, bien —balbuceó Annabeth. Se alisaba la camiseta sucia y se peinaba para apartarse el pelo de la cara. Keva refunfuñó, ya estaba acostumbrada a tales cosas por Pamela, pero en serio. ¿Acaso a todo el mundo tenía que gustarle Luke?—. Pensábamos que...

—¿Dónde está Quirón? —interrumpió Keva. Si esperaban a doña Julieta estarían ahí por un buen rato.

—Está abajo en las cabañas —La sonrisa de Luke desapareció— Estamos teniendo algunos problemas con los campistas. Escuchad, ¿va todo bien? ¿Le ha pasado algo a Grover?

—¡Estoy aquí! —gritó Grover, apartando el pitorro y entrando en el campo de visión de Luke—. ¿Qué clase de problemas?

Justo en ese momento un enorme coche se metió en el lava coches con la radio emitiendo hip hop a tope. Keva frunció el ceño mientras el coche entraba en la cabina de al lado, la vibración del bajo haciendo temblar el suelo.

—Quirón tenía que... ¿Qué es ese ruido? —preguntó Luke.

—¡Yo me encargo! —exclamó Annabeth, aparentemente aliviada por tener una excusa para apartarse de en medio—. ¡Venga, Grover! Keva, tú también.

—¡Pero yo quiero hablar con Luke! —se quejó Keva, sin embargo, ante la mirada que le envió la chica búho se limitó a resoplar por lo bajo—. No te soporto. Luke, saluda a Meera de mi parte. Y dile a los Stoll que como me encuentre otra chincheta en mi cama cuando vuelva van a acabar en el fondo del lago. Vamos, flautista de Hamelín.

—¿Qué? —dijo Grover—. Pero...

—¡Dale a Percy la manguera y ven! —ordenó Annabeth.

Grover murmuró algo sobre que las chicas eran más difíciles de entender que el oráculo de Delfos, le entregó la manguera al novato y caminó hacia ellas.

—¿Por qué no puedes dejarme a mí en paz? —masculló Keva—. Desarrollas una especie de crush extraño con Luke y ahora te da un ataque cada vez que lo ves.

—¡Shh! —chistó Annabeth, pellizcando su cuello mientras lanzaba una última sonrisa nerviosa en dirección de Luke, que entre toda la música no había escuchado nada—. Vamos.

Keva rodó los ojos, masajeando la piel de su cuello suavemente mientras dejaban al chico nuevo con Luke. Lo último que escuchó fue algo sobre Quirón deteniendo una pelea. ¿Qué estaba pasando ahora en el campamento? ¿Habían ido las cazadoras de Artemisa de visita otra vez? Retuvo un escalofrío, si fuera así se alegraba de no estar ahí.

—¡Hey! —gritó Annabeth, acercándose hacia el hombre lavando su coche con la expresión más mezquina que una niña de doce años podría lograr—. ¡Baja eso!

El hombre se giró hacia ellos, frunciendo el ceño cuando observó a un grupo de colegiales mirándole con mala cara.

—Ahora, ¿por qué haría yo eso?

Annabeth miró hacia ella y asintió. Keva sonrió, frotándose las manos como una especie de villana infantil cutre. Finalmente, algo de diversión.







Grover se estaba retorciendo de la risa mientras caminaban, Annabeth agarrándose los costados, entretanto Keva andaba con un rostro sospechosamente presumido.

—¡El pobre hombre! —se carcajeó Grover—. Nunca había visto a un hombre adulto tan asustado antes.

—Eso le enseñará a respetar el poder de las plantas —dijo Keva, sonriendo ampliamente mientras ellos reían otra vez al doblar la esquina, deteniéndose abruptamente a encontrarse con el novato. Esa no parecía una cara de buenas noticias—. ¿Qué pasa, chico nuevo?

—¿Qué te ha dicho Luke? —preguntó Annabeth.

—No demasiado —contestó—. Bueno, vamos a buscar algo de cenar.

El novato era un mal mentiroso muy obvio, pero se veía tan apenado que Keva no tuvo el valor de echárselo en cara y buscar por respuestas. Así que con un encogimiento de hombros, empezaron su camino. Unos minutos más tarde Keva se había deslizado junto a Annabeth en el reservado de un comedor, rodeados por familias tragando hamburguesas y niños sorbiendo refrescos ruidosamente. Cuando la camarera se acercó a ellos, fue con una ceja arqueada con aire escéptico y una expresión similar al del hombre del lava coches.

—¿Y bien?

—Bueno... queríamos pedir la cena —dijo el chico nuevo.

—¿Tenéis dinero para pagar, niños?

El labio inferior de Grover empezó a temblar y el estómago de Annabeth parecía bramar junto a ella. Keva miraba a la camarera, pensando en si habría alguna manera de convencerla de que monedas extrañas y trozos de lata eran un método de pago perfectamente válido. Y si no... es buena actriz, ¿cierto? Si se pone a llorar por todo el restaurante la mujer no tendrá más remedio que darles comida, al menos para evitar tener que fregar todo el suelo de sus lágrimas. Estaba a punto de probar sus dotes en el lloriqueo artístico cuando se escuchó un rugido que sacudió el edificio: una motocicleta gigantesca acababa de parar junto al bordillo. Keva resopló.

—Oh, genial. Al menos no viene con música de hip hop a toda mecha.

Al hablar, se dio cuenta de que todas las conversaciones se habían detenido. El comedor estaba en completo silencio. Mirando de nuevo a la motocicleta, podía entender la razón. El faro era rojo, con dibujos de llamas en el depósito de gasolina. A los lados llevaba fundas para escopetas, con escopetas incluidas (Keva casi podía escuchar el jadeo de Meera, "¡el control de armas es un desastre!"). Meera odiaría incluso más el asiento de cuero, que más que cuero parecía ser piel humana. Y desde luego que no le agradaría el tipo que se bajaba en ese momento de la motocicleta. Iba vestido con una camiseta de tirantes roja, tejanos negros y un guardapolvo de cuero negro (al menos, ella esperaba que fuera cuero esta vez), y llevaba un cuchillo de caza sujeto al muslo. Tras sus gafas rojas Keva podía ver un rostro técnicamente atractivo si te iba ese estilo, pero cruel y brutal de una manera que le resultaba conocida. Llevaba el pelo cortísimo, como de estilo militar, y negro brillante. Sus mejillas parecían haber pasado por un campo de batalla antes de decidir irse a comer patatas fritas, estaban surcadas de cicatrices.

Ahora, Keva no era ninguna genia. Pero reconocería esa energía y expresión en cualquier parte. Después de todo, había crecido viéndola en ciertos campistas. Abrió los ojos como platos, golpeando la mano de Annabeth insistentemente. Compartiendo una mirada alarmada, se echaron hacia atrás imperceptiblemente cuando al entrar el motociclista al restaurante se produjo una corriente de aire cálido y seco. Los comensales se levantaron como hipnotizados, pero el motorista hizo un gesto con la mano y todos volvieron a sentarse. Regresaron a sus conversaciones. Keva quiso golpearse la cabeza contra el filo de la mesa. ¿Acaso el novato era un amuleto de la mala suerte? Atraer la atención del dios de la guerra no podía ser buena señal.

—¿Tenéis dinero para pagar, niños? —repitió la camarera, parpadeando como si estuviera saliendo de una pausa publicitaria.

—Ponlo en mi cuenta —respondió Ares, metiéndose en el reservado junto a ellas, Keva y Annabeth quedando básicamente aplastadas contra la ventana. Ella arrugó la nariz, intenta no pensar mucho en los dioses, pero esperaba que olieran mejor. Aunque pensándolo mejor... de tal palo, tal astilla. El dios levantó la vista y Keva casi juró que podía escuchar sus pensamientos, pero simplemente miró a los ojos de la camarera—. ¿Aún sigues aquí?

La joven se puso rígida, se volvió automáticamente y regresó a la cocina. Ares se giró hacia el chico nuevo, mirándolo fijamente. Echando un vistazo a la expresión amarga en su rostro, Keva podía imaginarse los efectos que le estaba causando la presencia del dios. Ares le dedicó una sonrisa pérfida.

—Así que tú eres el crío del viejo Alga, ¿eh?

Si estaba sorprendido o asustado de alguna forma, no lo mostró. Más bien, parecía irritarse por momentos y Keva temía que terminara haciendo algo imprudente.

—¿Y a ti qué te importa?

Justo como eso. Keva ni siquiera tenía espacio suficiente para suspirar sin que se le clavara el codo del dios de la guerra.

—Novato, él es...

Ares levantó la mano. Keva se pegó más a Annabeth, quien soltó un quejido pero no se movió.

—No pasa nada —dijo—. No está mal una pizca de carácter. Siempre y cuando te acuerdes de quién es el jefe. ¿Sabes quién soy, primito?

Ver a un dios reconociendo la relación familiar con un semidiós era algo extraño. Mirando al gigantón y al escuálido niño de doce años frente a ella, no te imaginarías que de alguna manera podrían ser primos. Keva se rehúso a pensar en su propia conexión familiar.

—Eres el padre de Clarisse —respondió el chico nuevo—. Ares, el dios de la guerra.

El dios sonrió y se quitó las gafas. Keva tuvo que tornarse para poder ver lo que había dejado al novato frunciendo el ceño, y casi deseó no haberlo hecho. En vez de ojos, Ares solo tenía fuego, cuencas vacías en las que refulgían explosiones nucleares en miniatura. Entre esto y Argos... No era una vista agradable, pero ganaría Argos por goleada.

—Has acertado, pringado. He oído que le has roto la lanza a Clarisse. Y tú —dijo entonces, mirando hacia Keva, quien se puso tan rígida como la pobre camarera—, ¿no fuiste la que le hirió el brazo a Kyle?

Keva parpadeó. No estaba muy segura de su nombre, pero se imaginaba que Kyle sería el hijo de Ares al que había dañado con su daga en el último captura la bandera. Se quedó sin palabras, ¿qué se supone que debía decir ahora? Afortunadamente para ella, el novato saltó primero.

—Lo estaba pidiendo a gritos.

Ares se giró de vuelta con una sonrisa socarrona.

—Probablemente. No intervengo en las batallas de mis críos, ¿sabes? He venido para... He oído que estabas en la ciudad y tengo una proposición que hacerte.

La camarera regresó entonces con bandejas repletas de comida: hamburguesas con queso, patatas fritas, aros de cebolla y batidos de chocolate. A Keva se le hacía la boca agua. Ares le entregó unos dracmas y la camarera miró con nerviosismo las monedas.

—Pero éstos no son...

Ares sacó su enorme cuchillo y empezó a limpiarse las uñas.

—¿Algún problema, chata?

La camarera se tragó las palabras y se marchó sin rechistar. Keva frunció los labios. Okay, sabe que ella estaba pensando en básicamente timarla con monedas que no sirven y trozos de lata, pero eso es demasiado.

—Eso está muy mal —le dijo el novato a Ares, lo que era más gracioso de lo que debería haber sido. ¿Un semidiós dando lecciones de moralidad al dios de la guerra?—. No puedes ir amenazando a la gente con un cuchillo.

Ares soltó una risotada y luego dijo:

—¿Estás de broma? Adoro este país. Es el mejor lugar del mundo desde Esparta. ¿Tú no vas armado, pringado? Pues deberías. Ahí fuera hay un mundo peligroso. Y eso nos lleva a mi proposición. Necesito que me hagas un favor.

Keva se echó hacia atrás. Oh, esto no me gusta.

—¿Qué favor puedo hacerle yo a un dios?

—Algo que un dios no tiene tiempo de hacer. No es demasiado. Me dejé el escudo en un parque acuático abandonado aquí en la ciudad. Tenía cita con mi novia pero nos interrumpieron. En la confusión me dejé el escudo. Así que quiero que vayas por él.

—¿Por qué no vas tú?

Keva se quedó boquiabierta. ¿Acaso este chico tiene un deseo de muerte? Annabeth le metió unas patatas en la boca. Keva la cerró y masticó lastimeramente. Solo quiere salir viva de esto, ¿acaso es mucho pedir?

—También podrías preguntarme por qué no te convierto en una ardilla y te atropello con la Harley. La respuesta sería la misma: porque de momento no me apetece. Un dios te está dando la oportunidad de demostrar qué sabes hacer, Percy Jackson. ¿Vas a quedar como un cobardica? —Se inclinó hacia él—. O a lo mejor es que sólo peleas bajo el agua, para que papaíto te proteja.

El rostro del novato pareció enrojecer y palidecer a la vez, y Keva sabía que era más enfado que otra cosa. El poder del dios de la guerra causaba la ira tanto como la alimentaba. Tanto Keva como Annabeth y Grover podían sentirlo, pero con menos intensidad. La atención de Ares estaba puesta en el chico frente a él, y el novato era quien sentía más sus efectos. Solo quedaba confiar en que sería capaz de reprimirse.

—No estamos interesados —repuso—. Ya tenemos una misión.

Una que se les haría más difícil con otro dios como enemigo, pero Keva no iba a decir eso. Tampoco le apetecía demasiado ser enviada por el dios de la guerra a otro encargo como si fueran una especie de sirvientes mortales diminutos, pero, ¿acaso tenían otra opción?

—Lo sé todo sobre tu misión, pringado. Cuando ese objeto mortífero fue robado, Zeus envió a los mejores a buscarlo: Apolo, Atenea, Artemisa y yo, naturalmente. Ahora bien, si yo no percibí ni un tufillo de un arma tan poderosa... —se relamió, como si el pensamiento del rayo maestro le diera hambre. Keva tomó otro puñado de patatas fritas—, pues entonces tú no tienes ninguna posibilidad. Aun así, estoy intentando concederte el beneficio de la duda. Pero tu padre y yo nos conocemos desde hace tiempo. Después de todo, yo soy el que le transmitió las sospechas acerca del viejo Aliento de Muerto.

"Viejo Aliento de Muerto". Keva casi deseaba que Meera estuviera ahí, al menos así sabría de primera mano que no es tan malo llamarle "el tío de abajo".

—¿Tú le dijiste que Hades robó el rayo?

—Claro. Culpar a alguien de algo para empezar una guerra es el truco más viejo del mundo. En cierto sentido, tienes que agradecerme tu patética misión.

—Gracias —farfulló el novato, como si estuviera perdiendo años de vida solo por pronunciar esas palabras.

—Eh, ya ves que soy un tío generoso. Tú hazme ese trabajito, y yo te ayudaré en el tuyo. Os prepararé el resto del viaje.

—Nos las arreglamos bien por nuestra cuenta.

—Bueno, yo no diría eso —murmuró Keva, sorbiendo su batido. Annabeth, la única que había podido escucharla, resopló.

—¿Cómo puedes comer en esta situación?

Keva le dirigió una mirada ofendida.

—¿Cómo puedes tú no comer en esta situación? Parece que vas a desmayarte en cualquier momento.

Annabeth rodó los ojos.

—Sí, seguro —contestó Ares, sin prestar atención a Keva y la chica búho—. Sin dinero. Sin coche. Sin ninguna idea de a qué os enfrentáis. Ayúdame y quizá te cuente algo que necesitas saber. Algo sobre tu madre.

El novato se enderezó y Keva masticó su hamburguesa, pensativa. ¿Acaso no estaba muerta su madre? Por cruel que fuera, no había nada que pudieran hacer por la pobre mortal ahora.

—¿Mi madre?

Ares sonrió.

—Eso te interesa, ¿eh? El parque acuático está a un kilómetro y medio al oeste, en Delancy. No puedes perderte. Busca la atracción del Túnel del Amor.

—Eso no suena nada divertido —susurró Keva a Annabeth. Ella la miró como si deseara poder pellizcarla otra vez.

—¿Qué interrumpió tu cita? —le preguntó el novato—. ¿Te asustó algo?

No por primera vez desde que había empezado la misión, Keva se preguntó si no hubiera sido posible encontrar un compañero con menos ganas de morder el polvo. O de tentar al destino, lo que terminaría en lo mismo con su condición como semidiós.

—Tienes suerte de haberme encontrado a mí, pringado, y no a algún otro Olímpico. Con los maleducados no son tan comprensivos como yo. Volveremos a vernos aquí cuando termines. No me defraudes.

Después de eso, fue como si hubiera caído en el mismo trance que la pobre camarera. Cuando abrió los ojos y parpadeó, Ares ya había desaparecido.

—No me gusta —dijo Grover—. Ares ha venido a buscarte, Percy. No me gusta nada de nada.

Ahora eso era algo en lo que podían estar de acuerdo, se dijo Keva, dejando su batido de lado por el momento.

—Quizá no fue más que un espejismo —contestó el novato—. Olvidaos de Ares. Nos vamos y punto.

—No podemos —contestó Annabeth—. Mira, yo detesto a Ares como el que más, pero no se puede ignorar a los dioses a menos que quieras buscarte la ruina. No bromeaba cuando hablaba de convertirte en un roedor.

—¿Por qué nos necesita para una tarea tan sencilla?

—¿Porque es más fácil hacer que unos mestizos se encarguen de la faena? —sugirió Keva.

—Bueno, sí —respondió Annabeth—. Pero a lo mejor es un problema que requiere cerebro. Ares tiene fuerza, pero nada más. Y a veces la fuerza debe doblegarse ante la inteligencia.

—Pero ¿qué habrá en ese parque acuático? Ares parecía casi asustado. ¿Qué haría interrumpir al dios de la guerra una cita con su novia y huir?

Los tres se miraron nerviosamente.

—Me temo que tendremos que ir a descubrirlo —dijo Annabeth.







El sol se hundía tras las montañas cuando llegaron al parque acuático. Mirando el cartel, Keva podía asumir que originalmente se llamaba «waterland», pero algunas letras habían desaparecido, así que se leía: «WAT R A D». La puerta principal estaba cerrada con candado y protegida con alambre de espino. Dentro, enormes y secos toboganes, tubos y tuberías se enroscaban por todas partes, en dirección a las piscinas vacías. Entradas viejas y anuncios revoloteaban por el asfalto. Con el sol desvanecido y el parque desierto, el lugar daba tanto pena como grima.

—Si Ares trae aquí a su novia para una cita —dijo el chico nuevo mirando el alambre de espino—, no quiero imaginarme qué aspecto tendrá ella.

—Novato —advirtió Keva—, ten más cuidado con lo que dices.

—¿Por qué? No parecía que te gustara Ares más que al resto de nosotros.

Ella se encogió de hombros.

—Ni me va ni me viene, pero tienes que recordar que sigue siendo un dios. Además, su novia no es alguien a quien quieras cabrear.

—No insultes su aspecto —añadió Grover.

—¿Quién es? ¿Equidna?

—No; Afrodita... —repuso Grover y suspiró con tal embeleso que Keva quiso rodar los ojos—. La diosa del amor.

—Pensaba que estaba casada con alguien —dijo el novato—. ¿Con Hefesto?

Keva lo miró.

—¿Acaso sabes algo de mitología?

—Bueno... —contestó él, ansioso por cambiar de tema—. ¿Y cómo entramos?

—¡Maya! —De pronto surgieron las alas de los zapatos de Grover. El sátiro voló por encima de la valla, dio una especie de salto mortal y aterrizó en una plataforma al otro lado. Entonces se sacudió los vaqueros, como si lo hubiera planeado todo—. Vamos, chicos.

Keva se rio.

—No todos podemos volar, piloto.

Annabeth, el novato y Keva tuvieron que escalar a la antigua, aguantando uno a otro el alambre de espino para poder pasar por debajo. Al entrar se dedicaron a recorrer el parque, examinando las atracciones. Pasaron frente a la Isla de los Mordedores de Tobillos, Pulpos Locos y Encuentra tu Bañador. Tenía la sensación de que a su cabaña le encantaría ese sitio. Sin ataques de monstruos ni el menor ruido, se encontraron con una tienda de souvenirs, que había quedado abierta. Aún había mercancía en las estanterías: bolas de nieve artificial, lápices, postales y...

—Oh, gracias a los dioses. Ropa limpia —dijo Keva, acercándose. El novato la agarró del brazo.

—No puedes simplemente ir y...

Keva lo miró.

—¿Tú crees? —respondió, mientras veían como Annabeth agarraba una hilera de cosas y desaparecía en el vestidor. El novato parpadeó y Keva se deshizo de su agarre con una risa, entrando a la tienda y siguiendo el ejemplo de la chica búho.

A los pocos minutos salió con unos pantalones cortos de flores de Waterland, una gran camiseta roja de Waterland y unas zapatillas surferas del aniversario de Waterland. Si Drew viera su outfit le daría un ataque, después de todo su esfuerzo de hacerla ver presentable la noche en la que los Stoll la encerraron en la cabaña de Afrodita. Alzó la vista y vio a Annabeth frente a ella.

—Oh —dijo, sonriente—. Mira, combinamos.

Annabeth llevaba también una mochila Waterland colgada del hombro, llena con más cosas. Lo que le recuerda...

—Qué demonios —Grover se encogió de hombros.

En pocos minutos estuvieron los cuatro engalanados como anuncios andantes del difunto parque temático. Keva se aseguró de tomarse unas cuantas postales y bolas de nieve artificial como souvenirs para repartir entre su cabaña cuando volvieran (y de meter más ropa limpia, una nunca sabe cuando necesitará hacer promoción). Tras eso, siguieron buscando el Túnel del Amor.

—Así que Ares y Afrodita —habló el novato—, tienen un asuntillo.

—Ese chisme es muy viejo, Percy —dijo Annabeth—. Tiene tres mil años.

—¿Y el marido de Afrodita?

—Bueno, ya sabes... Hefesto, el herrero, se quedó tullido cuando era pequeño, Zeus lo tiró monte Olimpo abajo. Así que digamos que no es muy guapo. Habilidoso con las manos, sí, pero a Afrodita no le van los listos con talento, ¿comprendes?

—Le gustan los motoristas.

—Lo que sea.

—¿Hefesto lo sabe?

—Oh, claro —repuso Annabeth—. Una vez los pilló juntos.

—Literalmente —rio Keva.

—Quiero decir in fraganti —aclaró Annabeth, reprimiendo una sonrisa—. Entonces los atrapó en una red de oro e invitó a todos los dioses a que fueran a reírse de ellos. Hefesto siempre está intentando ridiculizarlos. Por eso se ven en lugares remotos como... —se detuvo, mirando al frente—. Como ése.

Era una piscina de por lo menos cuarenta y cinco metros de ancho y con forma de cuenco. Alrededor del borde, una docena de estatuas de Cupido montaba guardia con las alas desplegadas y los arcos listos para disparar. Al otro lado se abría un túnel, por el que Keva se imaginaba que corría el agua cuando la piscina estaba llena. Tenía un letrero que rezaba: «EMOCIONANTE ATRACCIÓN DEL AMOR: ¡ÉSTE NO ES EL TÚNEL DEL AMOR DE TUS PADRES!» Grover se acercó al borde.

—Chicos, mirad.

En el fondo de la piscina había un bote de dos plazas blanco y rosa con un dosel lleno de corazones. En el asiento izquierdo, reflejando la luz menguante, estaba el escudo de Ares, una circunferencia de bronce bruñido.

—Esto es demasiado fácil —dijo el novato—. ¿Así que bajamos y lo tomamos y ya está?

Annabeth pasó los dedos por la base de la estatua de Cupido más cercana.

—Aquí hay una letra griega grabada —dijo—. Eta. Me pregunto...

—Grover —llamó el chico nuevo—, ¿hueles monstruos?

Olisqueó el viento.

—Nada.

—Nada como cuando estábamos en el arco y no olfateaste a Equidna, o nada de verdad?

—Novato —masculló Keva. Lo menos que le faltaba era tener que aguantar las discusiones del novato con Grover también. Las que tenía con la chica búho eran suficientes, muchas gracias.

—Aquello estaba bajo tierra —refunfuñó.

—Vale, olvídalo —Inspiró hondo—. Voy a bajar.

—Te acompaño —Grover no parecía demasiado entusiasta, pero parecía querer enmendarse por lo sucedido en San Luis.

—No. Te quedarás arriba con las zapatillas voladoras. Eres el Barón Rojo, un as del aire, ¿recuerdas? Cuento contigo para que me cubras, por si algo sale mal.

A Grover se le hinchó el pecho.

—Claro. Pero ¿qué puede ir mal?

—No lo sé. Es un presentimiento. Keva, ven conmigo.

Keva arrugó la nariz.

—¿Tengo que hacerlo? —dijo, mirando las estatuas de Cupido—. Annabeth, ve tú.

—¿Yo, con Percy en... —se ruborizó levemente—, en la «emocionante atracción del amor»? Ni de broma, ve tú.

—¿Y si me ve alguien? —se quejó—. Se me caería la cara de vergüenza.

—¿Quién te va a ver? —replicó el novato, pero también se había ruborizado—. Vale, lo haré yo.

Empezó a bajar a la piscina y ella se quedó quieta por unos segundos hasta ceder, siguiéndole mientras mascullaba.

—Empiezo a entender porque las cazadoras de Artemisa hablan sobre como los chicos siempre lo embarullan todo.

Llegaron al bote. Junto al escudo había un chal de seda de mujer. Keva se cruzó de brazos, resoplando. Tenía que haber dejado que Annabeth fuera en su lugar. ¿Un túnel del amor? ¿En serio? Más vale que nadie se entere nunca de esto. Miró hacia el novato, quien sonreía de manera bobalicona mientras se acercaba el chal a la cara. Keva se lo arrebató con un suspiro.

—Nada de magia de amor para ti, novato. Ya tenemos suficiente entre manos.

—¿Qué?

Keva rodó los ojos.

—Tú encárgate del escudo, novato, y larguémonos de aquí.

El novato se acercó para recoger el escudo mientras Keva miraba hacia su alrededor. Frunció el ceño. ¿Acaso era eso...? Se giró hacia él a tiempo de verlo romper algo que unía al escudo al tablero de mandos.

—Oh, no.

—¿Lo siento? —intentó.

—Hay otra letra griega a este lado del bote, otra eta como la que vio Annabeth. Esto es una trampa.

Se produjo el chirriante ruido de un millón de engranajes que comenzaban a funcionar, como si la piscina se estuviera despertando.

—¡Cuidado, chicos! —gritó Grover.

Arriba, en el borde, las estatuas de Cupido tensaban sus arcos en posición de disparo (¡odia las estatuas!). No tuvieron tiempo de ponerse a cubierto antes de que dispararan, pero no hacia ellos sino unas a otras, a ambos lados de la piscina y se clavaban en el borde, formando un enorme entramado dorado. Entonces empezaron a tejerse hilos metálicos, entrelazándose hasta formar una red.

—Tenemos que salir de aquí.

—¡No me digas!

El novato agarró el escudo y echaron a correr, pero ir hacia arriba de la piscina no era tan fácil como bajar.

—¡Venga! —urgió Grover. Annabeth y él intentaban rasgar la red para abrir una salida, pero cada vez que la tocaban los hilos de oro les envolvían las manos.

De repente, las cabezas de los cupidos se abrieron y de su interior salieron videocámaras y focos que les cegaron al encenderse. Un altavoz retumbó: «Retransmisión en directo para el Olimpo dentro de un minuto... Cincuenta y nueve segundos, cincuenta y ocho...»

—¡Hefesto! —gritó Annabeth, deshaciéndose de los hilos—. ¡Cómo no me di cuenta antes! Eta es hache. Fabricó esta trampa para sorprender a su mujer con Ares.

—¡Si te hubieras dado cuenta antes hubiera sido genial! —chilló Keva—. ¡Ahora nos van a retransmitir en vivo al Olimpo! ¡No quiero aparecer en la tele! ¡Nunca me ha ido lo de ser una celebridad infantil!

A Hefesto no le importaba que Keva no albergara deseo alguno de hacerse famosa, pues cuando casi habían llegado al borde los espejos en hilera se abrieron como trampillas, de ellas emergió un torrente de diminutas cosas metálicas... Incluso desde arriba, el grito de horror de Annabeth se escuchó claro y conciso. Keva no era ninguna hija de Atenea, pero por los dioses, cómo odiaba esas cosas. Parecía un ejército de bichitos de cuerda: cuerpos de bronce, patas puntiagudas y afiladas pinzas, y se dirigían hacia ellos, en una oleada de chasquidos y zumbidos metálicos.

—¡Odio esto! —exclamó, para que quedara claro—. ¡Lo odio! ¡Lo odio!

Trastabilló y casi cayó hacia atrás, pero el novato logró cogerla del brazo antes y tiró de ella hacia el bote. Los diablillos mecánicos seguían aparecieron por todas partes, miles de ellas, bajando sin cesar a la piscina y rodeándolos. Keva quería creer que no estaban programadas para matar, pero era difícil olvidar que eso era una trampa para dioses. Y ellos definitivamente no lo eran. Empezaron a apartar arañas a patadas a medida que trepaban, Keva gritando como si eso le diera más fuerza, golpeándolas también con su mochila (esperaba que las bolas de nieve estuvieran bien, sino ya sabía a quien pedirle la indemnización). «Treinta, veintinueve, veintiocho...», proseguía el altavoz. Las arañas empezaron a escupir filamentos de metal buscando amarrarlos. Al principio fue fácil zafarse, pero había demasiados y las arañas no dejaban de llegar. El novato le apartó una de la pierna que se le había subido por la mochila, y otra se llevó un trocito de sus zapatillas surferas con las pinzas. Grover revoloteaba por encima de la piscina con las zapatillas voladoras, intentando perforar la red, pero no cedía. Keva no podía ver a Annabeth perfectamente desde ahí, pero podía divisar su cabellera rubia tras el sátiro, paralizada. «Quince, catorce, trece...», contaba sin pausa el altavoz. Ella no sabía que hacer, y tenía ganas de chillar. ¿¡Dónde están las plantas cuando se las necesita?!

—¡Grover! —gritó el novato de repente—. ¡Ve a la cabina y busca el botón de encendido!

—Pero...

—¡Hazlo!

Keva ni siquiera tenía tiempo de preguntarle qué diablos tenía entre manos, demasiado ocupada gritando mientras pateaba arañas. Grover se metió en la cabina y empezó a pulsar botones a la desesperada. «Cinco, cuatro...» El sátiro hizo señas con las manos, no había conseguido que pasara nada. El novato cerró los ojos entonces, lo que no era precisamente un buen plan, ¿pero qué le iba a decir? Se limitó a seguir deshaciéndose de las arañas, poniéndose la mochila de nuevo en la espalda. «Dos, uno, ¡cero!» Las tuberías se sacudieron y el agua inundó con un rugido la piscina, arrastrando las arañas. El chico nuevo tiró de ella para sentarla a su lado y Keva se abrochó el cinturón apresuradamente justo cuando la primera ola les cayó encima y acabó con todas las arañas. El bote viró, se levantó con el nivel del agua y dio vueltas en círculo encima del remolino.

Keva estaba demasiado ocupada quedándose boquiabierta como para hablar, pero se permitió un segundo para pensar mientras miraba como las arañas chisporroteaban en cortocircuito. Nunca había conocido a un hijo de los Tres Grandes antes, con la hija de Zeus muriendo trágicamente antes siquiera de entrar al campamento, pero podía entender porque a los dioses les ponía nerviosos su existencia. Porque un juramento había sido necesario. Su poder era asombroso, casi terrorífico. Las explosiones de las arañas que se cortocircuitaban con fuerza solo le daban más la razón. Los focos que los iluminaban llamaron su atención, no lo suficientemente brillantes como para cegar su vista, pero molestos. Las cámaras cupido filmaban en directo para el Olimpo, lo cual iba totalmente en contra al acuerdo que nunca había firmado, si te lo preguntas. ¿Qué pasa con sus derechos?

El bote seguía la corriente y su estómago dio un vuelco. Su derecho es vivir sin tener ganas de vomitar a cada rato de esta misión. Aun así, Keva no pudo evitar admirar como el novato era capaz de controlar el bote sin entrenamiento alguno. Cuando ella llegó al campamento, su poder sobre las plantas le llegó natural pero desastroso, y tomó mucho adiestramiento con la cabaña cuatro para llegar a tal punto. Todavía le quedaba mucho camino que recorrer, pero al menos ahora las plantas no rompían las ventanas de la cabaña once cada vez que Keva se cabreaba. El bote dio una última vuelta cuando el nivel del agua era casi tan alto como para cortarlos en tiras contra la red, entonces la proa viró en dirección al túnel y fueron lanzados a toda velocidad hacia la oscuridad. Solo pudieron sujetarse fuerte mientras gritaban al unísono cuando el bote remontó olas, pasó pegado a las esquinas y se escoró cuarenta y cinco grados al paso de imágenes de Romeo y Julieta y otro montón de cosas típicas de San Valentín.

—¡Vas a pagar por esto, Percy Jackson! —chilló Keva, agarrándose con fuerza a su cinturón.

En la recta final del túnel, la brisa nocturna les revolvió el pelo cuando el bote se lanzó hacia la salida. Si la atracción hubiese estado en funcionamiento, habrían llegado a una rampa entre las Puertas Doradas del Amor y, de allí, chapoteado sin problemas hasta la piscina de salida. Pero había un problema (cómo no): las Puertas del Amor estaban cerradas con una cadena. Un par de botes que al parecer habían salido del túnel antes que ellos se habían estrellado contra las puertas: uno estaba medio sumergido, y el otro partido por la mitad.

—¡Quítate el cinturón! —gritó el novato.

—¿¡Se te ha ido la pinza?! —gritó Keva de vuelta.

—A menos que quieras morir aplastada —contestó, amarrando el escudo de Ares a su brazo. Keva resopló, quitándose un mechón rebelde de la cara mientras metía el chal de Afrodita en su mochila a toda prisa—. Tendremos que saltar.

Keva pudo entender su plan, pero eso no significa que le gustara en lo más mínimo. No tenía más remedio, de todos modos, así que se limitó a asentir y a agarrarle la mano con fuerza. Las puertas se acercaban a gran velocidad.

—Yo doy la señal —dijo él.

Keva frunció el ceño, de repente recordando todas las lecciones por las que Meera le había hecho pasar. "Es por si algún día las necesitas, nunca se sabe" le decía siempre, mientras ella resoplaba, "¿para qué se supone que voy a necesitar esto?". Ahora lo entendía.

—No —respondió—. La doy yo.

—Pero, ¿qué...?

Ella no era descendiente de Atenea, y eso siempre había sido obvio. Pero se sentía confiada en ese tema, y en ello les iban sus oportunidades de sobrevivir.

—¡Me lo enseñó Meera! —gritó—. ¡Es física sencilla 101, o lo que sea! La fuerza calcula el ángulo de la trayectoria...

—¡Vale! —exclamó él—. ¡Tú das la señal!

Keva asintió y miró hacia las puertas que se acercaban cada vez más y más. Con los ojos entrecerrados y el corazón latiendo como loco, esperó hasta gritar: —¡Ahora!

Estaba en lo correcto (Meera estaría tan orgullosa, su arduo trabajo valió la pena). Consiguieron el máximo impulso, pero fue más del que necesitaban. El bote se estrelló contra las barcas estropeadas y salieron despedidos violentamente por el aire, justo por encima de las puertas y la piscina, directos al sólido asfalto. Keva ni siquiera tuvo tiempo de gritar, cuando algo la agarró por detrás.

—¡Hey! —se quejó entonces, incluso cuando el alivio la inundó. Grover había podido atraparlos en pleno vuelo, a ella por el brazo (¡auch!) y al novato por la camisa, e intentaba evitar un aterrizaje accidentado, pero iban demasiado deprisa.

—¡Pesáis demasiado! —dijo Grover—. ¡Nos caemos!

Descendieron al suelo en espiral, el pobre Grover esforzándose por amortiguar la caída. Chocaron contra un tablón de fotografías y la cabeza del sátiro se metió directamente en el agujero donde se asomaban los turistas para salir en la foto como "Noo-Noo, la ballena simpática". El novato y Keva cayeron contra el suelo duramente, pero al menos estaban vivos y no habían perdido el dichoso escudo. Entonces escuchó a Annabeth corriendo hacia ellos.

—¿¡Estáis bien?!

Keva estaba demasiado ocupada intentando recuperar el aliento, así que se limitó a mostrarle su pulgar hacia arriba. En cuanto se recuperaron y Annabeth dejó de revolotear alrededor de ellos preocupadamente, liberaron a Grover del tablón y le dieron las gracias por salvarles la vida. Ella palmeó su hombro.

—Gracias, piloto. Te debo varias latas de regalo.

Él sonrió y Keva le devolvió la sonrisa, girándose entonces para mirar la Emocionante Atracción del Amor. El agua menguaba. Su bote, estrellado contra las puertas, había quedado hecho trizas. Cien metros más allá, en la piscina, los cupidos seguían filmando. Las estatuas habían girado de manera que las cámaras y las luces los enfocaban. Ella frunció los labios. ¿Acaso no habían tenido suficiente con todo el espectáculo?

—¡La función ha terminado! —gritó el novato—. ¡Gracias! ¡Buenas noches!

Los cupidos regresaron a sus posiciones originales y las luces se apagaron. El parque quedó tranquilo y oscuro otra vez, excepto por el suave murmullo del agua en la piscina de salida de la Emocionante Atracción del Amor. Keva se preguntó si su madre la habría visto, haciendo el ridículo para todo el Olimpo. Si antes no había querido reconocerla, ahora... El novato se giró hacia ellos, con una expresión tan molesta que ella se alegró de no estar en el extremo receptor de su enfado.

—Vamos a tener unas palabritas con Ares.

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