Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Prefacio




Grises. Los ojos de su madre fueron grises. Los de ella eran de un marrón profundo casi ofensivo en comparación con los de Teresa Marlowe. No había nada de su madre en ella, así que quiso imaginar cómo habría sido su rostro si tuviera sus ojos, ¿se parecerían? ¿o sería solo el rostro de Sebastian con ojos diferentes? Suspiró, no sabía por qué solía imaginar cosas imposibles. Nunca dejaban nada bueno, aun así, a veces le era imposible no hacerlo.

Su madre no había sido la típica belleza radiante cual sol en primavera, pero eso no significó que no fuera preciosa cuando viva; de piel pálida y cabello negro, sus cualidades fueron de algún modo sombrías. Tenía un aura misteriosa, la mirada enigmática y labios carnosos, Raph estuvo segura de que su sonrisa debió ser encantadora.

Acarició con la yema de los dedos la superficie fría del vidrio y volvió a suspirar. No la había conocido lo suficiente como para recordarla, murió cuando tenía dos años y desde entonces su único contacto había sido a través de las fotografías que existían en casa, aunque para verlas tuviese que romper las reglas de su padre.

Continuó observando el rostro sereno de la mujer que la miraba sin vida. No parecía feliz, tampoco triste, pero sus hombros lucían caídos y, pese a tener la piel brillante y la mirada estoica, la foto para Raphaella gritaba desolación. No pudo imaginarse siquiera la vida de Teresa en la casona, tan grande y lujosa como vacía.

Desde que tuvo uso de razón nunca sintió que bajo el techo Marlowe existiera una familia. Había un equipo, sí, indudablemente, que buscaba ser el mejor en todo y aprender constantemente, mas no una familia a la que pudiera recurrir en caso de sentirse sola, como siempre había hecho. El significado de familia para los Marlowe era muy diferente: era la estirpe y el poder de la sangre, era la capacidad de superar a los demás. Era la valía de los hechiceros. Su madre seguramente hubiese podido entenderla. Cada vez que veía las fotografías en el despacho de su padre no podía evitar pensar en que quizá, si todavía viviera, la casa y su vida misma tendrían un poco más de luz.

Raphaella dejó el portarretratos en su lugar y cogió otro ubicado en el librero detrás del escritorio. Las fotografías de Teresa Marlowe solo Sebastian las conservaba, nunca entendió por qué, si todos los que dormían bajo su resguardo llevaban su sangre, todos la amaron cuando viva y estaba segura de que su amor no había muerto con ella. Sin embargo, no se había atrevido a cuestionar a su padre, si lo hacía bien sabía que una reprimenda sería la respuesta.

Recordó los rumores que en la escuela escuchaba. Algunos eran demasiado crueles que apuntaban a su padre como el hechicero que humillando a una casa inferior consiguió que su madre aceptara participar en la Prueba de Sangre Digna. De esos rumores, Raph no podía saber la verdad; no obstante, lograr ser esposa de la tercera casa más importante no podía significar algo malo, por lo que le era difícil entender cuál era el problema para Teresa, claro, es que hubo alguno, aunque Raph estaba casi segura de que nunca lo hubo.

A pesar de su corta edad, entendía que las cuestiones nupciales en el mundo de los hechiceros no tenían nada que ver con los sentimientos, sino con el poder y honor. La sangre fuerte se mezclaba solo con la que era digna de hacerlo. La mujer que fuera lo bastante vigorosa como para llevar en su vientre el hijo heredero sería elegida y criada bajo un nuevo seno... Si su madre siguiera viva, podría explicarle mejor las cosas y revelar al mundo la verdad: que amaba a Sebastian. Acarició una vez más la fotografía.

Todos tenían prohibido entrar en el estudio de su padre, pero Raphaella, en su búsqueda por sentir una conexión con esa mujer, había logrado burlar la cerradura para ver su rostro. Una vez pudo hacerlo se convirtió en un hábito. Uno que no le afectaría a no ser que fuera descubierta. Su cuerpo tembló al imaginar lo que su padre podría hacerle.

Las cosas que el Dómine Marlowe guardaba en su mayoría eran bajo sellos mágicos; no obstante, el estudio pocas veces tenía la cerradura hechizada. Su padre imponía una presencia tal que sus hermanos y ella eran reprendidos con solo una mirada. Sebastian tenía una fuerza inusitada en su manera de andar, de hablar y hasta de pararse que cohibía a casi todos los hechiceros, sus hijos en primera fila. Sin siquiera intentar negarlo, Raphaella admitía que quería algo de eso para sí misma. Quería ser importante, quería ser respetada y quería ser temida; no sentía particular atracción por seguir el camino habitual para las hechiceras.

Sus pensamientos se rompieron cuando escuchó pisadas que se acercaban. Su corazón latió con fuerza y sus pequeñas manos comenzaron a sudar. No tenía problemas con obviar las reglas siempre y cuando no fuera descubierta, pero ahora... Los castigos nunca eran suaves. El calor del Señor Fuego volvió a su piel y tiritó. No hacía frío en la habitación. El recuerdo se coló a su mente, mas lo obligó a alejarse, no era el momento para entrar en pánico.

Dejó el portarretratos en el librero tan deprisa que no tuvo cuidado de colocarlo de la manera en que lo había encontrado. Sus ojos recorrieron con celeridad el entorno, buscando cuál sería el mejor lugar para ocultarse. Terminó haciéndolo en un armario, se metió de forma tan brusca que un par de objetos cayeron y chocaron en su cabeza. No se quejó aun cuando dolió.

—Adeline ya está comprometida. —Esa era la voz de su padre.

—Sí, pero con alguien inferior a su estirpe. Debiste prepararla mejor. —Un hombre de cabello cenizo se acercó más a él—. Entiendo que no poseyera un gran potencial como hechicera dado que su don es uno tradicional, pero podía hacer más. ¿Estás seguro de que se trata de tu hija? Eres el tercero en la jerarquía. Todos saben de lo que pasó antes de que Teresa se casara contigo.

Raph no reconoció al hechicero que estaba en el estudio. Quiso escanearlo para saber qué clase de magia practicaría, pero se contuvo, de hacerlo ambos la percibirían.

—¿Qué estás insinuando? —inquirió su padre con la voz cargada, una amenaza.

—No insinúo nada, me remito a los hechos. Cassian e Iskander son muy buenos con su magia, el fuego de tu primogénito es casi celestial y la maestría con la que Iskander maneja las joyas es también admirable. Incluso la pequeña Raphaella parece tener gran poder, su aura es brillante —respondió taimado—. Me pregunto a qué se deberá que solo los varones de tu casa tengan un gran parecido contigo, la más pequeña apenas tiene tus ojos, pero ¿son realmente tuyos?

Raphaella no evitó sentirse un poco feliz al ser mencionada. Como la cuarta hija de una familia no tenía mucho futuro en la magia. No porque careciera de la habilidad o de conductos mágicos, sino porque el conocimiento de los Domini de familia siempre era transmitido al primer varón, a los demás solo se les instruía en potenciar sus poderes, sin conocimiento de los orígenes y sin ampliación a sus recipientes. Así que bien sabía que a lo que podía aspirar era a ser lo suficientemente digna de un tercero en la línea de sucesión, se casaría y luego desaparecería del mapa. Ese era el futuro de las mujeres en la hechicería. Nacer, parir y morir.

Hizo un puchero. No le interesaba casarse, estaría sola y estudiaría para demostrarle al mundo que sin ayuda también se podía llegar alto, que solo bastaba un cerebro y una voluntad inamovible.

—Mi esposa siempre me fue leal.

—¿De verdad quieres ayudar, Domĭnus?

—Eso es algo que discutiré con nuestro líder, no con un simple mensajero.

El visitante inclinó su cuerpo en señal de respeto y luego se marchó. Los minutos pasaron y conforme lo hicieron, la posición y el escondite de Raphaella comenzaron a ser dolorosos. Se removió incómoda.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir allí? —Su padre buscaba un libro en los estantes que se hallaban detrás de su escritorio, acomodó el portarretratos que antes había tomado.

Imposible. ¿La había descubierto? ¿Desde cuándo sabía que ella estaba allí?

«No, no lo ha hecho. Quizá hable con alguien más»

—Sal de allí, Raphaella —ordenó y en su voz no había nota de paciencia—. Tienes tres segundos.

Entonces, supo que ya no podía seguir dentro, con las rodillas temblando abandonó su escondite y agachó la mirada. No quería encontrarse con los fríos ojos oscuros de Sebastian.

—Perdón, padre —dijo en un hilo de voz.

—Sabes que no debes entrar aquí. —La tomó del brazo izquierdo y de su mano emergieron pequeñas llamas azules que amenazaron con consumir su carne—. Dime qué escuchaste.

Sus pequeños ojos se llenaron de lágrimas al sentir su brazo arder, intentó retirarlo.

—Dime. —Sebastian presionó el agarre.

—Nada, nada. Lo juro, padre, no escuché nada. Yo solo vine por mamá —explicó con la voz rota.

El hechicero presionó aún más su brazo y ella soltó un grito.

—Por favor, no —rogó.

Raph sabía que tan inútiles eran sus ruegos como podían ser sus lágrimas para apagar el fuego celestial de su padre; sin embargo, era una niña y conservaba la esperanza de que quizá al centésimo «por favor» él le perdonaría su traspié. No lo hizo.

Fue arrastrada al sótano, allí la sentó en el suelo sin delicadeza. El dolor del tirón le recorrió todo el brazo hasta el hombro, hizo una mueca con la cabeza gacha. Si la veía quejarse sería a peor. Luego alzó el rostro y observó a Sebastian mover los dedos tan rápido que le fue imposible seguir el patrón. Un círculo de llamas azules se creó a su alrededor casi de inmediato.

—No te quemarán mientras te mantengas quieta, pero intenta salir y tu piel será carbón —advirtió antes de irse.

Aun cuando de sus ojos brotaban gotas de sal, intentó no hacer ningún ruido que delatara todavía más su dolor. Al poco rato se cansó de llorar y comenzó a divagar, preguntándose si su madre hubiese sido igual de severa que su padre. Adeline decía que su madre pocas veces sonreía. También decía que sus padres nunca se llevaron bien, que no peleaban ni gritaban; sin embargo, se evitaban y pocas veces tenían momentos en familia. Para cuando Raph seguía siendo cargada su hermana tenía siete años.

Hundió sus manos en los bolsillos de su suetercito y reencontró uno de los gises con los que solía trabajar en clase de arte. Sonrió, si no podía salir al menos podía moverse dentro del círculo de fuego. Era bastante estrecho como para permitir grandes dibujos, pero a ella le bastaba con dibujar pentagramas.

En algún libro de su padre debió haberlos visto. Cuando se aburría solía bajar al sótano y tomar aquellos ligeros y que no representaban peligro para alguien inexperto en el mundo de la hechicería, los hojeaba sin prestar mucha atención salvo a las runas, los patrones y los símbolos que debían dibujarse. En ese momento por el lugar en el que se hallaba no había mucho más que hacer. Recordaba que eran para invocar a espíritus, fue la parte más fácil de aprender, esa y que el don era llamado magia negra, y era peligroso. Bufó, en el mundo de los hechiceros no había nada sin riesgos.

Se encogió de hombros. No importaba, igual y la magia negra lograba devorar el fuego. Elevó su brazo izquierdo y habló en latín mientas movía con torpeza los dedos recordando los patrones.

Vuelve, regresa de ese mar putrefacto

Habla y escucha, mi llamado te arrastra

Habla y escucha, responde a este acto

Alma del infierno, tu fuerza demuestra

Raph no esperaba nada, solo jugaba con las palabras que alguna vez leyó. Era más morbo que curiosidad por lo que lo hacía y, ciertamente estaba mal el procedimiento. Los llamados requerían catalizadores, un anzuelo para poder atraer al ser que se deseaba y no a otro; necesitaban sangre también, y varias cosas más que ya no recordaba. Pese a que solo jugaba...

Una mujer de cabello oscuro, largo y lacio apareció con una rodilla clavada en el suelo en medio del pequeño pentagrama. La figurilla no sería más grande que treinta centímetros, alícuota al círculo. La mujer alzó el rostro, su piel era blanca, sus ojos grises y su cuerpo pequeño, toda ella parpadeaba de manera intermitente, y cuando intentó hablar su voz se cortó a mitad de las palabras.

—Raphaella, ¿... ella, eres tú? —Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

La niña intentó retroceder; sin embargo, como su padre había dicho: las llamas besaron su piel y la obligaron a regresar.

—Soy yo, cariño, ... mamá...

Entonces, la reconoció. El timbre de su voz despertó memorias ocultas que había olvidado. Raph apretó la mandíbula. La persona en la fotografía de su madre era la misma que la miraba en esos momentos, con los mismos ojos grises apagados, las mejillas hundidas y las comisuras de los labios inclinadas.

—¿Mamá? —preguntó dubitativa.

—¡Raphaella! —La voz de su padre irrumpió en el sótano robándole la oportunidad a Teresa.

Su madre lo miró con terror dibujado en los ojos e intentó salir del pentagrama, pero no pudo, el círculo era una cárcel para los de su tipo. Sebastian no desaprovechó segundo, hizo señas en el aire y, el fuego que la mantenía cautiva se concentró en su madre. La figura fue consumida y no quedó más allá del humo. Con la mirada clavada en ella, Teresa le sonrió una última vez y cerró los ojos.

Sebastian se acercó y con la suela de sus zapatos borró el pentagrama. Cuando Raphaella se encontró con su mirada, tembló ante la idea de ser castigada severamente; no obstante, en su lugar la cargó y la llevó al lugar prohibido: el estudio. La sentó antes de tomar el teléfono.

Raph esperó a que la regañara, a que le repitiera su deber y el comportamiento que se esperaba de ella, cada segundo que pasaba y que no lo hacía provocaba en ella una desazón que le presionaba el estómago y le provocaba nauseas.

El timbre sonó y su padre se paró a un costado de ella. No pasó mucho tiempo para que un hombre de cabello gris y alto entrase al estudio, el recién llegado vio a su padre como si mirara a un criado.

—Alexander Von Loveberg —saludó y se inclinó ligeramente.

Raphaella tuvo que hacer lo mismo. Él era la cabeza de la familia padre más poderosa que existía en su mundo. No necesitaba conocerlo en persona, escuchar su nombre bastaba para que se mostrara como una servidora.

—¿Qué es lo que deseas mostrarme, Sebastian?

—Antes de que hablemos de ello ¿me acompañaría al sótano para que usted mismo pueda sentirlo? Mis palabras no harían justicia.

Alexander frunció el ceño y apretó los labios como si le molestase seguir a un inferior. Raph pudo notar la pequeña chispa de indignación que danzó en sus ojos.

—De acuerdo.






Hola a todooooos!!

¿Cómo están?

Estoy iniciando este nuevo libro y espero que les guste tanto como a mí. Ojalá le den su apoyo, y lo comenten muchooooo, no saben cuán felices nos hacen a los autores <3 


Muchas gracias 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro