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Capítulo XXVI: Revelaciones - segunda parte



Zigzagueó entre la gente buscando a Magnus, su amigo dijo que asistiría. Alguien la detuvo de su empresa, tomándola por el codo con demasiada fuerza. Estuvo a punto de maldecir, pero calló cuando un par de ojos negros la taladraron.

—Raphaella. —Un murmullo en voz del acendrado—. ¿Me concedes esta pieza? —inquirió, agachando con ligereza la cabeza.

No tuvo otra opción. El hechicero colocó la mano izquierda en su espalda, y la palma derecha sobre la suya, ambas apenas rozaban su piel. Agradeció el mínimo contacto.

—¿Cómo te las arreglaste, Raphaella?

—¿Perdón?

—¿Cómo pudiste invocar a dos espíritus al mismo tiempo?

—Yo no he invocado a ninguno —mintió.

El acendrado negó con lentitud, y decepción en los rasgos.

—¿Podemos saltarnos esa parte? —La hizo girar con brusquedad—. Aquella en la que te aferras a mentirme cuando ambos sabemos la verdad.

—No sé de qué habla —siseó con una sonrisa que ocultaba el veneno de su voz, cualquiera que los viera pensaría que charlaban animadamente.

Patrick le devolvió el gesto, y le dio otra vuelta con la misma gentileza.

—¿Crees que el Eje es tonto? ¿Piensas que puedes mentirme, acaso? Si no ha intervenido es gracias a mí, mocosa estúpida. —La voz del acendrado se elevó unas décimas—. Mi hermano yace en una tumba fría por tu culpa, lo mínimo que puedes hacer es decirme bajo qué comandos lo invocaste.

—Mi hermana también está muerta.

—Y por su alma, deja de jugar y dime bajo qué patrones lo llamaste.

—Creo que se ha confundido de persona.

Se percató de que el acendrado no preguntaba sobre la identidad del espíritu asesino, sino por el hechizo que lo había devuelto a la vida. Sabía quiénes eran.

—Facilita las cosas para ti y para mí, niña. Dime sus identidades.

«¿Identidades?»

Al menos sabía la de Tatsuya. Recordó la advertencia de Diarmuid. Las evocaciones, fueran de espíritus heroicos o no, tenían las mismas debilidades que de vivos.

—No —respondió tajante, de nada le valía continuar fingiendo desconocer lo evidente.

—No compliques las cosas.

Sintió un cosquilleo por todo el cuerpo, esa ligereza se tornó abrasiva apenas unos segundos antes de desaparecer. Su respiración se agitó.

—Eres un... —Guardó la imprecación y salió del salón sin interesarse en dejarlo a mitad del baile en medio de la pista, con todos vigilándolos.

Se abrió paso hasta una salida. Se alejó de la algarabía del festín. El aire frío la hizo tiritar, pero al menos la devolvió a la vida un poco. Estaba temblando, y su corazón agitado amenazaba con perforarle las costillas. Hizo ejercicios de respiración.

—¡Aishim! —gritó Diarmuid desde la entrada del recinto.

Alzó la mirada al escucharlo, y parte del desasosiego se esfumó.

—Ven, por favor. —Nadie habría podido escucharla, pero él lo hizo.

Se acercó a paso rápido y una vez a su lado la estrechó entre sus brazos, descansando el mentón en su cabeza. Raph se aferró a él, enterrándole los dedos en el cuerpo.

—Sentí... tu miedo. —El lancero acarició su cabello y besó su frente, un segundo después la alejó lo suficiente para permitir que sus iris descendieran a ella—. ¿Por qué lo has guardado todo para ti? Creía que eran mi imaginación... Todo este tiempo me has estado mintiendo. —Acarició su pómulo con el pulgar—. Estoy aquí para servirte y protegerte, así que permite que lo haga. —De nuevo, la estrechó como si temiera que ella se desvaneciera en la nada.

Entonces, lágrimas mal contenidas brotaron de sus ojos.

—Sh. Está bien llorar. —No la soltó.

—Cállate, no estoy llorando.

Pasados unos pocos minutos o tal vez muchos, el hombre se alejó, limpió la humedad de las mejillas de la nigromante y le hizo una pequeña reverencia.

—¿Me acompañarías en esta pieza? —Sus ojos coruscantes parecían gemas preciosas.

La música del salón era apenas un rumor en el jardín, pero no le importó y tomó su mano sin despegar sus ojos de él. Era hermoso. El corazón de la nigromante palpitaba con fuerza y, una vez más, se vio invadida por la necesidad de frotarse contra él, como si tuviera que marcarlo.

Bailaron en silencio. Allí, bajo un centenar de estrellas y con el suave murmullo de la melodía, disfrutó del momento más de lo que podría haber imaginado.

—¿Cómo es que sabes bailar?

—Aprendo rápido.

Arqueó las cejas, incrédula.

—Es la verdad —se defendió Diarmuid de su muda acusación—. Es muy similar a pelear. Ambos exigen coordinación.

Raphaella lo pisó por error.

—¿Eso fue un accidente o adrede? —inquirió el lancero con una risilla asomando a sus labios.

La nigromante se encogió de hombros y rio. Los ojos dorados de Diarmuid eran un lago profundo en el que estaba dispuesta a hundirse por todo lo que restaba de la velada. Entonces, la melodía terminó y ella arrastró al espíritu hacia el césped. Se dejó caer y se acomodó sobre un costado, el lancero también, de tal forma que sus rostros se veían.

—Si te dijera que huiría el día de mañana, ¿irías conmigo? —tanteó Raphaella.

—Iré a donde quiera que vayas, Aishim. Es mi deber.

No. No era la respuesta que quería.

—¿Incluso si tuvieras la oportunidad de regresar a tu época? —insistió.

—No entiendo... ¿Vas a liberarme? ¿Vas a huir?

Suspiró para rellenar el silencio que se instaló entre ellos. No tenía respuesta a ninguna de sus preguntas.

—Estoy pensándolo —dijo al final y se reacomodó boca arriba.

La noche era fresca, pero no sentía urgencia por regresar a la fiesta y había algo que la incomodaba todavía.

—He visto tus miedos —confesó de repente el lancero—. ¿No crees que yo pueda ser útil para encubrir tus huellas?

Claro que lo sería, pero no era el punto. Raphaella no deseaba que Diarmuid fuese en calidad de sirviente. Sin embargo, no era algo que estuviera dispuesta a revelar. Una cosa era aceptar sus sentimientos en su interior, y otra muy distinta pregonarlos por allí.

De improvisto, el ambiente que los envolvía se vio perpetrado cuando fue apartada a fuerza bruta. La nigromante comenzó a elevarse por entre los cielos y aunque el espíritu tiró de ella para devolverla a tierra no pudo detener el ascenso. Terminó por soltarlo cuando vio la distancia incrementar, al lancero no le hizo gracia.

Raph aprovechó la altura para otear e identificar al causante.

A una distancia prudencial, el acendrado conjuraba para crear la esfera que la mantenía cautiva en los aires. Abajo, Diarmuid manifestó la lanza roja dispuesto a romperla, pero no tuvo tiempo de intentarlo siquiera. Varios hechiceros salieron a escena y mientras lo distraían, Patrick aprovechó para arrastrarla lejos del bullicio.

El lancero logró deshacerse de un par de sus atacantes, y empezó a correr en su dirección. Nuevos hechiceros se unieron y lo persiguieron saltando distancias estrafalarias. Bueno, Raphaella no iba a esperar a que la rescataran, así que golpeó la burbuja tan fuerte como fue capaz. Recibió en respuesta en respuesta una descarga eléctrica que le embotó la mente por segundos.

«Llama a Tatsuya, busca a su hijo también»

«Resiste»

Raphaella no volvió a golpear la esfera. Era necia, pero no tanto.

Cuando los hechiceros creyeron estar lo bastante lejos, la dejaron caer de una altura de más de cuatro metros. Su espalda cargó con el mayor impacto y se retorció ante el fulminante dolor.

—Esto solo empeorará —anunció el acendrado—. ¡Dime bajo qué comandos los llamaste! —rugió a la par que incrementaba el calor de su sangre como una amenaza silenciosa.

Se levantó con dificultad. Estaba tan adolorida que incluso respirar quemaba.

—No —respondió antes de sufrir un ataque de tos.

No fue la respuesta que el acendrado esperaba y alzó las manos, conjurando algo que la nigromante intuyó dolería. Esperó paciente a que su cuerpo escociera desde dentro, pero el tan conocido dolor no llegó. Lo que la atacó fue peor...

No pudo respirar. No tuvo nada inhalar por más que se esforzó en tomarlo del ambiente. Se llevó las manos a la garganta mientras su mente intentaba darle una explicación a lo que estaba sucediendo... No había oxígeno, sin él moriría, así como las llamas se extinguían. Tan similar a lo que Adeline podía hacer.

Cuando el aire volvió a sus pulmones tuvo un segundo ataque de tos.

—Maldito —siseó entre jadeos—. ¿Por qué ella? —Corrió hacia él, y lo golpeó sin lograr conectar en algún punto.

—¿Ella? —La tomó por las muñecas, fingiendo desconocimiento—. Oh, ya. Te refieres a la mujer tonta de ojos azules. No, no fui yo. —Hizo una mueca de asco—. Solo llegué a rescatar lo único de valor que poseía.

—¡Era mi hermana!

—No voy a llevarme el crédito, pero fue la única forma de hacerte reaccionar. De lograr que nos llevaras al espíritu que mentías no haber invocado.

Negó con la cabeza. Era imposible que fuese la culpable de la muerte de Adeline. ¡No era su culpa! ¡Ella no la había matado!

—¿Quién la asesinó si no tú? —bisbiseó, enclenque en sus garras.

—Es tan simple la respuesta que comienzo a dudar de tus habilidades, Raphaella. Su esposo, claro es. El pobre odiaba estar casado con una mujer débil que no soñaba con más que tener hijos y una familia, pero que no paraba de abortar antes de los tres meses. —Otra mueca de fastidio—. Además, ¿qué podía aportar a sus vástagos? Nada. Fue fácil comprarlo prometiéndole un mejor matrimonio.

Mordió su lengua para evitar maldecir, y aguantó las revelaciones que tan cruelmente le contaba. Los ojos del hombre estaban inyectados de sangre, la pálida figura y su cabello blanco hacían de él un monstruo.

Entonces, una pesada esfera de agua se impactó contra el acendrado, mojándola en el proceso. No necesitó verlo, lo supo.

Tatsuya, Skarsgård y Diarmuid habían llegado.

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