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Capítulo XXV: Causas perdidas - primera parte




Llegó a la mansión tan cansada física y emocionalmente que ver a Púrpura esperándola le dio igual. La mujer albina, a pesar de ser un obsequio que en teoría serviría solo a sus intereses, tenía un maestro supremo al cual reportar sus acciones. Ahora lo comprendía y aceptaba. Casi.

—Prepara el baño, por favor —pidió monocorde.

La mujer obedeció.

—Señorita, ¿desea que la asista?

—Como gustes.

La ayudó a en todo, incluso a bañarse. Durante el proceso no suprimió ni un bostezo.

—Gracias, Púrpura. —Raphaella no había olvidado los modales.

Se dirigió a la cama y la preparó. No se acostó, no obstante, la voz quebrada de la mujer la detuvo.

—Señorita...

—¿Pasa algo?

La albina tronó los dedos nerviosa. Luego, se apoyó sobre ambas rodillas y agachó la cabeza.

—Sé que está enfadada porque cree que he jugado en dos bandos, pero por favor, créame cuando le digo que no he sido yo quien reporta al joven amo. —Alzó la mirada, la tenía vidriosa—. He hecho todo para proteger su privacidad, lo juro. —Su rostro se inundó de lágrimas y se descubrió el brazo izquierdo, revelando un moretón. Raphaella ahogó un grito—. ¿Lo ve? Digo la verdad. Prometo que encontraré a la persona que la vigila. Solo... no me trate como si fuera solo un mueble, eso me hiere.

Su primer instinto fue desconfiar. Los homúnculos no tenían sentimientos, al menos no a tal grado. Arrugó el entrecejo y observó a Púrpura por escasos segundos, mientras invadía su mente... No tenía barreras. La nigromante casi se ahogó al hallar necesidad en cada uno de sus pensamientos. La quería... Aunque no entendía en qué sentido.

Tragó con dificultad y su corazón se estrujó ante la escena y la revelación; de repente, sintiéndose la peor persona del mundo. Se acercó y la acogió entre sus brazos, ayudándola a levantarse. Aun si era ella quien debía confortarla, la diferencia de estaturas hacía creer que era al revés.

—Está bien, está bien —susurró, arrepentida de su actitud—, el día fue agotador, no es nada. —Acarició su blanco cabello, sorprendiéndose por la suavidad de sus hebras—. Explícame, qué te sucedió en el brazo —pidió, separándose de la mujer solo unos centímetros.

—No han sido gran cosa, solo una reprimenda. No tiene nada de qué preocuparse.

—¿Y son golpes? —Pequeños hilillos de miedo amenazaron con robarle la cordura.

La violencia era algo asiduo en la familia Marlowe y, aunque era lógico de que en cualquier casa existiría, no toleró la idea de una Púrpura llorando y subyugada. La piel blanca y su delgadez acentuaban la vulnerabilidad como sirviente.

—No te dejaré de nuevo. Irás conmigo a todas partes.

—Eso es imposible, señorita. Si voy ¿quién vigilará sus aposentos? ¿Quién detendrá a la ama Helen para que no entre?

¿Helen había intentado irrumpir en su espacio? No había caído en cuenta de ello, pero tampoco podía consentir mayor violencia.

—Te ayudaré a mitigar el dolor cuando estés lastimada, por favor, pídemelo cuando lo necesites.

—Lo haré, muchas gracias. —Una sonrisita sincera nació en sus labios—. Descanse, señorita.

Permitió ser arropada y consentida. Púrpura lucía feliz cuando lo hacía.

—No te vayas hasta que me duerma, por favor.

—No lo haré —prometió la mujer albina.

Días después, celebraban la fiesta. Lamió la tinta en su boca y con ello se granjeó una reprimenda de Púrpura.

—Sus labios se verán pálidos.

—Pues mejor.

—He hecho lo que me ha pedido. Todo es muy ligero, le aseguro que se ve preciosa.

Sonrió al espejo. Su rostro era el mismo, aunque el maquillaje había hecho de sus ojos unos más grandes y sonrojado sus pómulos. Encontró la mirada de la albina en el reflejo.

—Gracias.

Bien le hubiese servido ir con el rostro lavado; sin embargo, esa noche era importante para los invitados y la etiqueta exigía que las hechiceras fueran maquilladas. Bueno, no exactamente. Cómo podrían los hombres decirles qué hacer, pensó con ironía... pero se esperaba que así fuera, de lo contrario, sería la comidilla de todos.

Púrpura le sonrió e hizo que su corazón tuviese una suave punzada de calidez. La albina volvió a retocar sus labios y la nigromante resistió la tentación de pasar la lengua por ellos.

—Los invitados han comenzado a llegar. Será mejor que se vista. ¿Quiere que la ayude?

Por primera vez, cayó en la cuenta de que jamás la había corregido al tratarla de usted. No era que Raphaella se sintiese superior, pero había olvidado hacerlo entre miles de situaciones.

—Sí —aceptó—. Ayúdame, por favor.

Púrpura fue al armario y sacó la caja negra que guardaba el vestido que compró con Diarmuid. La mujer lo miró entre asombrada y espantada, el suave color lila resaltaba.

—¿Sucede algo? ¿No crees que vaya conmigo? Los de la tienda dijeron que mi piel se veía bien con ese tono.

—Es precioso, ama, pero...

—Raphaella —la corrigió con suavidad—. Llámame por mi nombre.

—Está bien, Raphaella —accedió y, volviendo a la prenda, añadió—: el vestido es precioso y se verá en usted mejor, sin duda... solo que no es el que el joven amo mandó a hacer.

Enarcó las cejas.

—¿Dagmar? —No tenía sentido—. No me dio nada.

En ese instante, como si de un mal augurio se tratara, llamaron a la puerta. Raph se apresuró a abrir. Otra mujer albina sostenía una caja verde agua.

—Esto es para usted —dijo, extendiendo los brazos.

—Gracias. —Tomó el paquete y cerró la puerta.

Púrpura acudió en seguida a quitarle la caja, la colocó sobre una pequeña mesa y la abrió. Su gesto se descompuso y ahogó un gemido. Entonces, la nigromante tomó el vestido y lo extendió. La tela cayó con suavidad y la luz arrancó pequeños destellos a las gemas que lo engalanaban. El color lucía precioso bajo la luz de la habitación, y fue allí cuando apreció los destrozos que era. En varios puntos tenía cortes, mientras otros lucían rasgados e incluso quemados. Alguien se había ensañado con la prenda, desquitando su odio hacia Raphaella.

El desastre tenía nombre y apellido: Helen Von Lovenberg. La pequeña hermana de Dagmar que, sin saber qué había hecho para ganarse su desprecio, la aborrecía sin molestarse en disimularlo.

—Está completamente arruinado —exclamó la albina, angustiada—. Oh, qué podremos hacer, esto es terrible. —Revisó de nuevo el vestido como si no creyera lo que sus ojos le mostraban.

—Ni modo —señaló como si nada, pese a que su estómago se apretó de miedo—. No creo que Dagmar espere que yo use eso. No a menos que quiera que su prometida luzca cual pordiosera y que, por demás, pase frio.

—Ama...

Enarcó la ceja izquierda.

—Raphaella, ¿qué haremos si el amo ha pedido que vista esto? —Apretó la mandíbula nerviosa—. No estará feliz si te ve con un vestido que no sea el que escogió para ti.

La voz de Púrpura fluctuaba entre la segunda y tercera persona, la nigromante supuso que le llevaría un tiempo acostumbrarse.

—Nada —contestó y se sentó a orilla de la cama—. Si te pregunta el motivo por el que no estoy vestida con él, respondes que yo no he querido, que el tono no me luce.

Era una pobre escusa.

—Está bien. —La albina no pareció convencida, pero dado que no había más opción lo dejó estar.

—Ayúdame con el atuendo, por favor.

La nigromante alzó los brazos estando en ropa interior y Púrpura lo deslizó por su longitud, acomodando cada pliegue y doblez adecuadamente. Subió el cierre en la espalda al terminar.

—Es precioso —prorrumpió, uniendo las palmas. Su rostro brillaba de nuevo—. El joven amo olvidará el anterior cuando la vea con este.

—Esperemos que sí.

Se miró al espejo. El resultado era mejor de lo que imaginó sería. El vestido le cubría los pies y poco más, la falda se expandía gruesa a su alrededor. Tenía la cintura entallada por una pretina negra y sus hombros estaban descubiertos. El corte halter en lágrima dejaba también el centro de su pecho a la vista. El cuello estaba adornado de brillantes y pequeños cuarzos.

Había elegido el cabello suelto por temor a que a mitad de la velada la cabeza le doliera, y ahora caía pesado en sus hombros. Un par de broches sobre las orejas lo alejaban de su rostro, brillaban. Consideró ponerse los aretes que Iskander hizo para ella, pero sintió que valían demasiado para usarlos en algo que no le interesaba mucho. En su lugar, utilizó perlas negras.

La albina sonrió y corrió por los tacones que aguardaban en el armario. Respiró profundo. Hora del teatro.

«Estoy en conflicto con ese vestido»

Raph se aseguró de que nada estuviera fuera de su lugar. El atuendo era nuevo así que no podía tener ningún desperfecto.

«¿Cómo lo has visto?»

«Puedo ver lo que tú si te descuidas»

«¡Deja de espiarme!»

«Velar por tu seguridad es también mi deber»

Escuchó en su mente la risa de Diarmuid y luego los muros se engrosaron de nuevo. Las manos le sudaban, estaba nerviosa. Bajar para encontrarse con Dagmar e ir al coliseo era aceptarlo como esposo tácitamente. Era un golpe de realidad que no quería recibir todavía.

—El tiempo se agota, Raphaella —le recordó Púrpura.

—Lo sé —susurró, enfocándose en el lancero, a quien vería en unos minutos.

Por extraño que resultase, la causa de su ansiedad cambió. Ya no era por el momento en que vería a Dagmar, ni por ser invitada de honor en una cena para celebrar un compromiso que no quería. Ahora, la razón por la que su sangre corría veloz era más primitiva, se trataba de...

«Estoy aquí»

Sonrió, entusiasmada.

«Voy contigo de inmediato»

Se despidió de Púrpura y abandonó los aposentos. El trayecto a la salida era ridículamente largo, aunque no era el que más. Ese premio se lo llevaba la distancia entre la casona y el portón principal.

«Me siento ridículo»

«Te has de ver genial, estoy segura»

Apenas salió de la casa, pidió por alguien que la llevase a la entrada. Incluso si corría tardaría al menos diez minutos en llegar.

Un mayordomo albino hizo caso a su solicitud.

—Gracias.

—Estoy para servirle.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó por curiosidad y en un intento de aminorar sus nervios; seguramente se trataría de un color... ¿cuál sería? ¿Amarillo? ¿Verde?

—Soy Azul.

Al llegar al portón, antes de bajar, el mayordomo la detuvo.

—¿Desea que la espere?

Raphaella se planteó la posibilidad de volver con Diarmuid en auto.

—No, estaré bien. —Divisó al lancero acercándose.

—En tal caso, Púrpura me ha indicado que se los dé. —Extendió un par de tenis—. Dijo que no querría que se lastimara.

—Gracias, y dale las gracias de mi parte a Púrpura.

El albino mayordomo asintió y marchó. Se descalzó de inmediato y se colocó los tenis. Sin duda los tacones, por muy bien que la hicieran lucir, no eran los más apropiados.

—¡Mitsrael! —llamó, agitando con alegría la mano.

Diarmuid sonrió antes de trotar en su dirección. Una vez cerca, ahogó un suspiro ante el lancero. Era impresionante. El traje negro resaltaba el tono canela de su piel. Las espesas pestañas, que siempre habían hecho de sus ojos unos todavía más grandes, le conferían un aire misterioso en ese instante. Su cabello rebelde le impidió acomodarlo en una sola dirección, pero el desorden solo lo dotaba de un aire juguetón.

—¿Preparada? —inquirió y le extendió el brazo.

—Solo si tú lo estás.

Caminaron con parsimonia, conversando de temas que a Raphaella le resultaban interesantes en ese momento. El lancero le mostró un par de recuerdos más en donde fue capaz de sentir la adrenalina y euforia que vivía cuando en su tiempo salía a cazar. Era alucinante. Si se lo permitía, la nigromante se volvería adicta a esas emociones.

Una vez frente a la casona, las risas cesaron.

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