Capítulo XXIV: La historia de una infamia - segunda parte
Diarmuid frunció el ceño y trató impedirle el paso, pero la doncella fue más rápida. Él estaba ebrio, ella no. La luz del interior desveló su rostro y la nigromante cayó en la cuenta de lo hermosa que era. Tenía el castaño cabello cayéndole suavemente sobre los hombros, su rostro en forma de corazón y pequeño la dotaba de un aire casi angelical, ojos verdes que resplandecían a la luz de las velas y labios rellenos tan similares a un botón de rosas. La nigromante hipó. Su vestimenta era escasa, aunque le seguía cubriendo bastante la piel. Intuyó que se trataría de la ropa interior. Debía de haber escapado de la alcoba. Sus damas de compañía la habrían preparado para recibir a su esposo.
—Por favor —pidió Gráinne con voz trémula.
Negó y retrocedió. No, no. Diarmuid no podía creer lo que estaba pasando.
—Por favor —repitió la doncella—. No quiero casarme.
—Tus padres lo acordaron, respétalos y cumple con tu deber.
Raphaella quedó helada ante sus palabras. Era casi como si se las dijera a ella.
—No es justo. Ni siquiera me gusta. ¡Es un anciano!
—Por favor, Gráinne, debes irte —rogó.
La mujer negó y sus ojos se cubrieron de lágrimas. Sus manos se movieron ansiosas, haciendo aspavientos de ruego.
—Solo quiero ser del hombre al que ame... Hoy en el banquete lo conocí.
El estupor le impidió a Diarmuid reaccionar de inmediato, y el alcohol en su sangre disminuyó de forma considerable. ¿Amor? ¿Qué podía saber aquella niña de amor? Maldijo su propio rostro y entendió que algo aciago estaba por ocurrir. La doncella estaba bajo un hechizo, no era amor, no era amor... solo una ilusión.
La cólera se filtró por sus venas.
—Debes irte —contestó y enterró los dedos en su cabello, desesperado. Contenía a penas la ira—. No. ¡No! No puedo estar contigo, no puedes estar aquí. Eres la esposa de Fionn. Por favor, vete. —Elevó la voz, causando que la nigromante se asustara, ¿por qué la muchacha no lucía afectada?
—Es un viejo decrépito, cómo podría llegar a amarlo. Ni en miles de años pasaría. —Perlas saladas descendieron por sus mejillas—. ¿No lo sientes? Eres tú al que deseo, eres tú al que amaré por el resto de mi vida.
Esto no podía estar pasando, tenía que ser una broma; sin embargo, muy dentro de sí era consciente de que no lo era.
—¿Qué puedes saber tú de amor? —gritó finalmente, iracundo.
Gráinne sonrió. Una sonrisa tímida y casi inocente, emociones que no se reflejaron en sus ojos expertos, sabedores que de ese modo era más fácil robar voluntades. Se limpió el rostro y luego sus brazos cayeron a los costados, dedos hábiles se movieron.
—Desde el primer momento en que te vi, tan guapo y brillante...
—¡Detente! —gritó, era el comienzo de un hechizo, y se acercó hasta tomarla de los hombros—. No lo hagas, por favor.
Incluso aunque decidiera someterla, la magia ya había empezado a actuar. A no ser que cortase sus manos y lengua, el lancero no podría liberarse de ella. La doncella tenía que elegir retractarse.
—Diarmuid, acéptame.
—Vas a destruir nuestras vidas... No termines.
—Lo lamento, es el único modo. Y si es preciso lo usaré para que sientas cómo lo hago yo. Me amarás, ya lo verás.
—Vete, no debes estar aquí. —La tomó del antebrazo y avanzó a la puerta, pero no llegó a abrirla siquiera.
—Tómame como consecuencia del geis —ordenó y el hechizo ató al hombre, suave en el tacto, pero fuerte en la condena.
Raphaella, en medio de la escena, divisó los pequeños hilillos de magia que nacían conforme hablaba, reptaron hasta el corazón del lancero y se hundieron en el centro. Él lo sintió también, el aire huyó de sus pulmones y sus manos viajaron al pecho, intentando arrancarse algo invisible.
—¿Por qué? —susurró.
—Querido mío, sin importar cómo, anula este abominable matrimonio. ¡Llévame a los confines de la tierra!
Fue testigo de su lucha interna para no obedecer. Resistió, pero al final su brío quedó doblegado. Era lógico. Era inútil combatir contra esa clase de fuerza.
La técnica T15, magia de manipulación. La nigromante había estudiado sobre las ramas de la hechicería en la escuela. Bueno, sobre unas cuantas en realidad.
«Es una titiritera. Era... era una titiritera»
Afuera el bullicio comenzó a ser evidente. Los hombres buscaban a la mujer de Fionn, gritaban su nombre e irrumpían en casas por ella. La obvia reacción del lancero era llamarlos y decir que la había encontrado; empero, el hechizo de Gráinne se lo impidió. En contra de su voluntad, corrieron a las caballerizas y huyeron antes de que dieran con ellos.
Fueron perseguidos durante mucho tiempo, lo esperaba y aceptaba con la frente en alto. Raphaella percibió ese tiempo como un borrón de colores, el lancero no le permitió ver en lo que su vida se convirtió, mas le concedió acceso a sus pensamientos.
Fionn no perdonaría jamás semejante traición, lo sabía en lo profundo de su ser. Ni siquiera se atrevía a pedirlo. Había escupido su confianza y hospitalidad en la cara. Robó a su mujer, la ayudó a escapar y, lo que era peor: una parte de él quería ayuntar con ella. Era despreciable.
Durante un año entero el lancero resistió las provocaciones de Gráinne. En cada lugar que dormían dejaba un vino sin abrir, un pan si tocar, un trozo de carne sin morder o algo que revelase que la mujer seguía siendo pura. No obstante, al final sucumbió y terminaron juntos.
Raphaella descubrió que, aunque al principio Diarmuid no la amara, con el tiempo lo hizo. Se enamoró de la doncella que llegó a su vida para cambiarla por completo. Y si bien, la titiritera le arrebató su pasado, a cambió le dio un futuro. Lo procuraba, lo respetaba y amaba, siempre ofreciéndole un sitio al cual volver y dándole apoyo incondicional. Había sido un cruel inicio; sin embargo, crearon algo precioso.
Después, con ayuda de su padre adoptivo, Gráinne y él volvieron al lugar que se vieron obligados a abandonar. Retornaron a Tara, su hogar. El lancero no podía hacer más que bailar de felicidad absoluta, su familia, su mujer y su tierra en un mismo lugar.
Vivieron tranquilos y en apariencia retomaron sus amistades. Diarmuid así lo creyó porque era lo que más anhelaba en el mundo. Así que preso de esas ilusiones un día aceptó la invitación de Fionn a una caza de jabalíes. Sintiéndose seguro por la habilidad de su jefe y por temor a resaltar demasiado, cogió las armas más débiles que poseía y fue con ellos, pero algo salió mal y terminó herido de gravedad.
Cuando el dolor lo doblegó y su vida pendió de un hilo, no tuvo accesos de miedo, esperanzado en que Fionn curaría. Depositó toda su confianza en él. Las riñas del pasado habían sido olvidadas y los desaires perdonados, y sabía que cualquier agua bebida de sus manos tenía el poder de curación. Pero las cosas no resultaron ser como lo creía.
En su cara, el hombre permitió que el agua resbalase por entre sus dedos mientras agonizaba. Lo hizo un par de veces hasta que Oisin, el hijo de Fionn, lo obligó a dársela. Demasiado tarde el líquido acarició sus rojizos labios.
Raphaella se vio abruptamente expulsada de los recuerdos, y Diarmuid le sonrió a modo de disculpa: había sentido su muerte. Gimió. Haber revivido las memorias la había destrozado y cada pedacito amenazaba con perderse. Emociones discordes la invadieron y atolondraron, haciéndola incapaz de hilar alguna idea coherente.
Sin embargo, sí que existía una voz cantante dentro de la vorágine. El característico regusto acre de la traición. El sentimiento en su paroxismo: ser traidor y ser traicionado. No supo en qué momento empezó a llorar, pero por sus mejillas resbalaban lágrimas sinceras al percibir como suyos el dolor y la frustración del lancero. Extendió los brazos para rodearlo.
—Lo siento, lo siento —repitió como si sus palabras fueran consuelo ante la atrocidad.
La nigromante se convirtió en una fontanería interna de mil sentimientos ajenos, amor, alevosía, abandono... Sus manos temblaban.
—Sucedió hace mucho tiempo.
—Pero tu corazón lo recuerda como si hubiese sido ayer.
—No deberías llorar —dijo al tiempo en que limpiaba los mofletes de Raphaella.
—Dime, ¿por qué deseas volver a una vida tan aciaga?
—Es la que merezco.
—No podías negarte —contradijo—, ella era una...
—Titiritera, lo sé, pero no importa. Algo dentro de mi pudo resistirse, lo sabes también.
Eso era mentira. Las víctimas de los titiriteros experimentaban lo mismo que las de violación; creían que era su culpa y que pudieron haber peleado. Quizá era lo peor de su talento.
—El collar con el que te invoqué, ¿jamás se lo diste a Gráinne? —En ese instante recordó haber sido confundida con ella.
—Era un obsequio, pero morí antes de entregarlo.
Tuvo una punzada de celos, mas se obligó a pensar en él antes que en ella.
—¿Gráinne y tú siguen juntos? Es decir, en ese mundo infinito del que hablaste. Si quieres volver yo puedo dártelo para que llegue a sus manos.
Negó.
—Volvió a casarse y encontró su verdadero amor. Yo nunca lo fui. Todo fue culpa del geis. Ahora somos simples conocidos. Buenos amigos con suerte.
Estrechó con mayor furor a Diarmuid, pensando en lo que significaba para él. Dar todo por algo tan efímero. Un amor nacido de la desgracia que culminó en tragedia. No quería soltarlo, pero pasados los segundos lo hizo por decoro.
Enjugó sus lágrimas y desvió los derroteros por unos más banales. Raphaella buscó aligerar el ambiente contando malos chistes y de los que él tuvo la amabilidad de fingir una sonrisa. El tiempo pasó sin que se percatara.
—He de irme —se despidió cuando empezaba a oscurecer—. Mañana te veré a puertas de la mansión.
—Por supuesto.
—No llegues tarde.
Durante el trayecto repasó la historia del lancero. En aquella época representó todo cuanta joven presa pudiera desear. Era la libertad encarnada, una promesa de emociones y descubrimientos, de aventuras sin parangón. ¿Quién podría resistirse a eso? Incluso en el presente mantenía esa aura. Él era... casi adictivo, así que las entendía. La nigromante se preguntó si quizá encajaba en el molde más de lo que le gustaría admitir. Tal vez no era tan distinta a la titiritera. Ambas debían casarse por obligación y, ambas habían sido tentadas por el mismo hombre: Diarmuid Ua Duibhne.
No, no era como Gráinne, se dijo. Ella no lo obligaría a ayudarla a escapar de su funesto destino. No le haría eso a quien no había hecho más que procurarla. Jamás. Si las cosas se torcían, si su compromiso se rompía, sería por su mano.
Nuevas lágrimas brotaron de sus ojos. Diarmuid era bien parecido, y el rostro bonito le valió en una muerte a traición y un regalo maldito. El poder de otorgar un geis había desaparecido hacía miles de años, los hechiceros de aquella época rara vez documentaban sus conocimientos y entre el olvido quedó ese. El geis podía ser tan benéfico como perverso, otorgaba poder si no se violaba el tabú al que estuviera asociado, de lo contrario, conducía a un destino infausto.
Suspiró. Finalmente entendía su comportamiento, pero también lamentaba haberlo hecho revivir su pasado.
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