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Capítulo XXIV: La historia de una infamia - primera parte






—¿Esto es necesario? —preguntó Diarmuid mientras alzaba los brazos para probar su punto, un montón de bolsas colgaban de ellos.

—Es una exhibición de ganado disfrazada de ceremonia de gala. —Encogió los hombros—. Así que sí, es necesario que vistas con traje.

Lo escuchó bufar a un costado y sonrió. Encontraba tan aburrido como él buscar trajes y vestidos para la fiesta. Sin embargo, ya que había rehusado la idea de emplear a los de los sastres de los Von Lovenberg, no le quedaba de otra. La próxima vez lo pensaría dos veces. Avanzaron al estacionamiento, era hora de volver a casa. Colocaron las bolsas en la parte trasera del auto y la nigromante subió al asiento del piloto, el lancero se acomodó a su lado.

—No sé dónde vives —dijo apenada al tiempo en que encendía el auto—, deberás guiarme.

—Sabes que puedo ir y venir en un parpadeo.

Lo sabía, pero no quería separarse de Diarmuid. Además, era tiempo de que supiera más de él, debía ser responsable y conocer cómo se las arreglaba en ese mundo. Hacerse la ciega era una forma de evadir las consecuencias de sus actos. Tuvo un acceso de remordimiento. El vínculo que los ataba debía ser bilateral y no lo era, pues mientras el lancero podía recitar de memoria la rutina de la nigromante, sus gestos y manías, ella ignoraba hasta su color favorito.

—Iremos a tu casa —repitió, esta vez no estaba dispuesta a ceder.

El lacero asintió y entonces le indicó como llegar.

No se esperaba nada ostentoso, distinguía que sus gustos se alejaban de lo brillante y reluciente, pero tampoco imaginó que el lugar solo tuviera una cama, una mesita y un pequeño buró. Era un sitio gris y sin vida. Sin duda el lugar más deslucido para vivir, como si no hubiera encontrado algo peor.

Nuevamente, la culpa la invadió. Él debería estar morando con ella en la mansión y disfrutando de todos los servicios a los que tenía acceso. ¿Qué clase de nigromante era? Su trabajo no solo era dotar maná.

—Lo lamento —se disculpó.

—Estoy bien. —Una clara indiferencia se marcó en su tono.

Arrugó el entrecejo mientras giraba para encararlo. No lograba concebir qué era lo que hacía que se sintiera un réprobo. Había sido tan cordial, amable y leal hasta entonces que, difícilmente podía imaginarlo como algo distinto. Deseó poder leer su mente. El lancero se culpaba de algo que escapaba a su comprensión y, cómo no iba a hacerlo, si no habían tenido una conversación alejada de asesinatos y venganzas.

—Esto es mucho más de lo que merezco —prosiguió.

En definitiva, no le gustaba la manera que Diarmuid tenía para consigo mismo. Cada vez que sus palabras se tornaban autoagresivas, el corazón de la nigromante saltaba gimiendo por querer abrazarlo y consolarlo. Por tomarlo y obligarlo a entender que él no era nada de lo que decía, que era una persona hermosa y generosa.

Caminó con las bolsas hasta la cama, se sentó en la orilla y lo miró desde un ángulo inferior.

—Nunca me has contado qué te pasó... —Hizo acopio de todo su valor para decir lo que tenía ahogándola—. No hay forma de que yo te juzgue por tu pasado, no soy quien para hacerlo. Si te pregunto es porque me importas. La imagen que tengo de ti no cambiará por algo que sucedió hace eones.

—Es una larga historia. —El espíritu colocó el resto de las bolsas en la mesita del costado.

—Tenemos tiempo. —Se levantó.

Respiró profundo para infundirse valor y se acercó. Alora, rodeó con los brazos al lancero, su amplia espalda pegada a su pecho. Raph temió que percibiera su delator corazón o que se alejara.

Diarmuid separó sus manos y, sin romper el contacto, giró el cuerpo de tal forma que ahora entre sus rostros solo había centímetros. Se sintió pequeña antes de que le devolviera el abrazo. Un instante después, la condujo a la cama para acomodarse con la espalda apoyada en la cabecera. No había donde más sentarse.

—Está bien, Aishim Marlowe. Te contaré cómo vivió y cómo murió Diarmuid Ua Duibhne, el primer caballero de los Fianna...

Mordió su labio inferior, arrepentida y molesta a partes iguales. Ya tenía lo que quería, entonces ¿por qué se sentía la peor persona del mundo? Bufó internamente al comprender. La psicología inversa había funcionado en ella desde que era una niña. Sebastian la usaba a menudo cuando hacía rabietas y, ahora sin querer Mitsrael la había empleado. Después de haber conseguido que cediera sentía que no era lo correcto. Ya no quería escuchar su historia. No así.

—Espera —interrumpió de súbito—. No tienes que contarme si no quieres, está bien. No me importa qué fuiste o qué hiciste antes. —Dibujó patrones sin sentido en la palma exhibida del lancero—. Te valoro por como has sido conmigo en esta vida.

Diarmuid esbozó una tierna sonrisa, como si supiera qué pasaba por su mente y apretó su mano con delicadeza.

—Es tiempo de que lo sepas, de que me conozcas por completo, Aishim. He querido contarte cada vez que preguntabas, pero temía que fuera deber y no genuino interés lo que te empujaba.

—Bien. —Suspiró.

—Antes de empezar, debes entender que, incluso yo, desconozco mucho de mi procedencia. Lo único que puedo revelarte es lo que quedó grabado en mi memoria. La historia tendrá el resto narrado en algún libro —advirtió y tomó una larga bocanada de aire previo a continuar—. Fui hijo de Donn, mas no fui criado por él. En su lugar, tuve un padre adoptivo: Aonghus 'Óg, quien me cuidó y fue mi protector desde que tengo memoria.

»En mi tiempo y en mis tierras, la magia era cosa del diario. No había que ocultarla ni pretender que no existía. Si alguien tenía un don era del dominio público, se celebraba y la vida continuaba. Así que cuando me hice un hombre, mi padre me obsequió un par de espadas hechizadas: una larga y otra corta. La primera llamada Gae Dearg, «La Rosa Roja del Exorcismo». Es la lanza carmín que ves cada que las manifiesto. —El lancero sonrió, pero no había alegría en el gesto—. Es inmune a la magia y por lo mismo puede anular cualquier hechizo, sin importar la clase. O, l menos eso decía Aonghus... La verdad es que todavía no conozco bien sus límites —añadió con cierta timidez.

»La segunda fue Gae Buihde, «La Rosa Amarilla de la Mortalidad». Dorada y pequeña, es un arma letal. Sus lesiones son imposibles de curar y solo empeorarán conforme pase el tiempo. Tan rápido como grave sea. El único modo de evitarlo es matándome. —El brillo de su mirada se atenuó ligeramente—. No son espadas porque así lo deseo, pero si el tuyo es verme con ellas, bastará tu palabra para que yo las transforme.

La nigromante negó, incitándolo a continuar.

—Mi vida fue bastante entretenida durante mi infancia y parte de la adolescencia, cazaba, fornicaba y tomaba como cualquier hombre en ese entonces. —Hizo un mohín, avergonzado; Raphaella rio—. Vivíamos poco, mas vivíamos bien. No había muchas reglas que seguir y tampoco nos preocupábamos por el mañana. Tan solo valía disfrutar el presente.

»Poco tiempo después de mi vigésimo cumpleaños, dormí con una mujer que resultó ser la personificación de la juventud. Fue en una ceremonia. El cumpleaños del hijo del jefe de la tribu. Yo había bebido demasiado, y a mitad de la fiesta salí a liberarme... Entonces, la vi. Envuelta en un suave vestido que no hacía mucho por ocultar su cuerpo. Me sonrió, invitándome a seguirla por el bosque. Lo hice. Todavía recuerdo cómo jugaba con mis sentidos adormecidos; escuchaba su voz en distintas direcciones y luego la veía en una diferente, pero logré alcanzarla y lo consintió.

»Bajo las estrellas, me reveló su don. O maldición, como ella la llamó. —Hizo un mohín—. Al principio no le creí. De hecho, no lo hice hasta que fue muy tarde. Dijo que sería joven por la eternidad, que su piel se mantendría tersa hasta el final de los tiempos y me relató lo infeliz que era vivir más allá de lo permitido. Con honestidad, no presté mucha atención y me limité a dormir. Tal vez eso le molestó.

»Aun la recuerdo entre sueños decirme que me obsequiaría lo que todo hombre deseaba, murmuré sobre no saber a qué se refería y, me silenció. Acto seguido, en mi mejilla derecha algo húmedo se posó, sus labios sobre mi piel y luego en mi boca. Percibí el inconfundible sabor del hierro.

»Esa tarde, mientras me bañaba en un lago cercano, me di cuenta de la marca que ahora poseo. El lunar en forma de lágrima. —Diarmuid se acarició descuidadamente la mejilla—. Este lunar hace que cualquier mujer caiga a mis brazos. —Ladeó el rostro para verla, sus pupilas suplicaban perdón. Raphaella le sonrió con la esperanza de infundirle valor y que entendiera que no había nada que perdonar; entonces, el hombre continuó el relato—. Durante un tiempo lo disfruté sin detenerme a pensar en las consecuencias. ¿Qué podría acarrearme? ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Tener que rechazar a una muchacha? ¿Tener a dos mujeres peleándose por mí? Era joven, era el primer caballero de los Fianna y a cualquier fémina que quisiera la tenía. Sentía que el mundo me pertenecía —dijo con sorna.

»Tiempo después, Fionn Mac Cumhail, el jefe de los Fianna, declaró que se casaría. Celebramos con él la noticia, y a la semana tuvo lugar el banquete de bodas en su honor... Todo marchó mal desde ese momento.

Los muros desaparecieron y sus mentes se fusionaron. Raphaella fue invadida por una sucesión de recuerdos, reviviendo con él lo que había sido su existencia. Observó a sus compañeros guerreros apabullada; eran magníficos, salvajes y primitivos. Daban rienda suelta a sus impulsos y vivían al día sin entretenerse en dilemas del mañana o del pasado. Arreglaban los problemas con fuerza bruta y loaban la bonanza embriagándose y follando.

La voz del lancero quedó en el fondo. Lo que relataba comenzó a experimentarlo. La muralla que separaba sus almas desapareció. Raphaella no solo era una mota de polvo que lo observaba todo, sino que también tenía acceso a sus pensamientos. Veía a través de los ojos de Diarmuid.

Estaba sentado en una larga mesa, a su lado tenía a los guerreros gritando y bebiendo con ímpetu, charlaba con alegría y los ojos cristalinos rebelaban su muy pasado estado de beodez; mas con ello, en los iris dorados aún había lucidez.

Esa noche Diarmuid lució más real que nunca. Bebió y bailó con innumerables mujeres, besando sin distinción a los jóvenes y yaciendo con algunas con tiempos prudenciales de descanso y decencia. Bueno, más o menos.

Cuando el banquete concluyó, cuando muchos derribados por el alcohol caían y no se levantaban, el lancero se arrastró a lo que sería su casa. Podía sentir la sangre rebullirle en el interior ante una felicidad inusitada, probablemente causada por el alcohol. Sentía y veía todo más hermoso, como si nunca hubiese visto lo que a diario ignoraba sin querer.

Encendió un par de candelabros y se despojó de la ropa sin pudor. La nigromante siguió sus movimientos, no pudo evitar sonrojarse al contemplarlo desnudo y es que, aunque la ropa insinuara la buena figura que tenía, verlo sin nada era muy distinto. El marcado pecho atrajo su atención a la piel morena y a los pezones pequeños y oscuros. Quiso estirar la mano para descubrir su tacto, pero se contuvo y desvió la mirada hacia las cicatrices de los costados. Luego, al abdomen plano y fuerte.

Pronto, sus ojos descansaron en la depresión de su ombligo y en la forma V de su pelvis. Continuó descendiendo. Su sexo estaba rodeado por un ensortijado vello oscuro y... Pasó de esa parte más rápido de lo que le habría gustado. El pudor hizo de ella su víctima.

Así, detalló sus largas piernas que, al igual que los brazos, tenían cicatrices y varios moretones cuyo origen ignoraba. Se avergonzó nuevamente, y nada tuvo que ver el lancero, sino los pensamientos libidinosos que se formaron en su cabeza.

De improvisto, llamaron a su puerta. Ella se agitó, pero Diarmuid no, quien con parsimonia cogió un trozo de tela para cubrir su desnudez, y fue a atender creyendo que sería su padre el que volvía. Pero no fue así. Frente a él se encontraba una jovencita de no más de dieciséis años. Raphaella hizo memoria para descubrir dónde la había visto. El recuerdo de su visión periférica le reveló su identidad: Gráinne... El lancero no había reparado en ella durante el banquete. Al menos no directamente.

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