Capítulo XXIII: Un corazón oscuro - primera parte
Como llevaba varios días haciéndolo y Dagmar no se pronunciaba en contra, continuó visitando el bosque por las tardes para practicar. Algo le decía que era cuestión de tiempo para que explotara, pero ignoró esa voz en su cabeza. Si en un futuro inevitable terminaría pasando, mejor que lo disfrutara en el presente.
Pasar tiempo libre en medio del bosque de Kazoth era reconfortante. La gente no practicaba senderismo y quienes lo hacían siempre iban al sur, nunca al norte. La ventaja de una población relativamente pequeña era que guardaba secretos a voces mejor que nadie. Todos sabían que las ocho familias adineradas del lugar eran algo más y que el norte, la zona elitista, estaba vetado para el común de los mortales.
Además de relajarse y respirar aire puro, practicar en lugares abiertos le suponía un reto. Si se desconcentraba, los hechizos se desvanecían como sal en agua en menos de un latido. No le agradaba fallar o equivocarse, para muchos suponía un nuevo obstáculo y renovaban fuerza e inspiración, pero a ella solo la incordiaba tener que repetirlo.
Su lugar, porque ya lo había tomado como propio, estaba libre de irregularidades. Después de varios días se había encargado de quitar las piedras y rellenar los huecos que encontró. Con las manos levantó la basura orgánica para llevarla al pie de un árbol, luego se concentró en trazar círculos en el terreno con una vara. Uno, dos y tres, escribió en latín y griego antiguo. En realidad, no iba a llamar a nadie, pero eso haría del portal uno más dadivoso.
Se colocó entre de los tres y comenzó a mover los dedos, señas para abrir las puertas. Uno a uno se fue iluminando hasta que resplandecieron y se convirtieron en ventanas a la muerte. Diarmuid había dicho que el mundo del otro lado era infinito y que lucía similar a este. La coexistencia de tres líneas de tiempo en el mismo espacio hacía que su curiosidad naciera. Y, si ellos podían cruzar el puente de allá para acá, entonces por qué no ir de acá para allá... Olvidó las cuestiones al darse cuenta de que una puerta se cerraba, la obligó a abrirse de nuevo.
Podía sentir las almas rebullir del otro lado. Cerró los ojos, abstrayéndose en las formas y las personas. ¿Dónde estaría su madre? Raphella sopesó la posibilidad de atravesar un portal y buscarla, por supuesto, se contuvo y dejó que su curiosidad se desviara... permitiendo que una de las figuras saliera. La más fuerte o quizá la más astuta, tanto daba. No tenía nada que ver con ella que bien podía ser mera suerte.
Más tardó en imaginar quién sería de lo que le tomó a ese «algo» salir. Emergió en una nube negra y espesa, el olor no fue precisamente agradable. Raph aguantó la respiración. No debía ser grosera con ellos. La niebla tardó en dispersarse y aprovechó para cerrar dos pentagramas, no era buena idea tener a alguien succionando su Od a un tiempo que dos puertas extras.
El ambiente cambió y se volvió pesado, casi asfixiante. La consciencia le dijo que era peligroso, hizo oídos sordos. Casi siempre lo hacía cuando no debía. Sin embargo, ahora su objetivo podía ser tomado casi como académico; investigar hasta dónde llegaba su primera magia, escribir sobre ello y quizá ser recordada como Raphaella Marlowe, la primera nigromante en extender el conocimiento de la magia negra, y no como una más de las Von Lovenberg.
Frente a ella, el ente no tomó solidez y continuó flotando con el cuerpo hecho de humo negro. Su rostro tampoco se desveló salvo por los ojos. Dos cuencas rojas.
—Hola, Raphaella. —La voz era gutural y rasposa.
Lo inspeccionó con mayor cuidando, palpando con magia su composición. Nada. No pudo comprenderlo. Había algo, podía sentirlo y casi respirarlo, pero su magia estaba ciega ante él. No reconocía absolutamente nada, ni su sexo, ni su forma.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Sé muchas cosas.
—¿Quién eres? —demandó, elevando el pecho.
El ser sonrió, y puntiagudos dientes blancos se solidificaron. Tuvo un escalofrío, respiró profundo para tranquilizarse. De nuevo, el olor putrefacto invadió sus sentidos.
—No te lo diré hasta que me aceptes por completo en este mundo.
—No lo haré hasta que no lo sepa.
La nube negra se acercó tanto como el pentagrama lo permitió... La nigromante se sentía segura así que no retrocedió. El ser no podría salir hasta que ella aceptara el contrato, la responsabilidad.
—Nací como querubín y renací como un príncipe. —Su tono se elevó y cogió un matiz incluso más grave—. Nadie puede servir a dos amos, pues odiará a uno y amará al otro, o estimará a uno y menospreciará al otro. —La silueta comenzó a envolverla y ella bailó al son de sus giros para evitar perderle el rostro. La sangre huyó de se cuerpo cuando cayó en cuenta de que había salido del círculo—. Mi nombre es Aamón, Corazón Oscuro.
Una de sus manos se acercó a Raphaella, y aunque el instinto le suplicaba alejarse se quedó en su sitio. Ejercer su autoridad frente a un espíritu desconocido no debería suponer problema y, ayudaría a su confianza.
El toque fue frío. Acarició primero su mejilla, casi con cuidado. Luego, con una afilada uña, descendió por su cuello hasta llegar al pecho. El contacto le produjo náuseas. Contuvo la respiración. El hedor era insoportable.
—¿Quieres saber por qué he podido cruzar?
—Porque yo lo permití —respondió con seguridad—. No te olvides que, incluso si no te he aceptado, tu presencia está a merced de mi voluntad.
—¡Sí, sí! —El espíritu sonrió y sus ojos rojos refulgieron—. Exactamente por eso es por lo que logré pasar... En tu corazón se esconde el anhelo de poder.
El movimiento fue tan rápido que no logró procesarlo. Aamón le enterró la mano en el y comenzó a... succionar. Raphaella sintió que la vida se le escapaba en el acto. Jadeó sorprendida y dolorida a partes iguales. Intentó apartarse, pero no pudo y, cuando quiso tomar las manos del querubín para separarlo, solo halló aire.
—¡Déjala! —Diarmuid arrojó la lanza roja al centro de la niebla.
Eso le compró tiempo, pero no logró herir a Aamón. La bruma se dispersó en consecuencia y enfadada por la interrupción, volcó su atención en el lancero, olvidándola. Respiró aliviada al caer al suelo. Tenía la mente embotada y los sentidos adormecidos, su fuerza la había abandonado, y respiraba entre resuellos. Tosió.
Aun sin haberse recuperado del todo, se concentró en cerrar el pentagrama. Permitir que el espíritu viviese más tiempo era peligroso. Si era así de fuerte sin que lo hubiera aceptado como sirviente... una vez que lo hiciera y tuviera acceso a su Od, las consecuencias podrían se fatales. No solo para ella, también para Mitsrael. Al reparar en ello, la nigromante experimentó lo más cercano al terror puro.
Maldijo en su fuero interno, la puerta se negaba a ceder.
Después de haber sido mermada, era más consiente del Od que Diarmuid necesitaba, y del ingente derrame que Aamón suponía. Tenía que cerrar el portal si quería que su lancero viviera. Si era vaciada el lazo se cortaría y él se iría.
Escuchó a lo lejos el rugido de un felino y creyó alucinar, pero entonces Fraser y la tigresa entraron en su campo de visión. Ivar reparó en la bruma antes de correr hacia la nigromante y colocarse enfrente cual escudo.
Por las posiciones, Raphaella no pudo ver el movimiento de sus dedos, pero sí apreció las esferas de energía que abrían huecos en Aamón. Aunque no lograban desintegrarlo. A la par, la tigresa se elevó en dos patas para clavar sus zarpas en él; sin embargo, como había pasado con la nigromante, atravesaron el cuerpo sin causar daño.
El hechicero avanzó hacia la niebla y lanzó pequeños hilillos blancos que intentaron sujetar al ente. Fue en vano. Aamón aprovechó la cercanía, lanzó a Fraser una clase fuego oscuro que lo elevó en los aires y lo hizo chocar con un árbol. Sangre roja y brillante le descendió por la frente. El felino fue hasta su amo y fungió de salvaguarda.
Por su lado, Darmuid blandía las lanzas contra la bruma, pero no conseguía lastimarla. Lo único que obtenía era dispersarla y ganar algo de tiempo para evitar sus golpes.
—¡Ella! —gritó Ivar—. Tienes que cerrar el portal. —Fraser se levantó con dificultad y extrajo algo del interior de su camisa.
Lo vio y no pudo creerlo. El hechicero sostenía en una mano el talismán que la nigromante le había obsequiado. Ahora el topacio colgaba de una cadena plateada. Una parte de ella se conmovió y la otra observó maravillada el poder que destilaba. Ivar brillaba, su cabello revoloteaba alrededor de él como un halo de fuego y sus ojos resplandecían a la par que la gema. Parecía... un ángel.
—Arrodíllate, deja de pelear... —comandó, mientras su mano izquierda dibujaba los patrones de los hechizos T3 y T2.
Lo miró atónita. Acababa de ordenarle a Aamón detenerse. Pero su asombro no radicaba en una orden que podía darla cualquiera y caer en oídos sordos, sino en el hecho de que el espíritu se congeló después de doblar la rodilla. El ente Aulló.
—¡Ciérralo ya! —intervino Diarmuid.
—Lo sé —bisbiseó, saliendo de su estupor.
Se levantó, pese a que el suelo giraba como nunca lo había hecho. Su cuerpo no respondía como debía y se sentía a desfallecer. Su boca se llenó de la saliva agria, esa que anunciaba que pronto volcaría su estómago. Debía concentrarse, debía cerrar el portal.
La voz de Ivar no duró mucho, la bruma cogió al lancero del cuello y lo alzó por encima de sus pies. Diarmuid pataleó y llamó a sus lanzas; no obstante, le fueron arrebatadas con celeridad. El hechicero intentó de nuevo comandar al ente, pero no funcionó una segunda vez y la tercera apenas lo contuvo por dos segundos.
El temor de perder a Mitsrael la hizo espabilar, vertió todo su poder en cerrar el pentagrama, olvidándose de todo. Si se distraía, perdería el terreno ganado. Sin mover los dedos ni hablar, fue centímetro a centímetro haciendo del circulo uno más pequeño.
—¡No! —bramó la niebla y se dirigió a ella.
Apenas logró rozarla antes de que el portal se cerrase por completo y con ello desapareciera. Cayó sobre sus rodillas, agradecida de perder la consciencia. Ahora podía dormir, descansar. Diarmuid estaba a salvo, Ivar estaba a salvo.
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