Capítulo XXII: El honor de la sangre - primera parte
—Irresponsable. —Diarmuid soltó un golpe en su espalda—. Impulsiva. —Uno más en los brazos—. Descuidada. —Otro en sus piernas.
Pronto, el suelo ascendió a su encuentro, sus rodillas colisionaron contra la tierra y las palmas de sus manos evitaron que se impactara de lleno con la tierra. Jadeaba, transpiraba... y la piel le escocía allí donde recibió los golpes. Resistió el impulso de hacerse bolita y lamentar su decisión.
—Tiempo fuera —pidió, sobándose.
El viento soplaba ligero, ayudando a mitigar el calor de su cuerpo, pero no era suficiente para secar el sudor que cosquilleaba sobre su piel. Estaba más sucia de lo que alguna vez tuvo consciencia de estarlo; con la ropa entierrada, los miembros doloridos y la garganta seca lo único que quería era descansar y comerse un buen trozo de pastel.
Llevaba casi un mes practicando defensa personal con Diarmuid, por lo visto había sido tiempo inútil. No había mejoría en nada, seguía con las reacciones tal lentas como al principio.
—Fuiste tú quien me lo pidió.
Lo había hecho, y en ese instante se arrepentía. Entendía que le sería de utilidad saberse defender sin magia, pero eso no la hacía más diestra en la materia. Realmente era torpe, los reflejos que tenía casi nulos y su fuerza inexistente.
Se sentó, apoyando los codos en las rodillas hundió el rostro brevemente entre los brazos.
—Sí, sí. Fui yo, pero jamás pensé que me tratarías tan mal —reprochó, fijando la mirada en el lancero—. De haber sabido que serías tan estricto, lo hubiera pensado dos veces.
Diarmuid se acercó a ella y tomó sus brazos. Revisó con cuidado allí en donde las lanzas la habían golpeado.
—No dejarán moretón.
Estos no. Sin embargo, su cuerpo tenía marcas de sus enseñanzas pasadas.
—Pero eso no significa que no duela.
—Supongo que eso es todo por hoy.
El lancero desapareció la lanza roja de sus manos y guardó entre los arbustos la de práctica que consiguió para ella. Un vil palo de madera que la hacía ver peor que mediocre. Cuando se quejó, Diarmuid había argumentado que no soportaría una como las de él, que además de ser por completo de metal, tenían magia impregnada en toda la composición. Debatió eso, pero el hombre no cedió. Como buena tozuda que era, le prometió que un día sería capaz de sostener sus lanzas, el lancero había sonreído, negando. Era un reto. Que al parecer no iba a superar.
Siguió frotándose los brazos, negándose a la idea de caminar hasta la mansión. Tan solo imaginar el trayecto la cansaba. Resignada, se levantó y emprendió el regreso a la par que el lancero.
Dagmar había aceptado la presencia del espíritu en la casa; sin embargo, Mistrael se abstenía de entrar por temor a causarle problemas. Raphaella intuía que se debía más a una aversión entre ellos que a otra cosa su reticencia a volver.
—Puedo cargarte —se ofreció.
—Gracias. —Negó, ya no era lo mismo.
Mientras avanzaban, observó a Diarmuid y lo hizo a consciencia; delineando cada curva de su rostro, los ángulos de su nariz y clavícula, y la suavidad que insinuaban sus labios. Desde el primer momento le había resultado atractivo, y esa impresión no había hecho más que reforzarse con cada segundo a su lado.
Dioses... el lancero no era sino la encarnación propia de la belleza cruda y real, de esa que se encontraba rara vez en el mundo. No escondía nada tras su piel, ni pretendía ser algo que no era. Raph admiraba eso. Era honesto, era amable y era inocente de un modo en el que muy pocos lo eran en su mundo. Quiso restregarse contra él como si fuera un gato. Desvió la mirada avergonzada.
Diarmuid había sido llamado con el propósito de ser el medio para detener las muertes en la isla, cosa que no era más. No solo porque los asesinatos hubiesen parado, sino porque en algún punto la línea que los dividía se difuminó y ahora había un nosotrosen sus pensamientos, y ya no un eso. A ciencia cierta, Raphaella no estaba segura de si alguna vez existió con precisión el trazo que marcase las condiciones de ama y sirviente, si desde un principio se negó a ser llamada como tal.
La aceptación de eso la asustaba y llenaba de dicha a partes iguales. Debía admitirlo en todas las acepciones posibles y ser honesta consigo misma. Su cuerpo lo reconocía, el corazón trepidaba con furor cada vez que se acercaba, y sus manos se volvían inestables y ansiosas por querer descubrir cada recodo de su piel. Disimuló una sonrisa.
Era algo profundo que la estremecía, que le calaba en lo profundo del pecho y la recorría con delicadeza hasta rozarle el alma. Se sentía... bien estar a su lado. Suspiró y su emoción se esfumó.
¿Estaba mal si se consentía aquel desliz? ¿Tenía algo de lo que arrepentirse por haber permitido su relación llegara a tal grado? ¿La volvería eso necrófila? Mordió su labio inferior asqueada. No, no era un cadáver, era una persona de carne y hueso, con un hermoso corazón y un alma resplandeciente.
«No hemos hecho nada malo y aunque lo hiciéramos quién podría culparme»
Una parte de ella quería levantar de nuevo un muro que los dividiera y que dejase en claro las posiciones de ama y sirviente; pero otra parte de ella, la solitaria Raphaella, se agradecía la cercanía, las risas compartidas y la confianza que le brindaba para expresarse sin temor a romper los modales o recibir reprimendas.
Alejó sus ideas del derrotero que seguían. No tenía sentido ahogarse en pensamientos que podían ser unilaterales, y decantó por temas más apremiantes.
Los asesinatos en la isla habían cesado después de conversar con Tatsuya. Estuba segura de que otras ciudades lo estarían resintiendo, pero mientras lo hiciera en donde los hechiceros fueran escasos o los poblados poco conspicuos, no llamaría atención indeseada y eso, aunque estuviera mal, la beneficiaba. Sin embargo, el problema no se había resuelto.
Tuvo una punzada de arrepentimiento al recordar el trato que le ofreció a Tatsuya y a su hijo. En su defensa, la muerte de su hermana era una herida reciente que no se detuvo a pensar en las consecuencias. No era justificación, claro que no... aun así, se lo repetía.
Se despidió antes de dirigirse a su habitación.
—¿Le preparo el baño? —La voz de Púrpura la recibió apenas entró a la casa—. Está muy sucia, señorita. ¿Ha jugado a revolcarse en la tierra?
Rio.
—Sí, algo así —contestó y le permitió la entrada.
Pasaron unos minutos antes de que Púrpura la llamara al cuarto de aseo.
—Gracias, estaré bien por mi cuenta —la despidió para evitar que viera los golpes sobre su piel.
La mujer albina asintió y salió de los aposentos.
Hundió su cuerpo en el agua tibia, cada centímetro de su maltrecha piel agradeciendo por el mimo. Después de sumergir las piernas, se acomodó con la intención de disfrutar por largo rato, y así lo hizo. Hasta que comenzó a tiritar. Luego, tan pronto se secó y vistió para dormir, se acostó en la mullida cama.
Se despertó gracias a la mujer albina. Si Púrpura no hubiese acudido a levantarla ella habría dormido hasta medio día y faltado a clases.
—Solo cinco minutos más.
—El joven amo se enfadará si usted se retrasa y no desayuna con él.
Abrió los ojos con parsimonia y se levantó a regañadientes. No por complacerlo y ser fiel a su voluntad, sino porque al final de cuentas tendría que ir a la escuela y mejor que hubiera comido algo antes de ello.
Se duchó y se vistió con el habitual uniforme. Era un alivio usarlo, así no tenía que devanarse los sesos pensando qué colores quedaban con cuáles, para al final elegir al azar y terminar como caja fuerte a la que por ningún lado se le encontraba la combinación.
—Buenos días —saludó cuando se sentó a esperar que se le sirviera la comida.
Helen desayunaba con Dagmar. Volteó como si la viera y le sonrió. Raphaella ignoró la malicia del gesto.
—Buenos días —respondió Dagmar—. ¿Qué tal dormiste?
—Bien, gracias.
—¿Qué tal la tarde del viernes? No pudimos regresar juntos, pero supe que llegaste pasada la media noche.
Allí estaba la verdadera razón de su interés, qué hacía la prometida de Dagmar Von Lovenberg sin él. ¿Cómo se atrevía siquiera a tener voluntad?
—Fue entretenida —contestó tajante y en ese instante Púrpura le puso la comida enfrente, comió con celeridad y bebió jugo de manzana a la par que se levantaba, debía terminar de prepararse.
Resultaba cansino tener que explicar cada movimiento suyo, decir cuándo saldría, con quién, a dónde y a qué hora regresaría como si fuera una prisionera. No requería de un gran intelecto deducir que la mujer albina, que la socorría, la acompañaba como una fiel dama y que era la única conocía esos detalles de su vida, era quien le reportaba cada movimiento a Dagmar. Bufó. La peor parte era sentirse traicionada por Púrpura, pues con el tiempo había empezado a cogerle cariño.
—Señorita, le he traído su manzana y un poco más de jugo. —La albina le tendió una bolsa de papel.
—Gracias. —Fría como un témpano de hielo, molesta consigo misma y con ella—. Puedes retirarte, me encargaré de lo demás.
La mujer sobrecogida por su nueva actitud salió de la recámara con las facciones decaídas.
Llamó a Mitsrael una vez que estuvo en el auto, revelándose contra las órdenes de su prometido se había ido por su cuenta.
—¿Deseas algo?
—No. —Sonrió maravillada de tenerlo frente a sí. Entonces, decidió arriesgarse—. Me complace tu compañía.
—A mí también, Aishim.
Se estremeció involuntariamente. Diarmuid había hecho de su nombre una plegaria, cada vez que la llamaba "Aishim" era como si le suplicara por algo que ella no era plenamente consciente... Una caricia al corazón, un beso en el centro de su vida.
—Genial, vámonos.
Colocó ambas manos sobre el volante, pero a los pocos minutos fue incómodo, sus brazos se revelaban ante la idea de perder tiempo en un lugar en el que no eran necesarios. Bajó lentamente el derecho y con timidez lo acercó a la mano del lancero, aunque no pudo rozar su piel... Entonces, Diarmuid tomó la iniciativa y acarició su dorso. La nigromante solo resistió unos segundos antes de devolverle el gesto.
Suspiró gustosa y viró para observarlo, tenía tatuada una sonrisa de oreja a oreja. Raphaella estrujó su mano.
—¿Es esto correcto? —preguntó el lancero, alzando el nudo de sus manos.
—Me gusta y es todo lo que importa. —Se encogió de hombros.
Lo malo de tener algo similar a una aventura era que al volver a casa la despedida se tornaba difícil. No porque temieran no verse más o porque después de sus acciones se avergonzasen como infantes, sino porque para el lancero acompañarla era incorrecto, lo sentía como entregarla a un enemigo. Y ella lo sabía por su conexión. Asimismo, ocultarse en público era un tanto incómodo.
—No debes preocuparte por Dagmar. Él es consciente de ti y sabe también que eres un espíritu, aunque... —Raphaella extendió la mano y la colocó sobre su hombro, apretó un par de veces—. Yo diría que eres tan real como él.
Diarmuid sonrió y besó su mano antes de desaparecer, y de que ella entrara al estacionamiento de la universidad.
Salió encantada. Por sus venas corría genuina felicidad que la instaba a sonreír y a agachar el rostro para evitar que la descubrieran, parecía una cría, sin duda. Se preguntó si eso era lo que su hermana buscaba cuando decía querer casarse, ¿lo habría encontrado? ¿Habría sido feliz? Raphaella deseó en lo más profundo de su ser que lo hubiese conseguido.
Recordó el día en que Adeline mostró sus habilidades a los posibles pretendientes, no había tenido una Prueba de Sangre Digna como ella. En su generación ningún heredero había alcanzado la edad casadera. Así que, en lugar de entrar al Bosque Estigio, la familia creadora organizó una gala para que las hechiceras núbiles mostrasen su poder y lograran un buen partido entre aquellos disponibles. Terminó casada con el hermano menor del Dómine Filcquemont.
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