Capítulo XX: En el recuerdo descansa la pena - primera parte
Avanzó de la mano de su prometido. En el cementerio había pocas personas, diez como mucho. Conocía a todos; su familia, la familia de Dagmar y un par de cabezas de las familias principales. Alzó el rostro. El día era soleado, tan caluroso que la ropa negra era el peor color que podría vestirse, debía ser sofocante para los hombres. Al menos, las mujeres vestían de rojo quemado.
—Está bien, querida —consoló Dagmar e intensificó el apretón de manos.
Hacía poco reparó en que su prometido la llamaba por aquel sobrenombre. Podía pasar como bonito, pero lo cierto era que no dejaba de sentirlo como una reafirmación de que el heredero podría hacerle lo que quisiera, y no tendría voz más que para decir sí. En caso de que se lo pidiesen.
«¿Estás bien?»
La sola pregunta fue una caricia para Raphaella y se enfocó en la voz de Diarmuid, deseando intercambiar a la persona que caminaba a su lado por el hombre que la vería desde algún punto cercano. Oteó en derredor y al no encontrarlo dio un suspiro resignado.
En algún momento todo regresaría a la normalidad. Tenía qué.
«Lo estoy»
Era verdad, percibía la ausencia de Adeline en su pecho, pero ya no escocía como antes, tampoco la sofocaba. Su cuerpo lo había aceptado, la pérdida ya formaba parte de ella.
«Si necesitas algo, dímelo, estoy aquí»
Asintió con la cabeza.
—¿Pasa algo, querida?
Negó y se golpeó mentalmente por cometer tan estúpido error. Se acomodaron alrededor del féretro.
El padre hablaba en latín, pero, aunque entendía la lengua muerta, las palabras no cobraban significado en sus oídos. Su mente estaba en otro lado, en la gente de su alrededor, intentando ignorar el hecho de que era su hermana la que yacía dentro del ataúd. El esposo de Adeline lloraba con discreción, los varones Marlowe lucían impertérritos con la vista fija en el centro, con excepción de Cassian, quien tenía la mirada más allá de la caja de madera. No necesitaba leer su mente para saber que la muerte de Adeline había sido especialmente dolorosa para él.
Así como Raphaella e Iskander habían llegado a una relación un tanto alborotada, pero leal, cercana y llena de confianza, Cassian y Adeline hicieron lo mismo, aunque por motivos muy diferentes. Mientras a Iskander y a ella el conocimiento de saberse segundos y no esenciales los había unido con un lazo inquebrantable; a Cassian y a Adeline los conectó la responsabilidad y el orgullo, uno y otro asumieron sus lugares en la familia y en el mundo, aceptaron el compromiso con el mentón arriba y se esforzaron en ser perfectos en lo que debían, olvidando sus propios anhelos. Raph apartó la mirada al reparar que, en comparación, Iskander y ella eran egoístas que complicaban la vida de los demás.
—Amén —finalizó el padre.
Observó a los presentes dispersarse como pétalos marchitos cayendo de una rosa. El último en retirarse fue Cassian, después de arrojar un par de orquídeas. Raph sabía, no por observadora sino porque su hermano se lo dijo cuando preguntó por tan extrañas flores, que eran las favoritas de su hermana. Las flores descansaron impolutas por escasos segundos antes de que un par de hombres comenzaran a sepultar el féretro.
Dagmar y ella se mantuvieron de pie al lado del ataúd unos minutos más.
—Era bastante condescendiente, ¿sabes? Me enojaba cada que me trataba como una niña que no sabía lo que quería, o cuando actuaba como una madre comprensiva ante la rabieta de un crío. Al final dándome por mi lado.
»Cuando yo gritaba que no seguiría sus pasos ella respondía "eso dices ahora" —hizo una burda imitación de la melodiosa voz de Adeline—, como si fuera inevitable que yo me convirtiera en... ella. Odiaba eso, pero la quería. La quiero mucho. —Su voz estuvo por quebrarse, se recompuso antes de continuar—. Era buena. Se esmeró por llegar a ser la hija que Sebastian quería, y lo logró. Era todo lo que un padre desearía en sus hijas. Dedicaba el tiempo a entrenar para ser la mejor y conseguir un buen esposo, y se consagró a la familia tan pronto se casó, satisfaciendo cada expectativa que había impuesto sobre ella... Jamás llenaré el vacío que deja, nunca podré ser lo que Adeline —comentó, mirando el nuevo hogar de su hermana.
—No tienes que serlo —susurró Dagmar—, serás mi esposa y podrás ser lo que desees.
Resistió el impulso de arrojar a su prometido al pozo en donde yacía su hermana. Adeline no lo merecía, o quizá sí, de un modo muy retorcido.
—Ese es el problema, Dagmar, yo no quiero casarme y ser lo que deseo. Yo no quiero esperar por un heredero.
Von Lovenberg se plantó frente a ella y le alzó el mentón, los ojos azules parecieron taladrar su cuerpo hasta llegarle al alma. Soportó el íntimo momento al carecer de fuerzas para alejarse, y se distrajo adrede con la tonalidad de los iris.
«Azul, azul como los casquetes. Y tiene venitas rojas... como las de Sebastian cuando bebe»
Eran singulares, eran hermosos en su extrañeza, admitió.
—Te he dicho que celebraremos una fiesta de compromiso, no la boda. Te he prometido que esperaré lo que haga falta, y lo voy a cumplir.
Por improbable que resultase, el cielo soltó una lluvia helada en ese instante, de esas que llegaban al tuétano de los huesos. En menos de lo que esperó, el agua corría abundantemente por su ropa. Ninguno intentó resguardarse.
—¿Por qué esperarías? —Lo viera por donde lo viese, no tenía sentido, él sabía que además de incrementar el Acervo familiar su deber como heredero era continuar el linaje.
Dagmar respiró como si necesitase reunir todo su valor, y le estrujó los hombros como prueba de su nerviosismo.
—No sé cómo hacerte comprender lo que quiero que escuches... —El heredero le acarició una mejilla—. Hay algo en ti que me atrae irremediablemente como el polen a las abejas, querida. Algo que no puedo explicar porque no existen las palabras para ello. Porque podría decirte que, aunque de niños solo eras una compañera de juegos, con el paso del tiempo te volviste el centro de mi atención, crecías, madurabas y cada vez que te veía marchar a casa, o las pocas veces que sonreías, yo no podía apartar la mirada de tu rostro.
Raphaella abrió la boca para interrumpirlo y desviar la conversación, pero Dagmar la censuró con tan solo una mirada.
—No entiendo qué es eso que te hace diferente al resto. No sé si es tu manera de ser, o la belleza escondida en tus ojos, mas soy consciente de que vives en medio de la maleza como una flor solitaria, como una extraña y bella flor silvestre.
»Así que... pensé que mi interés por ti se debía a que quería, en un egoísta deseo, arrancarte del jardín para que nadie más descubriera lo que yo, pero luego caí en la cuenta de que no ostentaba ningún poder, sino que había sido una víctima de ti. Yo soy la abeja que tu perfume atrajo, Raphaella, tú eres mi flor. Tú eres todo lo que quiero.
Una vez más intentó detener el flujo de palabras de Dagmar. No era el mejor momento ni tampoco el lugar adecuado, pero el heredero silenció sus labios colocando el dedo índice sobre ellos.
—Púrpura es un regalo que pedí a mi padre me ayudase a crear desde la primera vez que fuiste a jugar a casa —continuó—, en ese entonces no lo comprendía, pero ahora puedo decir, no... puedo asegurarte que era el pequeño brote que crecería hasta convertirse en lo que hoy siento. Púrpura nació para y por ti. Por eso ella te será leal, será una amiga o tu madre si así lo deseas, será todo lo que quieras... porque surgió en el corazón de la inocencia de un niño. —Dagmar sonrió y le limpió el agua de las mejillas.
Quiso corresponder a su la declaración de algún modo, mas Raphella no encontró las palabras y un «gracias» podría resultar grosero después de semejante confesión. Ahora entendía mejor la abnegación de Púrpura.
Estrechó a su prometido tan fuerte como pudo. Alzó el rostro.
—Yo... —Las palabras se ahogaron en sus labios cuando el heredero los aprisionó con los suyos.
Húmedos, suaves, experimentados. Una sensación desconocida nació allí en donde la piel se tocaba, lentamente «eso», porque no había otra forma de que ella pudiera describirlo, se fue propagando por su cabeza, los brazos y las piernas. Era cálido, era agresivo también, como finos alambres que se hundían en su piel, atándola...
¡Atándola!
Interpuso los brazos y alejó a su prometido, abrumada.
—No creo que a Adeline le agrade esto —se disculpó.
—Mi querida. —Dagmar le ofreció el brazo—. Vayamos a casa.
Aceptó y echó a andar bajo la lluvia.
«Eso» pareció desaparecer de su cuerpo; sin embargo, aún percibía una sombra de su calidez, de sus ataduras. Tan similar a cuando soñaba. Se despertaba, sabía que había soñado, pero no lograba recordar nada y entre más se esforzara por retener las imágenes, estas se le escurrían con mayor rapidez. Como agua en una alcantarilla.
Le adjudicó tales sensaciones a la falta de experiencia.
«Interesante confesión»
La voz de Diarmuid sonaba áspera y resentida, la hizo dar un saltito por lo repentino.
«¿A qué te refieres?»
«Tu prometido es bueno con las palabras»
«¿Has invadido mi mente? Creí que respetabas mi intimidad» El estupor por lo inesperado de la confesión dio paso a la vergüenza, que fue absorbida por la cólera casi de inmediato.
«No, eres tú quien no supo mantener la conversación en privado. Nuestro vínculo funciona como dos cuartos juntos, cada uno es una consciencia. Hay una puerta que los conecta, usualmente está cerrada y los muros son gruesos, pero cuando se baja la guardia se escucha todo. Algunas veces se ve todo, sin que se pueda hacer algo para evitarlo»
Intentó controlar su enfado.
«La próxima avísame que estoy haciendo un escándalo mental»
No hubo respuesta, ni siquiera sintió que Diarmuid estuviera escuchando después de eso. Maldijo, no por el pequeño altercado que habían tenido (que tampoco le dejaba buen sabor de boca, pero que delegó) sino porque, de nuevo, un espíritu le explicaba lo que ella debía saber.
Durante el trayecto a la mansión Von Lovenberg se durmió.
Cuando despertó, estaba en su cama y el lancero descansaba en el diván, tenía los ojos cerrados, por lo que supuso estaba dormido. Con todo el cuidado que pudo fue al baño. Cuando volvió, Diarmuid la miraba con los ojos tristes y brillantes. Por un demonio.
Su vergüenza se esfumó al ver su semblante. Algo no iba bien.
—¿Qué sucede?
—Nada.
—Sabes... yo tampoco necesito usar nuestro vínculo para darme cuenta de que no estás bien.
—Extraño mi época —respondió luego de una prolongada pausa, y agachó la mirada.
Raph retrocedió ante la dura verdad de la confesión. Un golpe en el pecho certero y doloroso que sin precisar de contacto le arrebató la voz, de todas las cosas que podían afligir al lancero jamás esperó aquella. Aun cuando era la más obvia.
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