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Capítulo XVI: La hechicera y el espíritu de otra era - segunda parte







El pelirrojo la miraba con una sonrisa en los labios y el desconcierto en los rasgos, junto a él, tres chicas y Vincent. Por lo visto, continuaría alimentando la fama de casanova sin importar si estaba o no comprometido. Tal vez fue bueno que ella no se atara a él, pese a no esperar fidelidad, sí quería respeto y que las apariencias se mantuvieran.

El mejor amigo de Ivar era muy distinto en cuanto a físico refería, su cabello oscuro era lacio y tenía la piel de alabastro. Y, en la mirada sufría de heterocromía; el ojo izquierdo era de un verde opaco mientras el derecho era café claro. Eran muy distintos, aunque bastante bien parecidos.

Las chicas eran vacīvae comunes; una de largo cabello castaño, otra de un rizado cabello oscuro, rizos que rebotaban con alegría cada que movía el rostro y, la tercera de cabello corto y negro. Envidió la forma del rostro de la ultima, una vez quiso tener el mismo corte, pero sus mofletes se lo impidieron.

—Hola, Raphaella —saludó Vincent.

—¿Qué tal? —Buscó parecer casual, pero su voz fue rígida y poco natural.

Un pequeño silencio incómodo tuvo lugar.

—Ivar, vamos al parque de diversiones —terció la chica de cabello castaño.

—Espera, Stella.

—¿Quién es tu amigo? —preguntó el rastreador—. No recuerdo haberlo visto. Nunca.

—Oh, claro —murmuró—. Ivar, Vincent, Stella y las demás, él es Mitsrael.

—Es un placer conocer a los amigos de mi ama. —Se inclinó levemente.

Raphaella sintió su rostro hervir y maldijo en sus adentros. En su cabeza, su frente golpeaba contra el árbol más cercano. ¿Acaso debía hablar en algún antiguo idioma para que le entendiese? ¿U ordenarlo? Ya no sabía si estaba enojada o avergonzada.

—Vaya, que gracioso eres, Mitsrael —improvisó—. No son amigos, son... —«desconocidos».

«No hagas eso»

«¿Por qué no?» Mantuvo una sonrisa cortés con los recién llegados.

«La gente de hoy no lo hace. Te lo he dicho»

«Lo siento»

«No lo vuelvas a hacer, es una orden»

—¿Él dijo que eras su «ama»? —La chica de rizos lo miraba como si le hubiese brotado una nariz extra.

—Era un chiste.

—Suelo molestarla diciendo eso. —Diarmuid pasó el brazo por sus hombros.

Soltó un gemido casi inaudible por la sorpresa y rio nerviosa. Solo estaba empeorando las cosas, nadie en la vida habría dado una excusa tan poco plausible. ¿Y qué del gesto?

—Ellos se ven muy monos, ¿verdad, Christina? —Stella abrazó a Ivar de la cintura al tiempo en que miraba a la chica de cabello rizado.

—No, no lo hacen —espetó Ivar sin permitir que la mentada respondiera.

—¿Por qué no vienen con nosotros al parque? —intervino la chica de cabello corto.

—Nessa tiene razón —concordó Vincent—. Vayamos a divertirnos.

Miró a Diarmuid y observó una pizca de curiosidad en sus ojos áureos. Ella tampoco había ido a uno. Quizá no era tan mala idea. De hecho, era una buena manera de terminar el día.

—Iremos, nosotros los seguiremos en mi auto.

Ivar no pareció estar de acuerdo, pero sus protestas no fueron pronunciadas y se limitó a asentir. Caminaron hacia las orillas del lugar, cada quién en su pequeño círculo excepto Nessa. La chica se había colocado a un lado de Diarmuid y la nigromante había optado por adelantarse unos pasos.

—¿De dónde eres? —Su voz se había suavizado de forma considerable.

—De Irlanda.

—¿En serio? ¿Cómo es allá? Yo solo he visitado Francia, Alemania y Suiza, pero siempre he querido ir a Irlanda.

—Es... bueno... Mejor deberías verla con tus ojos, no quisiera arruinar la sorpresa.

«Le gustas» se burló Raphaella.

«Está bajo el efecto de mi maldición, no es algo real»

«¿Si tu maldición es real, no vuelve eso real lo que ella siente?»

Diarmuid encontró la manera de separarse sin parecer grosero y volvió a ella. El trayecto al parque fue silencioso y, una vez en el estacionamiento caminaron en pequeños grupitos. Ivar con Nessa y Christina.

—Son asombrosas —exclamó el lancero al ver los juegos a mejor escala—: mi mente, en cuanto soy invocado, recibe toda la información posible de las máquinas y artefactos, pero es muy distinto ver una imagen en mi cabeza a verlo con mis propios ojos.

—Mira. —Raphaella señaló una noria—. Hay que subir.

Lo tomó del brazo por instinto y avanzó hacía la inexistente fila de espera.

—¡Mitsrael! —Nessa llegó a su lado en un parpadeo.

Detrás de ella venían los demás. Christina ahora con Vincent, ¿o era Stella?

—Subiré con Mitsrael a la noria —indicó Nessa y lo jaló hacia sí, antes de subir al compartimiento preguntó—: no te molesta, ¿cierto, Raphaella?

—No, no. Por favor, ve.

—Subiremos en el siguiente. —Ivar la empujó hacía la cabina.

Entró sin rechistar. Pese a que hubiera preferido ir con Diarmuid, pues significaba silencio y obediencia, Ivar no era mala compañía. Una vez dentro fingió olvidarse del pelirrojo.

El día estaba por terminar y el viento fresco comenzaría a sentirse. El calor de la playa solo era palpable en ciertas zonas. Predominaba la temperatura fría. El clima era extraño en la isla, configurado especialmente por los hechiceros para facilitar la proliferación de las plantas y flores que requerían. La paz naranja la habría hecho dormir de no haber sido porque su cuerpo reaccionaba al hechicero frente a ella.

—¿Quién es él? —Una demanda, no una pregunta—. ¿Quién es realmente?

—Un amigo —mintió.

No podía decir quién era ni qué era, aunque el hecho de que Fraser no hubiese identificado el qué, le daba esperanza a su empresa.

—¿De verdad lo estás haciendo, Raphaella?

Volvió la mirada, centrando su atención en el hechicero. Por más que quisiera contarle quién era y qué hacía allí, no podía ir desvelando por la calle que había dos seres de otro mundo en la isla por su voluntad.

¿El qué?

—Él es mayor. Deberías tener cuidado. No solemos relacionarnos. El Libro Blanco lo específica.

Se encogió de hombros sin malicia, pero Fraser lo interpretó como culpabilidad. Las Letras Blancas prohibían las relaciones entre humanos y hechiceros; si se daba por alguna causa mayor, se debía pedir una dispensa al Eje. Además, qué hipócrita.

—No lo vale. Date cuenta de lo que estás arriesgando. El futuro por el que peleaste podría desaparecer. Además, estoy seguro de que ni lo conoces.

Lo miró sin dar crédito a sus oídos. ¿Estaba insinuando que ella y Diarmuid tenían algo más que un contrato?

«¿Y qué de malo habría en ello?»

—No eres el indicado para darme un sermón. Hay tres vacīvās contigo ahora mismo.

—Las cosas son distintas, yo soy un heredero y tú...

—¿Una vaca de cría? ¿Es eso lo que dices?

—¡No! —Ivar se acercó y la tomó de las manos—. Escucha, solo quiero que tengas cuidado. Dagmar no es alguien que acepte traiciones.

—Dagmar no necesita saber. —Clavó sus ojos en él, desafiándolo.

—La familia creadora domina esta isla, de verdad... ¿crees que no se enterará?

Agachó la mirada consciente de cuán cierto era lo que decía.

—No estoy haciendo nada malo —susurró.

—Pero estás comprometida.

—Esos matrimonios nunca han sido fieles. —Escasos habían sido los que sí—. Todo el mundo lo sabe.

Y... en cualquier caso, ella no estaba rompiendo las reglas.

—Lo sé, lo sé. Yo mismo lo acepto, pero Dagmar no lo perdonaría. Su posición no lo permitiría.

La nigromante era consciente de que estaba destruyendo la imagen que Ivar pudo haber tenido de ella; sin embargo, era mejor que ser descubierta como la causante de los asesinatos.

—También tengo derecho de tener amigos. —La furia anidó en su interior, aun si era mentira por qué demonios querían controlarla, si todo lo que pedían era un heredero—. El tiempo que pase con ellos es mi problema y si mi compromiso se rompe, pues ni modo.

—¿En serio? —La sonrisa que le ofrecía el pelirrojo era cálida y sus ojos honestos, no había alevosía en sus palabras, pese a que fueran una reprimenda.

Vale, que quizá no le diera igual, pero tampoco sería el fin de su mundo. Sebastian la castigaría y sería condenada a vivir como paria por ser la segunda hechicera en la historia que dejaban. Pero podía ser peor.

—Sí. —Sonrió altiva y alzó el mentón.

Desvió la mirada a la ventilla. Desde arriba las cosas lucían insignificantes y, si abriera la portezuela y saltara, entonces lo serían...

El hechicero la hizo voltear una vez más.

—Lo he cargado conmigo todo este tiempo. —Fraser le extendió un pañuelo, sin dárselo lo abrió. En el centro yacía el talismán tributo que le había obsequiado, brillaba con fuerza y fluía de él tanto Maná que la cabina pareció encogerse, sintió que se asfixiaba—. Supongo que tengo que devolvértelo.

Acarició la piedra sin agarrarla. Su tacto era como lo recordaba: suave y cálido. Entonces, la cubrió de nuevo con la tela. Su color era similar a los ojos de Diarmuid e idéntico a los de Ivar.

Pese a tener la misma tonalidad, el brillo era distinto en cada mirada. No entendía como podía ser consciente de las motas verdes en los ojos de Fraser y, de la combinación dorada y marrón del lancero, pero lo hacía y le gustaba y asustaba a partes iguales.

—Te lo ofrecí porque tú eras mi elección —confesó con un nudo en la garganta—. Me arrebataron la posibilidad de elegir con quién casarme... —Casi se atragantó con la última palabra—. Al menos puedo decidir a quién obsequiarle el talismán. Es tuyo...

«Como lo es mi corazón»

—Si Alexander no hubiese interferido, también te habría elegido. —Envolvió el topacio y lo guardó en su chaqueta—. Gracias.

No le gustaron sus palabras, porque sonaban a que pelear contra el mundo por ella no valía la pena. Sin embargo, no dijo nada. Tampoco es que tuvieran algo como para enfadarse u ofenderse. De hecho, estaba siendo práctico. Nadie desafiaba a Alexander y vivía para contarlo.

Los minutos restantes del juego pasaron en silencio. Cuando la noria terminó de rodar, bajó y fue a donde Diarmuid la esperaba. Él sonrió cuando estuvo cerca.

«¿Te ha gustado?» Raph intentó calmarse, su corazón seguía acelerado.

«Un poco» El lancero desvió la mirada.

«¿Un poco?»

No obtuvo respuesta.

—Mitsrael y yo iremos por ese lado. —Señaló la montaña rusa y otros juegos.

—Nosotros también. —Vincent tomó a Stella de la mano.

Los ojos de Nessa brillaron. No podía culparla, de hecho, nadie podría. Tener a Diarmuid a escasos centímetros y no aprovecharlo sería casi un pecado. Incluso Raphaella lo aceptaba.

Se formaron por escasos diez minutos en la fila. Fraser y Nessa se acercaron y entre los cuatro conversaron de naderías. El lancero pareció incómodo al principio, cuidando qué decía y cómo actuaba, pero paulatinamente se fue relajando.

Al entrar, se acomodaron hasta la delantera del juego. La adrenalina corrió por sus venas antes de que siquiera empezara y, sin ser plenamente consciente de ello, apretó la muñeca de Diarmuid.

—¿Estás listo? —inquirió emocionada, iban hasta la cabeza.

—Claro.

Entonces... el juego comenzó.

No recordaba haber gritado tanto en su vida, tampoco reído hasta que sus ojos lagrimaran. Fue turno del lancero de apretarle la mano. Al bajar, el cabello de ambos eran una maraña, ninguno de los dos podía dejar de reírse del otro.

—¡Hagámoslo otra vez!

No se negó, deseaba subir de nuevo.

—Iremos por este lado —indicó Stella la segunda vez que bajaron.

Suspiró, aliviada de no tener que lidiar más con ellos. El pelirrojo se despidió con un beso en la mejilla y una mirada que, por fortuna, no supo descifrar.

Después de varios juegos, se habían agotado y descansaban en el auto.

—Ha sido muy divertido, gracias. Es la primera vez que subo a esas máquinas.

Se ahorró la confesión de hallarse en la misma situación, mas su pecho se hinchó de orgullo y de una insólita calidez. Verlo tan natural en el presente la animó tanto que la sorprendió.

Revisó su mano izquierda, la que el lancero había apretado antes y descubrió un cardenal que rodeaba su muñeca.

—Oh, mira... —Le mostró el hematoma—. Y pensar que dijiste que me protegerías —continuó, queriendo avergonzarlo.

—Ama. —La cogió de las manos, y al caer en cuenta de cómo la llamó, repitió—: Aishim, yo juré protegerte y lo voy a hacer. Mi vida en este mundo no tiene otro propósito sino servirte. —Depositó un casto beso allí donde el cardenal avanzaba. Raphaella quiso alejarse, pero el espacio se lo impidió—. Lamento no haberme dado cuenta de que te hería, por favor, perdóname.

Era la primera vez que la llamaba por su segundo nombre. Era la única persona que lo había hecho desde... siempre. Sintió que cada fibra de su ser se removía, incómoda, como si hubiera tocado algo que no debía. Sin embargo, no lo corrigió. Podía ser algo que compartieran. Que la llamara Aishim parecía nada al lado de la intimidad que existía cuando le exponía sus sentimientos sin reservas.

—Está bien, no pasa nada.

Inició la marcha hacia la casona, aunque no volvieron a entablar conversación su compañía le resultó amena.

—Te veré en mi habitación —indicó segundos antes de llegar a la mansión.

El hombre se desvaneció en una pequeña explosión de brillos dorados. Cargó con las bolsas hasta la puerta de la casa, Púrpura llegó a auxiliarla. Sin embargo, la albina carecía de la energía y chispa que la caracterizaban.

—Llévalas a mi recámara, por favor —pidió.

—Claro. —La mujer le dirigió una mirada extraña antes de obedecer y esperó a que Raph la rebasara.

Cuando entró a la casa el aire se volvió increíblemente pesado, causando que se instalase en su cuerpo una sensación ominosa. Algo parecía ir mal, y al llegar a la sala y ver a la familia Von Lovenberg y a la suya, supo que lo peor había sucedido.

—Adeline fue asesinada —informó impertérrito Sebastián Marlowe.

«Mantente estoica»

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