Capítulo XV: Las consecuencias de hechizos superiores - segunda parte
Púrpura se levantó, inclinó la cabeza y se fue de la recámara. Le remordió la consciencia su trato; no obstante, todavía no confiaba en la albina y, no era tan tonta como para no imaginar que entre sus obligaciones se hallaba el de reportar todo lo que hacía.
Raphaella tomó las cosas de aseo y, colocándose sobre sus rodillas, borró por completo el pentagrama y la sangre que había regado. El collar lo encontró en su buró sin máculas, volvió a ponerlo en su cuello.
Al día siguiente y tal como habían acordado, el espíritu se encargó de seguir a Skarsgård; sin embargo, los frutos fueron nulos. El lancero lo vigiló en todo momento, pero no hizo más allá de las típicas cosas de estudiante. Quiso ahorcarlo, seguramente intuyó que había sido acechado.
A la nigromante se le acababa el tiempo, lo sabía y quizá precisamente por ello no dejó de lado las responsabilidades para con los suyos. Durante las tardes se había encargado de visitar a Iskander, platicaban de trivialidades y Raph aceleraba el proceso de curación, pronto su hermano se pudo sentar y reír sin que pareciera morir de dolor.
Mitsrael le había facilitado las cosas. Él tanteaba el terreno antes de ir y así evitaba toparse a su progenitor por accidente, gracias a Diarmuid podía entrar sin cruzar la puerta principal. La magia que protegía la casa Marlowe estaba acostumbrada a ella y a lo que podía hacer, así que el lancero no sufría. Había sido toda una suerte.
Las muertes continuaron cada semana, cada cinco o incluso con la diferencia de tres días. Leer los diarios se volvió una obsesión después de comprender que su cabeza estaba en juego también.
Cada que el sol se ocultaba, toda la frustración reprimida la embargaba y un miedo irracional la atenazaba desde la columna hasta los brazos; quería salir por su cuenta y buscar al padre de Skarsgård, borrarlo de su mundo o exigirle al menos una explicación. ¡Era ella la que estaba en peligro! El Eje no era algo con lo que se pudiera jugar o de lo que se pudiera escapar. Si se tomaban tan en serio las ocasionales huidas de las prometidas al oponerse a su boda con algún heredero, no dudaba de que harían hasta lo imposible por dar con la causante de los asesinatos.
Skarsgård la había ignorado durante todo ese tiempo en los recesos, incluso cuando volvió a buscarlo él huyó, no consideró siquiera seguirlo.
—¿Otra vez sola?
—Hola, Ivar. —Dobló el periódico que leía.
Fraser se sentó junto a ella, bajo la misma sombra que acostumbraba.
—¿Y tu amigo?
—Tiene deberes que atender.
—¿Y tu prometido?
—Tiene asuntos que resolver con el gremio.
—Estamos solos.
—Completamente. —Esperó el tiempo prudencial antes de traer un tópico lúgubre a la conversación recién iniciada—. ¿Lo has leído? —preguntó y le facilitó el periódico—. Las muertes en el mundo de los humanos siguen ocurriendo. Es increíble que el Eje no haya actuado —dijo como quien no quería la cosa.
Ivar era casi un Dómine, su padre ya no tomaba parte activa en las reuniones del Eje. Él era quien comandaba su casa, por ende, debía estar informado de las decisiones de los mandamases. Mordisqueó distraídamente la manzana entre sus manos, lo cierto es que el descuido la beneficiaba, pero debía mantener las apariencias y tantear el terreno.
—Hasta ahora van seis muertos, dos mujeres y cuatro hombres. —El heredero calló unos segundos y, luego añadió—: Y un hechicero.
Eso le robó el aliento.
—¿Qué? ¿Quién?
—Se supone que no debería hablar de ello. —Su mirada pedía discreción—. Fue Steve Ficquelmont, un Dómine de la magia.
Olvidó respirar, y el mismo miedo que oprimía su pecho durante las noches se instaló en su garganta y corazón. El tiempo se acababa, por no decir que ya no tenía. El Eje actuaría en poco. El pánico anidó en su piel. Un Dómine había muerto. ¡Un Dómine! No podría ocultarse por mucho tiempo.
—No lo sabía. ¿Cuándo fue? —Intentó modular su voz, pero fue consciente de la nota histérica en ella—. ¿Logró transferir su Acervo?
Si a su culpa se le añadía la pérdida del Acervo Ficquelmont, ella misma se entregaría.
—Lo hizo, el hermano mayor de Vincent es la cabeza de la familia Ficquelmont. —El hechicero volvió a los muertos—. Hoy por la mañana encontraron el cuerpo.
—¿Saben si se trata de un hechicero o algo similar?
—Se trata de un hechicero, eso ellos lo tienen claro. La verdadera pregunta es: ¿vivo o muerto?
Sintió un escalofrío, así que incapaz de controlar el temblor en su voz y cuerpo, se despidió.
Esa tarde no fue a ver a su hermano.
«Mitsrael, ven»
Estaba de nuevo en la misma cafetería que la última vez. El lancero llegó sobre sus dos piernas en lugar de aparecer de la nada como siempre hacía.
—Raphaella.
Sonrió al verlo, ya no vestía con las antiguas prendas, ahora casi se veía como cualquier persona, de no haber sido por el aura que emanaba podría pasar como tal. Tomó asiento frente a ella.
—Tengo un regalo para ti —dijo y de su mochila sacó una pulsera de hilos rojos y dorados, tenía varias runas colgando, una luna de plata y un sol de oro—. Me tomó tiempo hacerla, no encontraba los patrones para hacer que funcionase de la manera en que lo requería. Es un hechizo de protección.
Diarmuid le extendió el brazo izquierdo con la muñeca expuesta, lo miró confundida.
—Es un obsequio, Raphaella, pónmelo tú.
Era chiste, ¿no? Mordió su lengua y rodeó la muñeca de Diarmuid con el brazalete, tenía los dedos doblados, pero la palma de su mano era visible. La hechicera notó las callosidades en el monte de venus y, las pequeñas y finas líneas blancas que resaltaban en la piel morena de su brazo, marcas de su vida pasada. La curiosidad germinó. ¿Quién había sido? ¿Habría vivido como un salvaje? ¿Perdido un amor? ¿Cómo había muerto? Raph conocía su nombre; no obstante, nunca se le pasó por la cabeza investigar sobre él. Como nigromante tenía demasiadas fallas.
—Esto debería bastar para permitir tu acceso a la mansión —murmuró al concluir—. ¿Cómo funciona el canal telepático que tenemos?
—Mientras seas mi ama, podremos hablar sin voz. En cuanto dejes de suplirme maná, el vínculo se romperá.
Maldijo en sus adentros.
Apenas había terminado el lancero de hablar, escuchó burbujear el café frente a ella que yacía sin tocar. Imprudente, metió el meñique en él y lo retiró ipso facto, hervía. Luego, fue su cuerpo el que comenzó a calentarse. Sofocó un gemido.
—¿Mitsrael, hay alguien aquí? —Se levantó para otear por breves segundos antes caer sobre sus rodillas, arrastrando consigo el mantel y derramando la bebida en el suelo.
El sirviente se inclinó en ademán de ayuda, pero ella lo rechazó.
—Debemos irnos —dijo parándose con dificultad—; esta es una advertencia.
Diarmuid ignoró su rechazo y la tomó entre sus brazos. La gente comenzó a murmurar. La hechicera hizo oídos sordos para evitar entender sus habladurías.
—Rápido, por favor —pidió en un susurro, el fuego la consumía desde dentro.
El lancero salió del lugar corriendo; y en un santiamén se encontraron saltando distancias estrafalarias, como si tuviera resortes en las plantas.
Sus pies tomaron tierra en pocos segundos, y sus ojos reconocieron el entorno: el bosque. El aire del exterior estaba helado. Tosió un par de veces, tenía la garganta seca y sentía mucho frío, tiritó. Apoyó los codos sobre las rodillas para intentar serenarse; sin embargo, sus sentidos la alertaron de la presencia de otros hechiceros.
Tres hombres aparecieron después, dos de negro y uno completamente de blanco. Sus rostros se ocultaban tras las capuchas de sus capas, pero no necesitaba vérselos para saber sus identidades.
—Raphaella. —El de blanco avanzó a donde yacía sentada.
Supo quién era con solo ver el color de la túnica. Patrick Ficquelmont, uno de los pocos acendrados existentes, el tercero en realidad. Un casi recién nacido, no tenía más que una generación engrosando las filas.
La nigromante se incorporó con parsimonia y movió los dedos, conjurando un ataque a un tiempo.
—No te acerques más —advirtió.
Era una amenaza sin sentido.
Un acendrado era aquel que lograba la inmortalidad y un manejo superior de su habilidad. Por ende, con un tiempo ilimitado de vida también aprendían de otros talentos por encima de muchos.
—No des un paso más o te mataré. —Diarmuid materializó la lanza roja y apuntó al hechicero, sosteniéndola de un extremo, como una extensión de su brazo—. Mi ama ha dicho que no te acerques.
—Solo queremos hablar, Raphaella. —La dulzura de su voz escondía ponzoña.
—¿En serio? ¿Por eso buscas hervir mi sangre?
Patrick era un termo y, aunque no estuviera calentando su sangre propiamente, pues solo los extintos crúores podían controlarla, elevar la temperatura de su cuerpo se parecía mucho.
Jadeó exhausta. Gastaba malas defensas, con esfuerzo podía mantener a raya el calor abrasador que buscaba consumirla. Si no había muerto en llamas era más por decisión de Patrick que por su buen control.
—Dinos quién es el asesino y te dejaremos en paz.
—Oh, tiene mucho sentido, como soy una hechicera espectadora y he decidido mantener la verdad escondida es lógico que me torturen para obtenerla —replicó con dificultad.
—¿Estás segura, Marlowe? Nosotros sabemos que se trata de un ser que cruzó el portal, eres la única que puede hacer tales cosas.
—Mi ama ha dicho que no lo sabe. —El cuerpo del lancero se interponía entre ella y el acendrado.
—Maravilloso, has traído a alguien más. —Su voz tenía una nota de admiración y sarcasmo, le dedicó breves segundos al lancero antes de volver a ella—. Solo dinos.
El silenció, que sucedió a su demanda, fue suficiente para hacerla sufrir. Gritó.
El lancero volvió a tomarla en brazos, y ella se aferró a su playera, intentado hallar consuelo en medio de su agonía. El dolor era avasallante. Mordió su labio inferior para callar los gritos y enterró las uñas en el pecho de quien la sostenía. Pasados unos segundos y conforme la distancia aumentó, el poder del acendrado se redujo, hasta que dejó de arder.
—¿Estás bien? —Diarmuid la colocó sobre la tierra.
—Debiste pelear —reprendió a la par que se levantaba solo para caer, e intentarlo una vez más.
—¿Cómo podía hacerlo si tú estabas sufriendo? —El lancero la ayudó.
Suspiró y con lentitud buscó sanar las heridas internas de su cuerpo, no lo hizo, no pudo. Estaba demasiado débil.
—¿Quiénes eran?
—El Eje de la Magia. Llévame a mi habitación —ordenó.
Diarmuid la tomó de nuevo y en un parpadeo la depositó sobre su mullida cama. En esa ocasión no sufrió lesiones, Raphaella iba a decir algo sobre andar a su placer en la casona, pero estaba tan cansada que se dejó arrastrar por el sueño antes de advertirle.
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