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Capítulo XV: Las consecuencias de hechizos superiores - primera parte




Lo observó en silencio por breves segundos más. Un nombre irlandés y cuya pronunciación no estaba segura de poder igualar, su identidad la había dejado en la misma oscuridad que antes. No lo conocía, ignoraba por completo sus hazañas en vida o si siquiera había sido alguien realmente importante.

—Levántate —ordenó.

Maldijo en sus adentros cuando se sintió pequeña al ver la estatura del espíritu. Le llegaría poco más abajo del hombro, pero era perfecto, el ser idóneo para sacarla del embrollo en el que se había metido por tonta. Así que se tragó la inseguridad.

De pronto, sin darle tiempo de reaccionar o evitarlo, Diarmuid escupió sangre y cayó sobre sus rodillas, salvando con las manos que su cuerpo se estampara de lleno en el suelo. Corrió a él, preocupada de que el Od que suministrara no fuera suficiente. Lo sostuvo mientras él intentaba enderezarse.

«Debí prepararme mejor. Lo lamento»

No eran palabras que pudiera pronunciar, pero decirlas mentalmente aliviaba un poco su culpa, muy poco de hecho.

«No es por falta de poder»

Aún era desconcertante escuchar voces ajenas en su cabeza, incluso después de Isabel seguía causándole escalofríos. Pese a sus emociones, no se alejó del lancero o espadachín, o lo que sea que fuera.

—Hay barreras... Magia que me impide estar aquí. Hechizos especialmente hechos para aniquilar a los de mi clase —explicó, había entendido sus turbaciones.

Cayó en la cuenta de que la casona debía estar protegida contra espíritus. No había contemplado ese detalle, en la casa Marlowe jamás tuvo que preocuparse por ello.

—Sal de aquí, te buscaré luego.

Diarmuid asintió y se desvaneció en sus brazos dejando un fino polvillo dorado.

Salió de su habitación, encontrándose con Púrpura en la puerta. La mujer la siguió.

—¿Qué fue esa luz? —Corrió para alcanzarla—. ¿Está herida?

—¿Qué? No. Solo un experimento fallido —articuló con prisa, tenía que salir y buscarlo. Se detuvo al caer en la cuenta de que la albina podía ayudarla—. Púrpura, ¿podrías hacerme un favor?

—Estoy para servirla. —Irguió los hombros, contenta de ser útil.

—Necesito un transporte.

—Hay varios autos sin usar en la cochera.

Conducir nunca le había gustado y en honor a la verdad, estar tras un volante la ponía un poco nerviosa.

—O si lo prefiere, puedo pedirle a Azul que la lleve a donde necesite.

—No será necesario —rechazó—. Pero dame el más seguro, por favor.

La albina asintió y la condujo al depósito.

—Piensas salir apenas tu prometido no está. Qué clase de mujer eres... —Helen apareció inopinadamente en el pasillo y les bloqueó el paso.

—¿Cuál es tu problema? —La hermana de Dagmar había pasado hacía años la edad en donde se toleraban los celos filiales—. Déjame en paz.

Helen separó los labios para responderle, mas su réplica se vio sustituida por un gemido de sorpresa. Púrpura tomó la mano de la ilota y la arrastró fuera de su vista.

—Es el auto blanco. ¿Desea algo más, señorita? —gritó la albina en la distancia.

—No, gracias, estaré bien. Adiós, Púrpura. Adiós, Helen.

Caminó a la cochera y encontró el vehículo. Hizo acopio de toda su valentía para subirse y manejar.

Durante el trayecto, no dudó de que debía ser la primeriza más lenta de la historia. Veinte km por hora y aún así sentía que era demasiado rápido. La falta de práctica le cobraba factura, si fuese todavía una Marlowe hubiera usado el servicio de taxis. Iskander nunca la llevaba a donde pedía y es que nunca estaba en casa.

Condujo hacia la ciudad y se estacionó en la segunda mitad del trayecto. Bajó del auto y avanzó hacia el bosque. A tan solo unos metros de la vía, los árboles se cerraban y el boscaje se densificaba, impidiéndole avanzar con celeridad. Las raíces se hicieron más altas y la maleza más espesa; por un latido, la nigromante deseó tener a Isabel a su lado. La culpa y la tristeza asomaron por sus ojos, pero se obligó a pensar en otra cosa.

Caminó hasta que encontró un pequeño valle en donde creyó conveniente hablar, estaba cerca de un precipicio; observó el vacío, sería una caída dolorosa y fatal sin duda, la nigromante se alejó de inmediato, no fuera a ser...

«¿Diarmuid?»

Qué nombre tan complicado, pensó, insegura de su acento.

Pequeñas moléculas se agolparon suavemente frente a ella, integrando la silueta del hombre hasta que su imagen completa se manifestó, una rodilla plantada en la tierra y la mirada cabizbaja. Aún le resultaba complicado aceptar la actitud tan servicial con la que emergían. Isabel había sido una reina y aun así se postró ante ella, que no tenía relevancia ni en el mundo humano ni en la comunidad mágica, y ahora el guerrero doblaba la pierna, un hombre que estaba segura podía asesinarla en menos de lo que duraba un latido.

—Estoy aquí. —Diarmuid se levantó—. Estoy para servirla.

Reparó en la formalidad con la que el espíritu se dirigía a ella, tuvo cierto cargo de conciencia. Tal vez a Isabel no pudo mantenerla como su amiga por las circunstancias en las que se conocieron, pero eso no significaba que no pudiera tratar con amabilidad al hombre. Era un ser humano al final de cuentas. Corrigió su error, aunque eso indicara la poca firmeza que tenía al mantener sus decisiones.

—No me llames de usted, tutéame. —La condición de ama-sirviente podía tener algunas permisividades.

¿Además, en qué siglo estaban? Era ridículo.

Raphaella tenía sentimientos encontrados cada que veía a Diarmuid; por un lado, se sentía culpable por deshumanizarlo, pero por el otro, era consciente de que se trataba de una forma de proteger a ambos, de evitar que el final resultara más doloroso de lo que tuviere que ser. La nigromante consideró amiga a Isabel y terminó asesinándola. No quería que lo mismo sucediese con Diarmuid y, si lo hacía, que al menos no supiera a traición. Nada era eterno y las despedidas siempre eran difíciles. Sobre todo, cuando culminaban en muerte.

—Como desee... Lo siento, como desees.

La apariencia del espíritu había mejorado bastante con tan solo haber salido de la casona de los Von Lovenberg, la sangre desapareció y sus ojos recobraron el brillo sobrenatural. Era un alivio. Lo observó más de lo estrictamente necesario y, si bien no quería, admitía que era muy apuesto y daba exactamente en el blanco de lo que ella consideraba atractivo. Lo escaneó de arriba abajo por inercia, en definitiva, tendría que hacer algo para evitar que llamara la atención. La ropa de cuero ceñida era un tanto extravagante y los protectores negros de sus antebrazos tampoco eran discretos. Esconder semejante cuerpo se volvía una prioridad, no podría ir por la calle sin que voltearen a verlo.

—Hablemos en otro lugar. —Deshizo el camino andado hasta el auto.

No necesitaba ver al lancero para saber que la seguía; sin embargo, de no ser por sus otros sentidos, habría creído que no lo hacía, su andar era sigiloso.

—¿No subirás? —preguntó bajando el vidrio de la puerta al percatarse que el hombre seguía parado a su costado.

Sonrió y desapareció ipso facto dejando atrás solo partículas brillantes. La nigromante resopló y deseó poder hacer lo mismo, quizá con el tiempo le pidiera el hechizo que se lo permitía.

«Llámame cuando lo creas conveniente»

Se estremeció y encendió el auto.

Manejó hasta la ciudad y se estacionó frente a una cafetería; antes de bajar lo llamó, el héroe apareció en el asiento del copiloto.

—Iremos por un café, espero que te guste —anunció—; no hagas nada extraño, por favor. No aparezcas de la nada, ni tampoco... desaparezcas.

Descendió y él imitó sus acciones.

Buscó con la mirada un espacio que les permitiera privacidad y ordenó por los dos. Apoyó los codos sobre la mesa. El espíritu miró discretamente a los costados, asegurándose de que nadie los viera o escuchara. Sus ojos dorados la veían con ansiedad, como si muriera por revelarle un secreto.

—Ama... —llamó Diarmuid luego de otear por ojos curiosos—. Sé que no es habitual y si no quieres, lo aceptaré —titubeó—, pero debo expresarlo porque de verdad es importante para mí...

—Dilo. —Frenó los circunloquios.

—¿Me permitirías hacerte un juramento? —Se incorporó en el acto, acomodándose a su lado.

Arrugó el entrecejo. ¿Qué no estaban en el siglo XXI?

—¿Juramento? —Giró a la par que el lancero, se movía con una elegancia fuera de lugar.

No recibió confirmación, pero la nigromante asintió, su semblante circunspecto la había intimidado... Hablar parecía no ser correcto, así que calló, alora... le rindió pleitesía. De nuevo, el hombre agachó la mirada e hincó una rodilla. La hechicera lamentó de no haberlo detenido.

—Raphaella Marlowe, yo, Diarmuid Ua Duibhne, prometo que protegeré tu corazón con mi sangre. Seré tu escudo y la espada que mate por ti. Obedeceré a tus órdenes hasta que mi cuerpo muera y mi alma regrese al mundo de los muertos, hasta entonces, te pertenece todo de mí para hacer lo que te plazca. —Alzó el rostro y el lancero tomó una de sus manos—. Dime, por favor, en qué puedo servirte.

Su piel se erizó. Jamás había imaginado que le hablaría con tanto fervor, habiendo solo un contrato entre ellos. Estaba tan desconcertada que no se percató de que eran el foco de atención hasta que fue demasiado tarde. Sus sentimientos fueron absorbidos casi de inmediato por la vergüenza, y deseó infantilmente ser un avestruz.

—¿Qué parte de no hacer nada extraño no quedó clara? —Lo tomó del brazo para levantarlo, intentó hacerlo con suavidad, pero no estuvo segura de haberlo logrado.

—No estoy haciendo nada extraño, ama, te estoy jurando lealtad —murmuró, adoptando tiernos ojos de cachorro regañado y aún con la rodilla en el suelo—. Eso es importante para mí. Necesito que entiendas que te seré leal sin importar qué. Sé que no tengo derecho a pedir nada, pero por favor...

Clavó la mirada en sus ojos dorados, intentando hallar mentiras o afectación, no encontró nada, ni bueno ni malo. Suavizó el gesto sobrecogida por sus palabras. No conocía la historia del hombre, no entendía los motivos que lo orillaban a ello, así que intentó comprenderlo.

—Te lo agradezco, pero ha sido... desconcertante, incómodo. No es algo que la gente haga hoy en día. Es un tanto peculiar, pero muchas gracias, de verdad —susurró y lo ayudó levantarse. Al ver que la vergüenza no desaparecía, desvió el tópico—: ¿Qué tan bueno eres luchando?

Diarmuid reveló dos lanzas: una roja y larga, y la otra dorada y más pequeña, las balanceó con destreza entre sus dedos. ¡Pero eran diminutas! No más grandes que los cubiertos. ¿En serio peleaba con eso? De nuevo, quiso enterrar su cabeza en la tierra.

—Ocúltalas, ocúltalas —bisbiseó apresuradamente mientras comprobaba que nadie lo hubiera visto.

—Sé que debo cuidar mis exhibiciones, ama, lo hago en todo momento. No nos ha visto nadie, no tienes de qué preocuparte. —Sonrió con afabilidad y sus ojos refulgieron de orgullo—. Fui el mejor y primer caballero de los Fianna.

No sabía qué implicaba eso, pero esperó que fuera suficiente para la tarea que le delegaría. Aunque...

—¿Y son así de pequeñas? —preguntó suspicaz.

—¿Qué cosa?

—Las lanzas...

Diarmuid rio.

—No. Como dije, sé que debo cuidarme de ojos curiosos. Controlo su tamaño.

Suspiró aliviada. No fuera a ser...

—¿Puedes encontrar a otro espíritu?

—Somos imposibles de hallar si así lo deseamos. —La alegría en su rostro se evaporó.

La camarera apareció con tazas humeantes de café y dos rebanadas de panqué. La nigromante esperó a que se fuera antes de continuar.

—¿Hay alguna manera de rastrearlos?

—Puedo detectar donde han estado, pero no sabré donde estarán. No fui un oráculo.

Eso no le servía de nada. Bebió un sorbo del café y le dio un mordisco al pan. Diarmuid la imitó.

—Esto es delicioso —dijo a la par que hacía ruiditos de satisfacción.

—Sí. Espera a que pruebes el resto de los postres.

Mientras comían, continuó pensando en cómo detener los asesinatos. El lancero podría hacer de guardián de la isla; sin embargo, no era omnipresente y no podría detener todos los intentos de homicidio, muchos culminarían en el acto. Tarde o temprano volverían al punto de partida, más temprano que tarde en realidad. La respuesta llegó a su mente de modo tan natural que se cuestionó por qué no lo había pensado antes.

«Skarsgård»

El hechicero era hijo del criminal, debían seguir en contacto. Estuvo segura de que sus ojos relucieron de gusto. Él podría ser la solución.

—Diarmuid, tendrás que seguir a un amigo mío. Creo que él podrá conducirnos hasta el espíritu que busco.

—Ama...

—¿Qué sucede? —La emoción se esfumó ante el temor de haberlo ofendido, ¿rastrear a alguien era una actividad ruin para los de su clase?

¡Pero si estaba muerto, tanto daba!

—Cumpliré la orden, no debes preocuparte por eso, pero es imperante que me rebautices. Llámame lancero o perro, si es tu deseo, solo evita usar mi verdadero nombre frente a otras personas.

—¿Por qué? —Pasó por alto el hecho de haber sido llamada de nuevo «ama».

—Incluso los espíritus heroicos tenemos debilidades, si se descubre mi identidad podría terminar mal.

—De acuerdo... —Lo pensó por poco tiempo—. ¿Qué te parece Mitsrael? Es el nombre de un ángel.

Así evitaría hacer el ridículo de pronunciar mal su nombre, además.

—Si es el que te place, lo aceptaré.

—No me llames ama, tampoco. Dime Raphaella.

—Como desees, ama —aceptó.

Lo miró con gracia.

—Como desees, Raphaella —repitió.

Cerraron el pacto con pequeñas sonrisas asomándose a sus labios, y bebieron el café hasta terminar.

—Te llamaré mañana, no tengo forma de llevarte a Skarsgård para que lo sigas, tendremos que esperar. —Hizo un mohín—. El tiempo servirá para encontrar alguna forma de mantenerte a salvo dentro de la mansión.

—Puedo vivir por mi cuenta, no necesitas hacer nada por mí más que suplirme maná.

—No me apetece tener que reunirme contigo de esta manera. —Estar en público los arriesgaba, nadie debía saber sobre quién o qué era Diarmuid—. Prefiero verte en mi habitación.

—¿Su habitación? ¿Tu habitación? —Un tierno sonrojo cubrió sus mejillas, al mismo tiempo sus ojos se llenaron de terror.

Cayó en la cuenta de su error demasiado tarde como para arreglarlo, él pertenecía a otra época. Sus palabras podían ser una invitación a algo muy lejos de lo que quería.

—Oh... —Pensó en la manera de darse a entender correctamente—. No pienses que la vulgar magia de tu rostro ha hecho efecto en mí. La mansión no es segura y no puedes andar a tu placer, mi habitación es el mejor lugar y el único en el que tengo algo de privacidad. —De acuerdo, no había sido la mejor elección de palabras, pero si abría la boca corría el riesgo de empeorarlo.

El rostro del lancero fue un campo de batalla de sentimientos, vergüenza, culpa, miedo y muchos más que pasó por alto o no supo descifrar... Al final, recuperó la compostura.

—¿Deseas algo más?

—No, diviértete en este mundo, no hagas tonterías. Consigue donde dormir, y ten. —Le extendió su tarjeta—. Si deseas comprar algo dales este plástico y ya, no olvides tomarlo de vuelta. El NIP es 0610.

El espíritu hizo un gesto de aquiescencia y desapareció entre la multitud a pie, lo siguió con la mirada hasta perderlo.

Volvió a la casona a limpiar el desastre que había dejado en su habitación, su sorpresa fue percatarse de que Púrpura había empezado ya.

—No debiste entrar.

—Señorita. —La mujer se levantó del piso, sus faldas eran marrones por la sangre y el gis—. Estoy aquí para limpiar lo que usted ensucie, para ordenar sus desórdenes y para ocultar sus experimentos fallidos.

—Sal de aquí, terminaré sola.

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