Capítulo XIX: Las cenizas de una vida - primera parte
Los días transcurrieron con un color gris y Raphaella encontró consuelo en la venganza de Tatsuya, de ese modo, no pensaba en su hermana, ni en el papel que jugó en su asesinato. Diarmuid había estado con ella todo el tiempo, susurrando palabras de aliento y algunas veces en su natal irlandés. A la nigromante le gustaba escucharlo, aunque no entendiera nada.
—Debe haber alguna forma de atraer a Patrick —murmuró desde la cabecera de su cama.
A un costado de la ventana, recargado sobre su hombro diestro y con la postura tensa, estaba su lancero.
—No creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
—Es un conflicto que sucedió hace años. ¿Qué te ha hecho Patrick para querer verlo sufrir?
—Además de casi matarme, tienes razón, nada.
—Pagará por eso.
—Dijiste que los matarías —acusó.
—Y lo haré. —Diarmuid salvó la distancia entre los dos y la tomó de las manos, hincándose—. Pero que sepa que su muerte es por el dolor que te hizo pasar, no porque ayudaste a alguien con su venganza.
Sonrió, ocultando el regocijo que le causaba su tacto. Lo ayudó a acomodarse frente a ella y apretó sus manos, saciándose de un hambre que hasta ese instante era desconocida y que lejos de disminuir pareció incrementar conforme los segundos transcurrían. Retiró sus manos.
La cercanía le permitió ver el tan bien escondido dolor en la mirada del lancero, los rastros de tristeza y las motitas de miedo. De pronto, cayó en la cuenta de que, durante el tiempo que llevaban juntos, no había cuestionado su historia.
—¿Qué sucedió en tu vida pasada? —inquirió con cierto temor y enterró a Patrick Dubois en lo recóndito de su mente.
—Aishim, no me pidas contarte eso.
La negativa fue peor cuando usó su segundo nombre, un latigazo en la espalda. Apretó los labios cariacontecida, parte de ella sabía que recibiría esa respuesta y mientras esa misma porción le decía que había sido su culpa, la otra no hizo más que apesadumbrase al saberse indigna de su historia. Al comprender que el lancero no confiaba lo suficiente en ella como para rememorar. No insistió. Respetaría su silencio, pese a que existían otros medios para hacerse del conocimiento. El pasado de un hombre era solamente suyo, y no se lo arrebataría.
El lancero se alejó y volvió a sumirse en el extenso jardín de la casa, mientras tanto ella se concentró en olvidar su presencia, su grata presencia. Raph ya había caído en la cuenta de que el espíritu le importaba más de lo estrictamente necesario, pero no se atrevía a rebujar la madeja de sentimientos que se encrespaba en su interior. Tenía la esperanza de que de ese modo serían menos reales.
Caminó al pequeño librero que sostenía títulos de hechicería, tomó uno y volvió a la cama para leer. No pudo concentrarse en absoluto.
Enterró el rostro en el edredón.
La tensión en la isla era palpable; los humanos temían por su vida, los hechiceros por su anonimato y la nigromante por su cabeza. La magia había sido privatizada hacía eones, el Eje no iba a permitir que un espíritu la sacase a la luz... Si para obtener el nombre del asesino necesitaba torturarla, no le temblaría la mano. La verdad la abrumó.
¿En qué momento se había torcido todo? Su mundo estaba fuera de control. Trajo a la vida a un espíritu vengativo, al que dicho sea de paso aseguró ayudaría en su represalia contra Patrick. Espíritu que la puso en peligro sin pensárselo dos veces, al comenzar a sembrar una hilera de cadáveres por las calles de Kazoth. Y allí estaba ella, Raphaella Marlowe, tomando partido en algo que sucedió veinte años atrás. Tal vez Mitsrael tenía razón, no debería involucrarse.
Sintió que le acariciaban el cabello, y levantó la mirada. Acomodó la cabeza sobre la palma de su mano y contempló al lancero.
—¿Estás bien?
—Sí —mintió, nada era lo que debería.
Podía sentir su interior rebullir, su alma estaba intranquila y poco tenía que ver con la presencia del lancero ni mucho menos con su cercanía.
—Puedo saber que mientes.
Elevó ambas cejas ante la revelación, y sumió el rostro en la cama, otra vez. Podían comunicarse telepáticamente sin esfuerzo, ¿qué esperaba?
—Ama... Raphaella... —La idea de Diarmuid se vio interrumpida cuando llamaron a su puerta.
Maldijo, lo último que necesitaba era que le robaran tiempo.
—Señorita, tiene una visita —dijo Púrpura desde el otro lado de la madera.
¿Visita?
«Esperaré aquí»
Se arregló un poco la ropa y antes de salir volvió la mirada.
«De acuerdo, volveré enseguida»
«Esperaré cuanto haga falta»
Hizo un mohín con la esperanza de que el lancero lo interpretase como una disculpa.
«Lamento tenerte oculto. Los Von Lovenberg saben lo que puedo hacer, pero no sé si estarían de acuerdo en que vivieras con nosotros... menos considerando la situación»
Quería dejar de ocultar a Diarmuid porque, aunque él no lo dijera, imaginaba qué otras interpretaciones podían obtenerse de su comportamiento. Y no, ella no se avergonzaba de él, incluso con sus extraños modos... Raphaella había encontrado cierto encanto en sus desplantes de caballería.
Caminó a la sala de estar escoltada por Púrpura.
«No debería esconderse como si fuese un réprobo»
Su corazón palpitó con vehemencia cuando un pequeño haz de luz brilló en su mente, iluminando una parte oscura de sus pensamientos. No prestó demasiada atención a la idea porque era imposible... No tenía sentido... No, sí que lo tenía...
Entró al recibidor. Un nudo se instaló en su garganta cuando vio de quién se trataba, pero sobre todo, por lo que sus manos albergaban.
—Ella... —Ivar esperaba con un ramo de rosas rojas, cuyo centro consistía en una blanca—. Lo lamento.
Hizo caso omiso de las palabras, y se enfocó en el significado de las flores para obviar el dolor que regresaba al ataque. Las rosas rojas simbolizaban en su mundo tragedia, sangre e incluso muerte. La rosa blanca significaba esperanza, luz o paz, dependía de las circunstancias. En su caso y en un lenguaje literal las rosas dirían: «incluso en un mar de sangre, la esperanza puede florecer». No podían significar algo más. Kazoth ahora era una isla sangrienta.
Había procurado no pensar en los preparativos del funeral, había intentado olvidar el asesinato de Adeline. En su lugar, se concentró en una venganza ajena para menguar el dolor, haciendo de Patrick objeto de su enfado cuando no había hecho más que hacer su trabajo para evitar más muertes. Hizo eso y más para no sentirse abrasada por la pérdida y la culpa. Ivar tiró todo con su presencia.
Fraser le extendió el arreglo floral.
—No debiste molestarte —susurró a la par que tomaba el arreglo, como si fueran brasas lo entregó a Púrpura—. Llévalo a mi habitación.
—Sí, señorita.
—He escuchado que el funeral será solo para los miembros más allegados. Quisiera poder acompañarte.
Si él fuera su prometido sería así, habían estado tan cerca de serlo, de jurarse por toda la eternidad... Suspiró, de nada servía pensar en el pasado y lo que pudo ser.
—Buenas tardes, heredero Fraser —interrumpió Dagmar.
Lo miró perpleja. ¿Qué hacía el heredero allí? La visita era para ella, no para él. Poco a poco, al entender que su prometido no tenía contemplaciones en invadir su espacio y relaciones, la sorpresa dio paso al enfado hasta llegar a la indignación. Debería empezar por poner límites si querían llevar la fiesta en paz.
—Son deseos de mi padre, es la tradición de los Marlowe: sepultar a sus muertos sin ruido —se disculpó.
—No te preocupes, heredero Fraser. Me aseguraré de estar siempre con mi prometida. —Von Lovenberg la atrajo para sí mismo.
Incrementando su irritación con sus acciones, Raphaella se soltó del abrazo de Dargmar, diciéndole, con su poca delicadeza, lo mucho que le incordiaba ser tratada como un objeto.
¿Quién diablos se creía?
«Es hombre, Raphaella»
La voz del lancero hizo eco en su cabeza.
«¿Y eso qué? ¿Acaso lo exime de actuar como un ser inteligente?»
«Es más que eso, tu prometido se siente amenazado»
«¿Amenazado? Ivar Fraser está comprometido con Victoria. ¿O es el ego de Dagmar el que se siente así? ¡Qué no sea ridículo!»
«¿Ego?»
«Vamos, no se necesita ser mujer para ver que en cuestiones físicas Ivar es más bien parecido que el otro»
Hubo un prolongado silencio del otro lado de la línea, Raph pensó que el lancero no contestaría.
«¿Y yo, Aishim? ¿Te parezco atractivo?»
«¿Tú? ¿Por qué me preguntas eso?»
No obstuvo respuesta. Supuso que sería simple orgullo lo que lo instó. Diarmuid pocas veces, por no decir ninguna, pareció preocuparse por la apariencia.
—¿Te gustaría salir a dar una vuelta? —preguntó el escocés, obligándola a volver con ellos—. Para distraerte.
Miró a Dagmar, su rostro dejaba a la vista que esperaba que rechazara la invitación. Dl humor de Raph mejoró al ver una oportunidad de oro.
—Claro, así podré también visitar a mi familia.
Rio en su fuero interno. Podría ser su prometida, podría ser su esposa y hasta la madre de sus hijos, pero jamás sería la sumisa del futuro Dómine Von Lovenberg.
Raphaella fue por un bolso pequeño en el que las llaves, el celular y dinero cabían.
—Las flores son bonitas —observó Diarmuid cuando ella entró.
—Esas flores empeñan su belleza en recordar la pérdida.
—¿Quieres que las desaparezca?
Lo pensó por unos segundos, eran un regalo de Ivar, un obsequio del escocés. Aun si estaba lejos de algo romántico, no dejaba de ser un detalle.
—No. Déjalas allí. Debo salir, te llamaré si te necesito.
El lancero asintió y desapareció ipso facto.
Dagmar la despidió con rigidez, y la hizo prometer que volvería pronto o que llamaría si necesitaba algo. Raphaella asintió incómoda.
Salió de la mansión en el coche de Ivar, la mitad del camino fue silenciosa.
—Parece que saben quién es el asesino —dijo sin preámbulos.
Su corazón dio un vuelco y su boca se secó.
—Ah, ¿sí?
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