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Capítulo XIV: De mentiras y otras armas - segunda parte






Limpió sus lágrimas con dureza y buscó algunos pañuelos en su mochila, los desechos comenzaban a acumularse en su nariz.

Nada era como lo había pensado, había sido una ingenua al creer que podía tenerlo todo sin dar nada a cambio y comprendió en ese momento que comprometerse le abrió las puertas al verdadero juego de la vida, de su vida. Finalmente, su burbuja se rompió.

Para Raphaella las cuestiones domésticas no eran las únicas en su pequeño mundo de problemas. Día tras día los periódicos sacaban títulos horribles, hablando de asesinatos despiadados y de cadáveres sin ojos. Algunos incluso especulaban sobre la posibilidad de un asesino serial en la capital de Kelambun. La pequeña y turística isla de Kelambun nunca se había visto envuelta en semejantes tópicos tan lúgubres. Los asesinatos continuaban y no podía ignorarlos. ¿Por qué nadie se alarmaba?

—¡El Eje debería hacer algo! —increpó a Skarsgård durante el receso.

El hechicero actuaba con una indiferencia que la hacía rabiar. Ambos compartían la sombra del árbol de Raph, así que no era una conversación cara a cara.

—¿Qué pasa contigo?

—Nada. —Desvió la mirada.

Supo que su compañero ocultaba algo. Tenía el conspicuo hábito de rehuir del contacto visual cuando mentía. Se levantó para sentarse frente a él, de tal modo que no pudiera evitar su interrogatorio.

—A ver, Skarsgård, dime qué diantres escondes.

—Nada.

Raphaella se levantó del césped una vez más y puso las manos en jarras.

—Dime o invoco a algún espíritu que te haga cantar.

Skarsgård la miró con enfado y una pizca de miedo, luego agachó la mirada y habló tan bajo que no pudo entenderlo.

—¿Qué dijiste? —preguntó y se sentó una vez más.

—Creo que es mi padre —confesó—. Él me dijo que había una forma de vivir sin el Maná que tú le proporcionaste. Dijo que no le haría daño a nadie, que era seguro.

—¿Qué?

—Lo siento.

Abrió la boca y la cerró un par de veces, intentando cavilar imprecaciones que al final nunca salieron de sus labios. No podía asimilar lo que había escuchado, y se incorporó con espesa furia corriendo por sus venas. Había sido engañada, utilizada y después se le había escupido a la cara la peor de las mentiras. ¿Es que acaso estaba condenada a vivir entre falsedades?

—¡Gente inocente ha estado muriendo! ¡Hombres y mujeres! —Repasó las muertes—. Por fortuna ningún niño; sin embargo... ¡No puedo creerlo, Magnus! Es tu padre, lo entiendo... Lo quieres y es conmovedor, pero está mal. —Respiró profundo, serenándose—. ¿Lo has visto? ¿Sabes dónde encontrarlo?

—No entiendes nada, Marlowe. —Las palabras fueron agrias y su mirada destiló una cólera inaudita, se levantó del suelo antes de escupir las últimas palabras—: Déjanos en paz.

Observó al hechicero alejarse y no intentó detenerlo, no era solo culpa suya, sus manos también tenían tanta sangre como las de él y su padre.

Analizó cada posible razón tras de las acciones de Skarsgård, pero después de pensar en ello durante poco más de tres horas no encontró ninguna que justificase su traición, porque al final de cuentas, lo viera por donde lo viere, era eso: traición. Depositó su confianza en él, invocó a su padre, aun cuando no lo había hecho para nadie más aceptó hacerlo para él. No era justo que sus acciones se vieran pagadas con semejantes crímenes. No era justo que vidas inocentes pagasen por algo que no tenía mayores intenciones que regalar un reencuentro familiar y, lo que era peor, el hechicero se mostraba indiferente ante tales asesinatos.

«Tengo que resolver este lío»

El Eje no actuaba y ella intuía que en parte se debía a que las víctimas no pertenecían a las filas mágicas, pero tan pronto un hechicero fuese asesinado, tirarían de los hilos hasta dar con ella y entonces estaría perdida. Ni siquiera Iskander podría hacer algo para salvarla.

Fue al estacionamiento.

—¿Esperando al galante príncipe que te lleve al castillo? —Ivar apareció a un costado, sonriéndole.

Algo dentro de ella se encogió y lo imitó con tristeza, en su historia no había príncipes galantes, tan solo herederos ambiciosos y espíritus asesinos.

—Sí. No hay otro camino.

El hechicero la miró y sus ojos áureos destellaron.

—Sabes que lo hay, Ella.

Escapar. Sí, escapar solo para regresar con grilletes en las muñecas cuando los rastreadores la encontraran. Eso sería sumarle más vergüenza a su vida, había sido humillada una vez frente a todos, no estaba segura de poder soportar otra más.

—¿Tú lo harías?

—Tal vez.

La prometida de Ivar llegó en ese momento. Era más alta de lo que recordaba y su cabello cobrizo se movía juguetón alrededor de su cabeza, lo tenía más corto. El sacrificio del Bosque Estigio era evidente. Sus ojos verdes la escanearon y al final sonrió.

—Hola, heredera Von Lovenberg —saludó y tomó a Fraser del brazo.

Sí, ahora ella también era una heredera debido a Dagmar. Era la manera respetuosa de referirse entre ellos, y la manera en que todas las familias hijas tenían que llamarlos. Victoria tenía tan arraigados los modales como lejanas eran las estrellas de la tierra.

—¿Qué tal? —respondió.

Observar de tan cerca a la futura esposa de Ivar fue un golpe en el pecho, no haberla vuelto a ver desde la prueba había permitido que Raph mantuviera la esperanza. El heredero de los Fraser iba a decir algo, pero en ese instante Dagmar llegó y, en lugar de esperar a que ella lo alcanzara, avanzó hasta acomodarse a su lado y rodearla con un brazo. Se removió incómoda.

Los herederos se saludaron con fría cortesía y sostuvieron sus miradas por incómodos segundos, ninguno dispuesto a ceder. Al final, Ivar agachó la cabeza y se marchó con Victoria.

—Adiós, herederos —se despidió la hechicera agitando alegremente la mano.

—Nos vemos —susurró la nigromante sin saberse escuchada.

Segundos después ella y su prometido viajaban en un penoso silencio. Cuando llegaron, Dagmar la dejó en la entrada de la casona y volvió a salir. Entró sin interesarle los asuntos del joven heredero.

—Él no te quiere.

Reconoció la voz infantil de Helen y volteó a verla, era apenas unos centímetros más baja que ella. Gruñó por lo bajo, pronto tendría que alzar el rostro para encararla, mas respiró tranquila al ver su mirada perdida. No tenía que saberlo.

Miró en derredor, no había nadie.

—Eso no puedes saberlo —contestó altanera—, él se casará conmigo.

Ponerse al nivel de una adolescente la hizo sentir idiota. Peor que idiota.

—Él me quiere a mí, no te ilusiones.

—Sí, te quiere. —El tono sarcástico le restó verdad.

—Soy más bonita que tú.

Y lo era, a millas podía apreciarse que su cuerpo y rostro no podían competir con la belleza incipiente de Helen.

—Tal vez. —Siguió su camino.

—¡Él me quiere a mí! —gritó cuando se percató que ya no estaba frente a ella.

Enseguida, acudieron los tres homúnculos que la cuidaban y comenzaron a mimarla para que se tranquilizara. Se encogió de hombros y subió las escaleras hasta su habitación. Cerró de un portazo.

—Señorita, ¿no comerá? —preguntó Púrpura desde el otro lado.

—No, gracias.

Si quería resolver el problema del padre de Skarsgård antes de que fuera a peor, o de que el Eje decidiera actuar y rastreara el origen del daño, necesitaba concentrarse y olvidar todo aquello que no fuera una necesidad inmediata. Dado que no comer no la mataría ipso facto, podía emplear ese tiempo en la búsqueda de un espíritu que no quería ser encontrado. Además, los Von Lovenberg no terminaban de agradarle y compartir la mesa con ellos no era algo que disfrutase mucho, así que tenía dos razones de peso para saltarse el protocolo.

«¿Por qué no lo hice antes?»

Movió los muebles y con un gis oscuro dibujó el pentagrama.

—Necesito sangre y fuego —murmuró y buscó unas tijeras, pinchó su palma izquierda y salpicó el piso, con algunas gotas escribió símbolos.

Luego, cogió una bufanda y pidió a Púrpura un encendedor. La mujer albina se lo llevó en menos de un minuto, podría haberla encendido con magia, pero su nivel de control sobre el fuego seguía siendo bajo, así que era mejor no arriesgarse. Prendió la prenda y la avivó con su habilidad.

Suspiró nerviosa, se quitó el collar que había pertenecido al desconocido guerrero y lo puso sobre la herida de su mano izquierda. Se situó fuera del círculo y elevó la mano sangrante, varias gotas más cayeron cuando comenzó a mover los dedos.


Te llamo con el clamor de mi deseo

Levántate de entre los muertos, alma antigua

Del fondo del abismo yo te rescato

¡A mi voz se fiel y alza tu piel!


Luego recordando los libros que había leído agregó nuevos patrones:


Del hierro, tus venas

Del bronce, tus cadenas

De la luz, tu corazón

Renace sin temores


El pentagrama se iluminó con lentitud, primero el círculo exterior, luego los picos de la estrella hasta alcanzar el centro. Llamas azules danzaron allí donde ella había dibujado cada símbolo, consumiendo con viveza la ropa, la sangre crepitó en tonos burieles. Después de unos segundos, la habitación irradió tanto que se vio obligada a cerrar los ojos. Afuera, escuchó a Púrpura quejarse, y le fue obvio que el resplandor la había cegado también.

Una vez se hubo apagado la lumbre, reparó en el hombre apoyado en una rodilla y la cabeza gacha, en medio del pentagrama. Un latigazo del pasado tuvo lugar en su espalda, y por un segundo la persona que yacía frente a ella no era un varón, sino una mujer en un fastuoso vestido dorado, antes de que pudiera visualizar la mirada azul de la reina, desechó los recuerdos y se forzó a volver al presente.

—¿Gráinne? —preguntó el hombre cuando levantó el rostro; el desconcierto se dibujó en sus ojos al descubrir el objeto en su mano, luego fue esperanza y al final dio paso al terror.

—No, mi nombre es Raphaella.

El espíritu sonrió y no entendió si era de alivio o tristeza.

—¿Eres, tú, mi ama? —Volvió a preguntar sin levantarse.

—Lo soy.

La nigromante lo detalló. No aparentaba más de veintipocos años, su cabello era de un negro brillante y un mechón rebelde caía sobre su frente, tenía los ojos dorados y resplandecían con luz de otro mundo, bajo el derecho tenía un lunar... Un atractivo lunar. De piel bronceada y con un cuerpo fornido que era difícil de ignorar. En suma, era bien parecido. Raphaella sintió curiosidad por saber si sus músculos serían tan duros como parecían a la vista. Descendió la mirada a la ropa que vestía, complicadas prendas de cuero protegían su piel, se preguntó casi de inmediato qué tan fáciles eran de quitar.

—Qué irrespetuoso usar un hechizo de amor en tu ama —reprendió al caer en la cuenta de lo que el lunar hacía.

¡Qué raro era llamarse a sí misma dueña de alguien!

Sin embargo, establecer los papeles desde el principio era básico en toda invocación. Ya había cometido el error de no hacerlo con Isabel.

—Es una maldición y no es algo que pueda controlar. Perdóneme, por favor. —Bajó la cabeza, seguía con la rodilla clavada en el suelo.

Algo en su voz hizo que se odiara por ser tan prepotente y doblegó su antigua voluntad. Raphaella se arrepintió de sus palabras.

—¿Quién eres?

—¿No lo sabes? —Alzó el rostro en reflejo, la sorpresa en sus rasgos era innegable.

—No, fue un obsequio —explicó, haciendo tintinear el collar—. Nunca me dijeron el nombre del guerrero que al que perteneció.

—Soy lancero o espadachín —corrigió con suavidad—. Un guerrero es aquel que maneja todas las armas, yo no lo hago.

—Dime tu nombre.

—Diarmuid Ua Duibhne.

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