Capítulo XIII: Amargos designios y oscuras almas - primera parte
Skarsgård no intentó detenerla y permitió que el agua volviera a empaparlos. Raphaella iba a decirle que no saliera, pero su boca se llenó de mar en cuanto la abrió. Tuvo que nadar con toda su fuerza para poder llegar a la orilla, las olas celosas se esforzaron por mantenerla dentro. Pese a sus acciones, ella también deseó quedarse. Ignorar su vida y las responsabilidades que tenía sería sencillo si solo se dejaba llevar, el agua se encargaría de hacerla dormir...
Cuando salió, el viento la golpeó y el frío mordió su piel. Tiritó. Su cabello chorreaba y la ropa se le pegaba al cuerpo. Maldijo. No sabía qué era peor, si quedarse con ella o quitársela.
—Dagmar —pronunció a modo de saludo aún estando a unos metros de él.
El cabello oscuro de su prometido se movía con violencia debido al viento, sus ojos lucían preocupados y su boca era una línea sin emoción. El heredero corrió hacia ella, se quitó el abrigo y lo colocó sobre sus hombros.
—Vámonos a casa, estás helada. —Pasó el brazo por su cintura y la condujo al auto estacionado unos metros detrás, en el trayecto cogió su mochila.
No viró para buscar a Magnus, era innecesario, sabía que estaría bien sin ella.
El regreso fue silencioso, ninguno hizo el intento de hablar; la nigromante estaba demasiado cansada y él... bueno, no tenía idea de qué pasaba con él, pero no preguntó ni le reclamó por haberlo abandonado sin aviso alguno. Tampoco era que fuese a responder las preguntas.
Entraron a la mansión y Púrpura corrió a ella.
—Señorita, se puede resfriar —dijo y, al ver que Dagmar no hacía intento de dejarlas, se colocó tras ellos.
Avanzaron pocos metros antes de encontrarse con la imponente figura paterna del heredero, Raphaella tragó nerviosa cuando los ojos de Alexander la miraron de arriba abajo.
—¿Dónde estabas?
—Yo... —Su boca perdió la humedad habitual y se le dificultó responder.
—Fuimos a dar un paseo por la costa —intervino Dagmar.
El Dómine hizo un gesto desaprobatorio y continuó con su camino. La forma en que él la miraba y se dirigía a ella la intimidaba. No tenía idea de cómo comportarse frente a él, se sentía una niña. Tembló y el heredero apuró el paso.
—No entiendes lo importante que eres para mí, ¿verdad? —El hechicero la acompañó hasta su habitación y antes de despedirse le besó la frente—. Te veré en una hora para cenar.
Púrpura le preparó el baño mientras ella se desvestía, luego le concedió privacidad y salió de la habitación. Se tardó más de lo normal, el agua hirviendo no fue lo bastante rápida para hacerla entrar en calor. Al terminar, cogió una toalla y la envolvió debajo de sus brazos.
Apenas cruzó el umbral del baño, su corazón se hinchó de alegría. Púrpura la esperaba con Dante entre los brazos.
—¡Mi pequeño bebé! —sollozó—. ¿Me extrañaste?
El conejo se restregó contra ella, y Raph le acarició los huesos, era un tanto espinoso por las uniones, pero se las ingenió para darle amor.
—Sí, yo también lo hice y mucho. —Lo colocó sobre una almohada mientras buscaba qué ponerse para cenar con su prometido.
Obedeció a la orden y una hora después estaba sentada frente a él comiendo. No hubo sermón ni más muestras de afecto, Dagmar lucía cansado.
La gente con la que vivía parecía no ordenarle nada, las palabras eran amables o insípidas y jamás groseras; empero, Raphaella creía escuchar bajo un consejo una orden o tras una sugerencia una obligación, para presionarla de un modo del que no era totalmente consciente y, al que era evidente no podía negarse. Además, la sensación de cargar una correa en el cuello no desaparecía. Púrpura siempre estaba al pendiente de sus acciones y Dagmar la llevaba y traía de la universidad sin cuestionarle sus deseos. Pero no solo era eso, siempre que entraba a su recámara tenía la sensación de ser vigilada y ya había buscado por filmadoras y marionetas con nulos resultados.
«¿Qué esperarán ver? ¿Cada cuándo me masturbo?»
Desde entonces los días no salieron de la rutina, despertaba temprano, desayunaba, guardaba una manzana en su mochila, su prometido la llevaba hasta el salón, y la recogía al terminar las clases. El único momento a solas era el que compartía con Magnus durante los recesos. Al menos le dejaron eso.
—En serio, tu familia es aterradora —gimió el hechicero.
Mordió la manzana antes de responder.
—Lo sé.
Evitaba encontrarse con Alexander mientras a Dagmar lo trataba en meramente lo necesario. La casa era lo bastante grande como para que no se encontraran si no lo deseaban. Tampoco había vuelto a ver a la extraña chica del riachuelo.
La hora de descanso terminó y tuvieron que regresar.
—Nos vemos. —Skarsgård se alejó y ella se levantó del césped para ir a clases.
De vez en cuando solía ver a Ivar, pero desde la prueba no habían cruzado palabra. Al final terminó comprometido con Victoria Ajmátova, la hechicera que llegó al último. El tributo fue un jaspe sanguíneo beta, cuando se enteró fue como recibir por segunda ocasión un golpe de realidad. Nunca sería lo que en sueños imaginó.
De verdad, había estado encandilada con ese pelirrojo, sonrió ante el recuerdo. Cuatro años enamorada de la misma persona y, cuando por fin pareció estar a su alcance se lo arrebataron. Vale, que tampoco fue suyo como para decir que lo perdió. Pero se sintió así.
Esa tarde, decidió huir de Púrpura. Así que llegó, desordenó el armario y luego la llamó para que la ayudase reacomodándolo. Raphaella mintió esperar afuera y en realidad marchó hacia los rosales. Las plantas eran las mismas que días atrás, no había nada nuevo, pero el placer de caminar sola era suficiente por sí mismo.
Necesitaba distraerse, desde que llegó no había tenido la oportunidad de practicar en absoluto, y pasar las tardes leyendo le había secado los ojos en varias ocasiones.
—¡Raphaella!
Viró el cuerpo y vio a Dagmar caminar hacia ella. Tenía que hacer una pequeña reverencia si no recordaba mal, estaba en su casa y ahora era su señor, pero como no lo había hecho antes y no hubo represalias, saltarse ese paso fue sencillo.
—Caminemos. —El hechicero le ofreció el brazo para reposar el suyo.
Durante un buen rato no hubo palabras.
—Supe que hace días conociste a Helen. —Se mordió el labio—. Ella es una persona singular... —El heredero hizo una pausa, intentando descifrar cómo abordar el tema—. No puede ver y carece de conductos mágicos.
«Ilota» La palabra acudió a su mente por inercia.
Helen era una ilota. Así se les conocía. Raphaella descubrió la ceguera de la chica cuando sus pequeños ojos no lograron enfocarla, pero la segunda revelación fue como un balde de agua fría.
—Ella es... —Raph esperó a que el primogénito respondiera.
—Mi hermana.
Aun si no era familiar suyo, sintió pena por Helen. Nacer sin los conductos mágicos proviniendo de una familia tan grande era la peor vergüenza que podía sufrir su padre y, por ende, eso sería una carga para ella. Tal vez por eso la mantenían escondida y alejada de la boca de los lobos, sin importar el rango las familias la devorarían.
—Mi padre cree que manteniéndola en casa la protege.
—¿Y tu madre? ¿Qué piensa ella? —En lo que llevaba viviendo en esa casona no había visto a la Señora Von Lovenberg.
—Pasa los días en su habitación maldiciendo su vientre por no haberle dado una buena hija. —La sombra del resentimiento asomaba en sus palabras—. Yo pienso que mi hermana sería feliz saliendo de esta casa, conociendo el mundo.
Raphaella quiso preguntar cómo tenía planeado hacer que la ilota conociera el mundo si sus ojos no podrían apreciar nada en absoluto.
—¿La Casa Blanca no puede ayudar? —Era obvio que en algún punto acudieron a médicos humanos.
—La hechicería curativa solo se enfoca a lesiones que no son de nacimiento, las que provienen desde el útero son casi imposibles de sanar. Cuando se intenta es muy poco probable que salga bien, podría cambiar quién es, modificar su alma. Un hechicero primigenio tal vez lo lograría, pero no se han visto desde el inicio de la historia que realmente me cuestiono si existieron alguna vez. —Dagmar cambió la dirección, iban hacia un campo de girasoles—. Espero poder algún día encontrar a alguien que la ayude. Dieciséis años viviendo en la oscuridad... debe ser un infierno—murmuró con pesar y detuvo la marcha, cambiando por completo de tópico y tono—. Tengo un obsequio para ti.
Imaginó que se trataría de otro homúnculo, no lo quería. Tener a Púrpura era más que suficiente, no le gustaba ser vigilada y en definitiva tener a alguien más a su cargo sería demasiada culpa; ya estaba preparando el discurso de rechazo... Pero Dagmar no hizo nada que indicara lo que supuso. De su bolsillo extrajo un pequeño collar de plata y lo extendió para que lo viera con mayor claridad.
De la alhaja pendía un rubí en forma de lágrima, bajo él descendía una hilera de minúsculos diamantes y al final un rubí más. Era extraño, pero elegante. Pese a que los cortes no eran los más finos no restaban belleza, por el contrario, le conferían cierta individualidad. Perdió el habla por la genuina sorpresa.
—No tuve tiempo de envolverlo —explicó y lo alzó unos centímetros más, como pidiendo su consentimiento. Raphaella alzó su cabello para permitirle colocarlo en su garganta—. Perteneció a un guerrero en Irlanda, se dice que estuvo a punto de regalarlo a la mujer con la que se casó, pero que no tuvo tiempo de entregarlo. Sé que necesitas reliquias para tus comandos, qué mejor que además de útil sea bello.
—Gracias —susurró.
Al menos compensaba en parte las pérdidas de Alejandro e Isabel. Raphaella ya le había reclamado.
—No tienes que agradecerme, en verdad quiero que esto funcione. Lamento lo de tus reliquias.
Un nuevo e incómodo silencio se instaló entre ellos dos. ¿Debía de algún modo corresponder a su anhelo? Nunca había sido buena fingiendo, mintiendo sí, pero afectar era algo que atañía a los gestos, y ella se había obligado a eliminar sus expresiones sin importar la situación. Sintió que el heredero merecía algo más que palabras vacías.
—Vayamos con Helen — la invitó.
Asintió y volvió a apoyar el brazo en el del hechicero.
Helen se hallaba esta vez jugando dentro de un círculo mientras los homúnculos le cantaban para que los eligiera. Llevaba un vestido azul celeste y su cabello rubio había sido peinado en una trenza francesa.
—Helen, elígeme a mí —pidió un hombre albino.
—No, Helen, ven por mí —dijo una mujer.
En total eran cuatro, parecían incluso disfrutar de la niñería. A ciencia cierta, la ilota era bastante grande como para seguir jugando, supuso que los aires pueriles de su rostro y su condición propiciaban que la consintieran de forma desmedida.
Dagmar dejó el brazo caer y corrió al círculo.
—Helen, querida —susurró.
Entonces, los ojos de la niña se iluminaron, ignoró a los sirvientes y corrió para abrazarlo.
Raphaella caminó con parsimonia el resto del trayecto, no quería interrumpir un momento que parecía ser especial para ellos, su complicidad era profunda. El heredero la hizo girar en volantas y ella rio con fuerza.
—¿Recuerdas a la hechicera de la que te había hablado?
—¿Con la que te casarás? —preguntó Helen con un puchero en los labios.
—Está aquí. Conócela.
Dagmar le indicó que debía acercar el rostro a las manos de su hermana. No quería, pero tuvo que hacerlo para evitar un altercado.
—No eres muy bonita —concluyó cuando terminó de examinarla.
—¡Helen! —reprendió su hermano.
—Está bien. —Raphaella le restó importancia al asunto, aun cuando su interior había sentido el golpe.
Luego de un rato observándolos, fingió tener cosas que hacer y abandonó a los hermanos con las creaciones de la familia.
Quizá estuviera mal y tal vez era algo normal que, ella por no conocer una relación así, la juzgaba con prejuicios, pero encontraba algo obsesivo en el amor que parecían tenerse mutuamente los hermanos. «Estoy demente»
Se obligó a pensar en otra cosa.
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