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Capítulo XII: El precio de un deseo - primera parte





Peleó para quitarse de encima a su hermano. No había terminado. Nada lo había hecho ni lo haría hasta que ella se desquitara. Ganaría y decidiría por sí misma.

Lamentó en ese instante no poder invocar a nadie, cuán sencillo sería de ese modo hacerlos pagar por la vergüenza frente a tanta gente. ¡No era justo! ¿Qué más querían de ella? Si a las hechiceras en general les daban solo un objetivo: un buen matrimonio, por qué no al menos permitirles decidir con quién si han probado ser dignas. Era un abuso.

—Hazte a un lado —ordenó.

—No puedo, Raphaella. Te matarás.

Intentó alejarlo con la mente, lo imaginó volando por los aires, pero su hermano era mejor que ella y correspondió a su intento con verdadera telequinesia. Recibió el impacto y parpadeó, ofuscada por breves segundos.

Iskander aprovechó su confusión y la cargó cual saco de papas. Sus brazos rebotaron en la ancha espalda del segundo varón Marlowe y cuando hubo comprendido la situación, aprovechó la cercanía para golpearlo.

—¿Por qué me detienes? Es mi muerte, tengo derecho de elegir al menos eso, déjame... ¡Déjame! Por favor, Iskander.

—Los padres no lo creen así. Te han vendido y un contrato de sangre es más que suficiente para matar a quienes lo falten —contestó con resentimiento su hermano.

«¡¿Vendido?!»

—Si estar con ellos es morir y no estarlo es ser asesinada, ¿cuál es el punto?

—Lo siento, Ella.

—¿A dónde vamos?

—A casa, no te dejaré aquí.

—¿Casa?

¿Podía llamar casa a ese techo que le brindó su padre, ese hombre que la trató como un objeto? Quiso refutar y decir que no iría allí, pero Raph no tenía a dónde más volver, no había ninguna amiga para correr a ella y pedirle que la escondiera, no había tampoco un amante con el que quisiera fugarse. No había nadie... Se había mantenido lejos de todos y ahora caía por sus decisiones. Estaba sola.

—¿Puedo dormirme? —La cabeza le punzaba y a nada estaba de llorar.

—Por supuesto.

Se acurrucó tanto como le fue posible, y permitió que su cuerpo descansara, al lanzarse un hechizo que la obligó a cerrar los ojos antes que derramar lágrimas.

Cuando despertó, descubrió que no estaba sobre su cama, ni sobre el sofá blanco de su casa, tampoco en la habitación de Iskander o en la de Cassian. Estaba en una casa que no conocía, sobre una enorme cama con colcha dorada.

Se incorporó, y observó con horror que su ropa había desaparecido. Tenía una bata blanca con listones en su lugar, y su cabello había sido peinado como el de una muñeca de porcelana.

«Iskander... ¿Iskander me trajo aquí?»

Seguro la habría llevado a una cabaña de la que nadie tenía idea, la que usaba para verse con su novia, sí, eso era justo lo que pasaba. ¿Qué más si no?

Se dirigió a la puerta para buscar a su hermano. Tenían que planear qué hacer a continuación, no podrían quedarse en la isla o los rastreadores del Eje los obligarían a asumir sus responsabilidades, pero antes de poder abandonar la habitación, una sirvienta albina se interpuso en su camino.

—Señorita, no puede salir así.

—¿Disculpa?

—Por favor, acompáñeme.

La mujer la tomó de la muñeca con suavidad y firmeza a la vez, la condujo y la sentó a orilla de la cama. Avanzó al closet y extrajo un vestido de tirantes azul.

—Oh, no. No, no y no. —Los vestidos no le gustaban, se sentía incómoda y restringida—. Un pantalón de mezclilla bastará.

—La están esperando para comer —explicó la mujer—. No puede aparecer en mezclilla o me eliminarán por ineficiente.

¿Plural?

—¿Me están esperando? ¿Quiénes? —corrigió su pregunta—. ¿Dónde estoy?

—Su familia. La familia Von Lovenberg. —Dejó el vestido en la cama y llevó a Raphaella a tomar una ducha.

¿Era una broma de mal gusto? No, su hermano no era cruel. No jugaría con eso.

—Puedo hacerlo yo sola —refunfuñó al ver que la sirvienta tenía intenciones de ayudarla.

Al terminar, fue como ser una muñeca. La albina la vistió, la peinó y estuvo a punto de maquillarla; de no haber sido por sus protestas, con seguridad tendría un enorme círculo rojizo en cada mejilla. Entonces, la mujer la llevó al comedor. Durante el trayecto apreció a dos personas más de la servidumbre.

No pudo negar lo evidente. El don de los que yacían en el pináculo de su mundo era la creación. La habilidad de poder dar vida a seres sin madre ni padre, creados a partir de un corazón. Tejidos con magia y esfuerzo tenían que destacarse: blancos, tan blancos como la leche, de ojos negros y cabello gris. Los homúnculos eran imposibles de confundir. La familia Von Lovenberg no solo podía darse el lujo de una servidumbre nacida para servirlos, sino también de un ejército nacido para morir por ellos.

Un par de enormes puertas se alzaron frente a ella y la mujer le sonrió antes de empujarla al interior. A una mesa y con un generoso banquete estaban las cabezas de las familias Marlowe y Von Lovenberg, Dagmar incluido.

—Buenas tardes, me alegra que hayas despertado al fin. —El heredero se levantó de su lugar y se acercó a ella.

Retrocedió por instinto.

—Raphaella —nombró con una sonrisa y la tomó de los hombros—, siéntate con nosotros y conversemos sobre nuestro futuro.

Frunció el ceño. ¿Nuestro?

—No, querida, no hagas eso. —Puso el dedo índice en la frente de la nigromante—. Arrugarás tu rostro antes de la edad.

Apretó los labios. Muchas veces callaba por temor a Sebastian, esa no era la excepción. En la situación en la que se hallaba no podía verse altanera porque si su padre decidía disciplinarla frente a la familia anfitriona, y si su compromiso seguía vigente como todo lo indicaba, la familia Von Lovenberg la trataría como poco menos que un objeto.

Obedeció, comió en silencio y bebió todo lo que se le sirvió, escuchando con atención cómo los Dómines charlaban de absurdos temas como los futuros nietos, la nueva generación que estaba por llegar o los dones que comenzarían a despertar. Dagmar no volvió a entablar una conversación con ella después de la segunda vez que no respondió a sus preguntas.

Suspiró y recordó a Ivar Fraser. La alternativa que le ofreció la tarde en que la acompañó a casa ahora le resultaba coherente.

«¿Qué esperaba si no casarme? ¿No fui yo la que dijo que iría por Dagmar si eso me brindaba la oportunidad de continuar aprendiendo, de ascender?»

Sí, había sido ella, pero nunca esperó que su vida llegara a tal punto. Incluso si sabía que era inevitable de algún modo esperaba escapar. Lo cierto era que le dolía en el alma haber sido vendida, y parte de su corazón se estrujaba al ver que Dagmar Von Lovenberg no era Ivar Fraser. Que la mata de cabello rojo y los ojos dorados estaban irremediablemente fuera de su alcance. Raphaella se había encerrado en una burbuja y no permitió que nadie entrase, al hacer eso solo ayudó a los planes de su padre.

Y, en lo más profundo de su ser, sobre todo, ardía una furia contra sí misma por permitirse sentir dolor, por aceptar que las acciones de su padre aún le afectaban y, por ser tan tonta como para ilusionarse con Ivar cuando habían conversado solo dos veces, sabía que nada aseguraba que podría tenerlo y aun así creyó que lo haría.

Los mayores terminaron de comer y luego de esperar un tiempo prudencial habló.

—Padre, ¿podemos ir a casa? No me encuentro bien. —Era la mejor forma de rogarle sin hacerlo y obligarlo a actuar sin parecer grosera.

—Raphaella —respondió Dagmar en su lugar—. Esta es tu casa ahora.

Hubo unos instantes de silencio, pensó que tendría cerilla en las orejas o algún hechizo que le impedía escuchar bien.

—¿Qué?

—Vivirás con nosotros —explicó con una sonrisa que resaltó sus blancos dientes.

Raphaella juzgó que eran enormes, los dos de enfrenten eran tan grandes que superaban el tamaño de un maíz.

—¿Mi hermano Iskander también vendrá? —inquirió al no saber cómo debía reaccionar—. ¿Y Dante?

—¿Qué? No, querida, tu hermano seguirá con tu padre. —Dagmar la miró confundido—. ¿Quién es Dante?

—Es la mascota de Raphaella —respondió Sebastian.

—Quiero ver a Iskander y a Dante —impuso y, dándose cuenta de su error añadió con voz suave—: si es posible, por favor.

—En una semana quizá. Está ocupado con su ingreso al gremio. —La mirada de su padre fue una advertencia a no continuar por ese derrotero—. En cuanto a Dante, si tu prometido lo permite, lo enviaré aquí mañana mismo.

Volteó a ver a Dagmar, el heredero le sonrió.

—Claro que puede venir con nosotros.

—Gracias. —Limpió sus labios y se levantó—. Si me disculpan, quisiera descansar.

Todos asintieron y la antigua mujer que la había vestido la condujo de nuevo a sus aposentos. Cuando la puerta fue cerrada puso los pestillos.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —Desordenó la habitación en busca de sus pertenencias, en particular, de su celular. Al no hallarlo abrió la puerta de la recámara y volvió a encontrarse con la misma mujer albina, todo indicaba que hacía guardia—. Mis cosas. ¿Podría tenerlas, por favor?

—Todos sus bienes sido quemados, el amo cree que es una excelente forma de empezar de cero.

¿Pero qué demonios? ¿Quemados? ¿Quién le había dado el derecho? ¿Acaso habían perdido el cerebro o nunca tenido uno? ¡Allí iban las reliquias de Alejandro Magno e Isabel de Francia! El arete no pudo haberse consumido con simple fuego.

—¿Qué hay del pendiente?

—No sé a qué se refiere. —La mujer negó.

—¿Quién las quemó?

—Tengo entendido que su padre se encargó de ello personalmente.

El fuego azul que abrasaba almas con solo mirarlo... Sus reliquias estaban perdidas.

—Gracias. —Cerró de nuevo y se dejó caer en el suelo, abrazó sus rodillas sin aún creer lo que estaba pasando.

Se levantó, no era el momento de entrar en pánico. Corrió al closet y volvió su orden en caos para encontrar un pantalón que le acomodara. Una vez más a gusto, supo que debía abandonar esas cuatro paredes si no quería morir de un ataque de ansiedad.

—Voy a salir —anunció apenas abrió la puerta.

—La acompañaré por si necesita algo. —La mujer albina la siguió a un costado sin llegar a estar a la par.

—Puedes mostrarme el jardín si gustas. —Viró para hablarle, era una buena manera de entablar amistad, la chica no tenía culpa alguna de sus problemas.

No obstante, era consciente de que no debía confiar en nadie dentro de esa casona. Todos reportaban a los Von Lovenberg y, ellos la querían solamente por una cosa, no velarían nada más que sus propios intereses.

—Claro. —Sonrió y sus ojos brillaron.

Raphaella se preguntó qué era lo qué le hacía ilusión. Tal vez estaba tan aburrida que cualquier cosa era mejor que estar parada en la puerta.

—Hace mucho tiempo que esperábamos tenerla en la casa —comentó al tiempo en que la conducía a unos enormes rosales—. El amo al principio quería que se criara bajo su protección, y nos ilusionó. Pero creo que su padre se negó, porque entonces se rompería la tradición de la prueba de Sangre Digna.

«De todos modos, se ha roto»

—¿Desde cuándo? —inquirió al comprender que todos menos ella eran conocedores del pacto de Sebastian.

—Usted tenía siete años cuando vino por primera vez —explicó, en su voz había algo de añoranza por improbable que resultara—. No entiendo cómo podría olvidarlo.

—Es probable que me arrebatasen esas memorias —susurró más para ella que para la mujer.

Le fue imposible no volver a enojarse con su padre.

Continuaron por el jardín, disfrutando de las fuentes ocasionales y el aroma de las rosas. Había una gran variedad de ellas: rosas, rojas, blancas e incluso azules. Supuso que estarían encantadas para que tuviesen esa tonalidad.

No podía ver el coliseo de la prueba y eso la llevó a cuestionarse si la familia Von Lovenberg sería tan asquerosamente rica como para tener en su jardín la arena más allá de la vista. Imaginó que sí. Era fácil ser rico estando en el pináculo de la sociedad mágica, no era difícil obtener dinero de los cajeros automáticos que había en la isla, y tampoco era que los Von Lovenberg obtuviesen sus ingresos de tan prosaicos métodos.



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