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Capítulo XI: La elección - primera parte




Atravesó las puertas con el rostro en alto pese a los ojos rojos. No sonrió ni saludó a nadie en particular. Obvió el protocolo. Estaba furiosa. Ni los herederos ni los Dómines merecían nada de ella, de ninguna de las hechiceras que tuvo que hacer un sacrificio, no tenían derecho a exigirles respeto cuando les robaban la voluntad y les arrebataban su futuro. ¡Ni siquiera las valoraban como seres humanos! La nigromante descubrió un sentimiento amargo en su interior, algo frío y pesado.

Caminó hasta donde casi todas las hechiceras esperaban de pie, Raphaella las escaneó con rapidez y las vio con nuevos ojos. Ya no eran más sus contrincantes. Nunca lo habían sido en realidad. Cada una sufrió lo que ella y peleó exactamente por el mismo motivo, no había razones para detestarlas o sentirse superior cuando, al igual que ellas, era un peón más. Ahora, las entendió de una manera distinta, la suciedad en sus rostros, la sangre en sus rodillas y el cabello desalineado ya no le resultaron impropios ni grotescos, sino la fiel evidencia de su valentía y poder, y el recuerdo de que entrar al Bosque Estigio no era un regalo sino una lucha por sobrevivir.

La nigromante no pudo sino admirarlas y admitir, de un modo diferente al anterior, cuán fuertes eran cada una, cuán valiosas no solo por haber regresado sino por el simple hecho de ser humanas, de ser hechiceras... Entonces, reparó en la ausencia. El número de mujeres que estaba en la arena con ella era inferior al que debía y en la parte superior, en el centro, se observaba el número dos. Todavía faltaban por regresar. Repasó los rostros de las presentes y los comparó con los que entraron. Una parte de ella, aun después a haberlas reconocido como iguales y meritorias, y por egoísta que fuera, suspiró aliviada al ver que no había sido la última.

Descubrió con pesar que era dueña de un orgullo muy grande. Conceder a voz en grito que no eran otra cosa sino el reflejo de la una y otra era algo que quizá no sucedería nunca. Que las almas del infierno la perdonaran.

En ese instante algo le llegó al corazón, algo similar a una punzada de remordimiento, angustia y miedo... de lo que era. No habían transcurrido ni cinco minutos desde que el cuerpo de Isabel descansó en sus brazos. y la nigromante se aliviaba de no haber sido la última. Era algo absurdo pensar en el orden de llegada.

No merecía haber tenido a una reina a sus pies, ni la fe y confianza que depositó en ella, no merecía tener nada ni a nadie si no podía ver más allá de su nariz y sus propios deseos. Eran personas e incluso así las deshumanizaba... A eso de le llamaba hipocresía. Trataba con poca delicadeza sus óbitos mientras se quejaba de las formas que las familias padre tenían con las féminas de su mundo. Raphaella mordió su labio inferior contrita, tal vez no era muy diferente a los Dómines, después de todo había crecido bajo la tutela de uno.

Angustiada, se cuestionó en qué momento había pasado de ser una simple hechicera a una bestia narcisista o si siempre había sido así. ¿Podía atribuirle a alguien sus acciones para evitar sentirse tan mal como lo hacía en ese momento? ¿Su padre? ¿Los compañeros de clase? Negó. Admitió con tristeza que no había otro culpable salvo ella misma y, con temor, se preguntó si existiría algún modo de expiación, o si acaso lo merecía.

Sebastián salió de las sombras y se formó un paso detrás de las participantes, todas las cabezas de las familias lo hacían una vez su aspirante llegara. Aún quedaba sitio para dos almas, Raphaella repasó una vez más los nombres de las participantes, faltaban Gou, Maria José, Oksana y Victoria. Sin embargo, la era única que podía saberlo, así que no solo las familias Jinguji, Santisteban, Samaras, Pretov y Ajmátov esperaban ansiosas, sino también las familias Fernández y Fayolle. Siete nombres y solo dos vivas.

Los gestos de los padres de las hechiceras, pese a estar en la misma situación, revelaban emociones totalmente distintas. El padre de Gou mantenía la mirada por encima de sus hombros, la boca en una fina línea y el cuerpo relajado, todo su ser gritaba confianza en que Gou sería la siguiente en llegar. La nigromante no supo si era el rango lo que lo obligaba a conservar tal apariencia o si de verdad estaba tan seguro.

Los padres de las hechiceras hijas, por otro lado, tenían tatuado el miedo de perder a una hija, y sus músculos se revelaban prestos a correr hacia las puertas y salvarlas de ser preciso. Raphaella no necesitó conjeturar qué haría Sebastian si fuera ella. El padre de Gou era la viva imagen de cómo actuaría.

De pronto, una fuerza invisible la escaneó con magia. Ahogó un bufido al reconocer la esencia. Su padre la había tomado desprevenida, respiró con fuerza ante la intromisión. Se suponía que tenían prohibido examinarlas, sin importar quién fuese no tenía derecho a saber antes que los herederos. Comprendió de inmediato por qué lo hizo.

«Conseguiste una omega. Buen trabajo. Podrás tener a Dagmar»

La voz de Sebastian no la tomó por sorpresa, si había osado en romper la primera regla tanto daba la segunda; sin embargo, la congratulación sí que la había perturbado. Él no era un hombre de felicitaciones.

«No sabemos todavía que han conseguido las demás»

«No habrá una segunda omega»

«No lo sabemos»

«Claro que sí»

«¿Cómo?»

«¿Te has saltado las lecciones de historia y estadística?»

Entendió la reprimenda, así que no lo cuestionó más y se concentró en quienes estaban junto a ella.

Se percató de que algunas hechiceras llevaban al menos un día de espera, la niebla entre ellas. Antonina la miró con cierto desdén y burla, sus ojos la desafiaban a reprocharle el altercado en el que se había visto perdedora. La nigromante le sonrió y pasó de ella. No tenía sentido lamentarse cuando las cosas habían salido bien al final. Acarició la piedra dentro de su bolsillo, temerosa de que el óvalo que había conseguido se perdiera y todo sacrificio hubiese sido en vano.

Entonces, cayó en la cuenta de que aún no elegía prospecto. Había estado aplazando esa cuestión que ahora que se encontraba a un paso de obsequiarlo seguía con la misma indecisión que al principio. La nigromante se preguntó quién sería digno si es que existía alguien, había costado tanto dolor y sangre que resultaba oneroso concebir la idea de desprenderse de él y darlo, así como así. Resopló. Al final lo tendría que hacer así que se obligó a continuar con el hilo de sus pensamientos.

No conocía a ningún heredero, no sabía de sus miedos, ambiciones ni los ideales por los que pelearía, tampoco era amiga de ninguno e imaginar darlo por egoísmo pareció incorrecto; mas luego al repasar en la actitud de Isabel, en la confianza y casi amor con la que la trató, concluyó que seguramente querría que lo usara para lo que en verdad quisiera, fuera o no lo correcto.

Negó, incrédula. La reina la había leído tan bien... supo cuán ególatra podía ser y aun así la había aceptado con los brazos abiertos. Raphaella lamentó que no pudiera estar con ella. Se disculpó mentalmente y esperó que donde quiera que se hallara sus palabras la alcanzaran. Si tan solo la nigromante hubiese elegido ya, tendría un poco más de sentido el sacrificio de la soberana.

La Loba de Francia había usado su talismán para buscar el amor, que al final se convirtió en su más grande carencia en vida, pero Raphaella no sentía urgencia por besos y rosas, de hecho, no era consciente de qué necesitaba o quería. ¿Poder? ¿Fortuna? ¿Conocimiento? ¿Amor? Los tres primeros se conseguían con cualquiera, bueno, casi; y el cuarto era una simple ilusión. No obstante, debía considerar con quién podría vivir en paz, como bien había dicho la reina, sin peleas ni dramas, si no habría amor cuando menos estabilidad pedía. Vivir en guerra bajo el mismo techo no resultaba atractivo, menos cuando se trataba de toda su vida.

Avizoró a detalle el lugar, la arena estaba presidida por los ocho herederos, encabezando la fila estaba Dagmar, había cambiado su traje y su peinado. La nigromante lo detalló por segundos y, cuando este la descubrió se cuestionó si no tendría alguna clase de maldición que hacía que las personas la agarraran en pleno acto de escrutinio. El hechicero ladeó unos milímetros su cabeza, analizándola. Tenía el negro cabello peinado hacia los lados, con una clara división inclinada en el lado derecho, ningún cabellito salía de su lugar. El traje azul marino suavizaba su gesto, la corbata rosa y la camisa lila le conferían cierto aire angelical. ¡Vaya ángel tan atractivo como poderoso!

Le seguía Hagebak, pero no dotó de mayor importancia al heredero más allá de alabar su buen gusto por las corbatas; luego estaba su hermano, Cassian, cuyo semblante sereno rompía con la suavidad de su cabello ondulado, la mirada gris del primogénito Marlowe se encontró con sus ojos cafés, le sonrió y él para corresponderle guiñó un ojo. No podía sonreír, pero había encontrado la forma de infundirle valor.

Continuó con el recorrido visual hasta detenerse en los ojos dorados del pelirrojo de los Fraser; el traje negro endurecía su expresión, era más que evidente su contraria a estar en la ceremonia. Bajo sus pies descansaba su familiar, una tigresa blanca. Los hechiceros cantantes podían invocar a un familiar y compartir un lazo tan estrecho que el uno era el reflejo del otro. Los demás hechiceros solo podían hacer marionetas. El familiar del Dómine Fraser era un pequeño lobo gris.

Frente a los herederos yacían las jofainas de jade que recibirían el tributo y revelarían el potencial de la hechicera que lo ofrecía, verlas solo le recordó que seguía sin elegir. Maldijo.

Elevó su punto focal y se concentró en las familias invitadas jerárquicamente dispersadas. Encontró a sus hermanos en la muchedumbre, Iskander agitó su mano y levantó ambos pulgares, su hermana le dedicó breves segundos y luego miró hacia otro lado. 

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