Capítulo VII: Una mente engañada - primera parte
Cuando despertó, el sol casi había alcanzado su cenit. Raphaella se incorporó de un salto ante la pérdida de tiempo. Tremendo desperdicio de luz. Si quería ganar no debía ser tan endeble en la rutina, no podía darse esos lujos. ¡Simplemente era inconcebible! Se reprendió mentalmente a la par que se tallaba los restos del sueño.
La caminata de ayer la había dejado extenuada, como era de esperarse. Antes de la prueba había llevado una vida muy sedentaria; concentrada en perfeccionar hechizos nunca se preocupó por su condición y, bendecida con un cuerpo relativamente esbelto, tampoco lo hizo por cuestiones estéticas. No volvería a subestimar la capacidad física, prometió.
Buscó a Isabel con la mirada, pues al despertar no había estado a su lado. La encontró sentada en cuclillas sobre un pequeño montón de bayas, las olía y luego las probaba, escupió un par de ellas y retiró las restantes del montón.
Se acercó hasta quedar junto a la Loba de Francia. Adoptó la misma posición.
—Os he buscado un desayuno, son frutos del bosque, ligeros y buenos para vuestra salud. —Continuó con la tarea de limpiarlas—. Después podréis caminar tanto como os plazca.
Sonrió y las tomó agradecida, pero con cierta dosis de culpa que, sabía, en teoría no debería sentir. Citando a sus maestros, los espíritus eran una extensión de su magia, ellos y su padre se lo habían repetido hasta el cansancio. Las reencarnaciones tendrían que ser para ella lo que el agua a las linfas: un elemento que manipular. Sin embargo, aunque comprendía la idea, no podía aceptarla como propia y seguir su filosofía, el agua y las almas no tenían nada en común. Los seres a los que ella llamaba habían vivido, sentido, amado y temido.
La persona frente a ella incluso había sido una reina. También había cargado a un hijo en el vientre, y sola se aventuró el camino de regreso a casa cuando el rey Eduardo II la abandonó a su suerte en Tynemouth. Deseó amor y le fue negado. ¿Cómo podría cerrar los ojos a la historia y tratarla como una herramienta si había vivido incluso más de lo que la ella?
—Tú también comerás, ¿verdad? —inquirió, perdiéndose en su belleza una vez más, optando por concentrarse en eso en lugar de lo que debía significar para ella.
Era hermosa. Poseía una luminosidad que Raph nunca tendría. Isabel tenía un precioso rubor melocotón en las mejillas que cualquier chica envidiaría; unos expresivos ojos azules que resaltaban ante la abundancia de sus pestañas y unos labios carnosos y rojizos... Si viviese en la época actual y fuese a la universidad, sería la más popular y posiblemente capitana de algún club como ajedrez o quizá el de porristas. En ella vivían todas las cualidades que debía tener una buena regente, era inteligente, fuerte y amable.
—No necesito comer. Mi deber es serviros. —Le regaló una sonrisa—. Siempre ha sido el mismo.
—¿Siempre?
—En vida serví al rey Eduardo II al traer al mundo a su heredero, haber muerto y regresado no ha cambiado nada. No tenéis que preocuparos por mis necesidades. —No era una queja, tampoco una confesión de penas hablaba como quien constatara una simple verdad ecuménica.
En ese momento, lo decidió. Sus palabras la hicieron ver un potencial que no debía desperdiciar. La Loba de Francia había sido una ocultadora, las rocas traicioneras de los Mantos serían fáciles de evitar. Ya no era la opción menos mala, ahora era una verdadera decisión.
—Come conmigo, por favor.
Isabel alzó la mirada de su tarea, en sus ojos titilaba la sorpresa.
—No están envenenadas, ama —jadeó, ofendida.
—No me refería a eso.
Frunció el ceño y concentró su energía en enviarle un mensaje sin hablar.
«No me gusta comer sola» mintió.
La Loba de Francia entrecerró los ojos sin creerle, mas luego asintió y compartieron el pequeño festín. Raph comió con prisa, no sabía cuanto tiempo podría llevarles encontrar un talismán que sirviera.
Al terminar, sacudió su ropa y colgó la mochila en su espalda. Isabel tomó la delantera después de que le indicara hacia qué dirección debían marchar. Durante trayecto, no faltó la vigía de la aristócrata, subía a los árboles cada tanto para asegurarse de que continuaban en la orientación correcta y, en ocasiones, exploraba el camino mientras ella descansaba.
La hechicera envidió la facilidad con la que escalaba y descendía con un salto mortal. El complicado movimiento lucía sencillo si la reina lo ejecutaba. Así que sus pies tocaban el suelo con suavidad, las yemas de sus dedos caían sobre la tierra para distribuir el dolor del impacto. Luego se erguía y continuaba el ritmo como si nada. Era increíble, admitió con embeleso.
—Ama, disculpad mi atrevimiento y os ruego que perdonéis la osadía de vuestro sirviente, mas es mi deber complaceros y para ello preciso respuestas. El poder que portáis me impidió acceder a vuestros deseos cuando llegué, pero... ¿a qué heredero queréis consagraros?
Saltó un pequeño charco y casi tropezó ante las palabras de la reina.
—Todavía no lo decido —aceptó—. Por eso necesito lo mejor que podamos encontrar, así tendré más opciones.
—Entiendo, un talismán omega sería lo ideal. En mi vida, cuando participé en la prueba, solo dos hechiceras habían logrado conseguirlos.
—¿Participaste en la Prueba de Sangre Digna? —preguntó con interés.
—Por supuesto que lo hice. —El tono evidenciaba su indignación—. Conseguí una alfa y la ofrecí a vuestra prosapia. Lamentablemente el Eje y mi padre creyeron que sería mejor peón dentro de la nobleza inglesa, pero eso fue antes de que el Libro Blanco se escribiera y nos alejara de la política, economía y religión de los humanos.
—Las Letras Blancas ya no son las mismas —dijo, recordando que algunos hechiceros se metían en las nóminas de empresarios.
—Pero mantienen la esencia, podéis tener acciones de corporativos, quizá ser dueño de una compañía y participar en la política local, pero nunca en altos mandos que dejen evidencia a los historiadores del futuro.
—Nunca había pensado en ello —admitió con vergüenza.
Como hechicera de sangre roja jamás se le había pasado por la cabeza inmiscuirse en la jerarquía humana, eran temas alejados por completo de sus intereses; sin embargo, Isabel lo había hecho por su nación, por su padre y por obligación. De nuevo, caía en la cuenta de que no era un qué sino un quién.
No, Isabel no era una herramienta y no merecía que apenas conseguido el talismán muriera. No, Raphaella la proveería, la llevaría a su mundo y estaría con ella. Era probable que esa decisión molestara a Sebastian, pero cuando la viera y percibiera cuánto poder destilaba, seguramente cambiaría de opinión. Tener a una reina como invitada no era cualquier cosa.
Entonces, reparó en el verbo que había empleado: mantienen, no mantendrán. Isabel tenía la certeza de que así eran.
—¿Mantienen? —repitió.
La reina arrugó el entrecejo.
—La información viene a nosotros cuando pisamos el mundo de los vivos.
Eso lo sabía, pero ignoraba los límites.
—¿Toda?
—No lo sé —contestó, desconcertada—, ¿no deberíais saberlo, vos?
Touché.
—En la historia ha habido pocos nigromantes.
Continuaron avanzando, a ratos conversaban y a ratos callaban, hasta que su estómago se contrajo y fue necesario parar para buscar alimento.
—Por favor, permaneced aquí, ama... Dadme unos minutos os encontraré algo que comer.
—Bien, esperaré... —Se quitó la mochila de la espalda—. ¿Crees que sea buen lugar para dormir? Nos quedan solo un par de horas de luz, pero no sabemos si encontraremos algo mejor.
—Yo os aconsejaría avanzar, pero atenderé a vuestros deseos.
Asintió.
—Gracias.
Isabel hizo un gesto de aquiescencia antes de echar a correr. Raphaella se acomodó y bebió un poco de agua. La cantimplora estaba casi vacía y resistió el tonto impulso de beber hasta la última gota. Eso solía pasarle, cuánto menos tenía más quería. Estúpida ansiedad.
De pronto, escuchó gimoteos sosegados, como los de quien se cubre la boca para evitar que descubran que llora, o como el sonido que escapaba de las burbujas anti-ruido mal hechas. Sus instintos le gritaron que lo mejor era echar a correr en dirección contraria e informar a Isabel; no obstante, su consciencia le dijo que, si ayudaba a alguien ese día, una gota de la suciedad que embardunaba su alma desaparecería. Así que buscó el origen de los lloriqueos.
No tuvo que caminar mucho para encontrarse con la hechicera que berreaba sin mesura. Raphaella no podía oír sus gritos con claridad, era evidente que tenía una burbuja, pero no lo necesitaba para saber que sufría. Tenía la boca abierta en un grito silencioso, rasguños en el rostro y la ropa en andrajos, giraba en el mismo lugar y desesperada corría en círculos, como si no encontrara la salida a un laberinto que solo ella podía ver. La nigromante no lo entendió, el bosque no la tenía entre sus garras.
Avizoró el entorno y a la hechicera, el hechizo CV3 para aguzar su visión funcionaba aún. La sangre en sus brazos contrastaba con fuerza con el blanco enfermizo de su piel, y fue esa característica la que le recordó su identidad. Déspina Samaras. ¿Le habría picado algún animal cuyo veneno causara alucinaciones? ¿Comido algo extraño?
Sus teorías fueron interrumpidas por ensalmo, pues el viento al alrededor del céfiro se agitó, creando un remolino. El cabello oscuro de Samaras imitó el compás. La hechicera estaba haciendo uso de su poder.
—Por favor... —suplicó en un grito y la burbuja estalló en el acto, su voz alta y clara—. Déjame ir, buscaré una gama, no seré ningún obstáculo para ti. Lo prometo. —Lloró con fuerza—. Solo haz que se detenga...
La nigromante estuvo a nada de acercarse, pero una risilla la alcanzó y se detuvo, provenía de uno de los árboles. Se ocultó tras un tronco.
—Pretendías matarme —acusó una nueva voz—. ¿Y ahora ruegas por piedad?
La responsable bajó de su escondite con agilidad y al verla, Raphaella se preguntó si acaso había sido la única ingenua que no consideró el factor físico en la prueba. Su rostro salió a la luz, se trataba de Iwenn Fayolle.
—¡No quería matarte!
—¿Me lo juras? —se mofó la ilusionista.
—Por favor. —Despina cayó de rodillas y avanzó a gatas hacia donde la voz provenía, se aferró a la pierna de Iwenn—. Te ayudaré, lo prometo, ayudaré a que consigas algo bueno.
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