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Capítulo V: El Bosque Estigio - primera parte




La madera se cerró tras ella con un suave golpe, como si alguien hubiera exhalado a sus espaldas y al hacerlo su aliento la acariciase, empujándola todavía más al interior. De pronto, la luz se hizo y sus ojos pudieron ver en dónde se hallaba. Su cuerpo apenas había sido consciente de haber atravesado el umbral, pero una vez las puertas la confinaron, la piel le vibró ante la magia que rezumbaba la tierra. Casi podía seguir el ritmo con la mente. La sangre le cantó gustosa, sonrió y cerró los ojos maravillada ante el Maná que desprendía la tierra. ¿Cómo podía haber temido del Bosque Estigio cuando lo que la rodeaba no era sino un milagro? Otra realidad, otras circunstancias... Allí no era la pedante Marlowe, allí era solo Raphaella.

Lamentó que muchas hechiceras no pudieran conocer un lugar como ese y que las que lo hicieran fueran por motivos tan clasistas. El Bosque Estigio debería estar disponible para todos los que desearan tocar un milagro y obtener un poco de magia de la fuente más pura a la que podían acceder.

—Perfecto, las quince estamos dentro. —Alguien tomó la palabra y la hizo regresar al presente, era Antonina—. No necesitamos matarnos entre nosotras. Siete de ustedes no tendrán un final feliz y es una lástima, pero siempre es así, para que alguien gane alguien debe perder. Nada personal. —Esperó una pausa dramática antes de continuar—. Aunque déjenme advertirles que, si alguna de ustedes intenta robarme, mi talento no solo las hará dormir. —La sonrisa en sus rojizos labios fue escalofriante—. Queridas contrincantes, las veré en la Ceremonia de Entrega —anunció antes de echar a correr.

Raph se quedó por un instante patidifusa sin comprender muy bien qué había sucedido. Oteó a su alrededor, esperando que las palabras de la niebla fueran mentira, pero no. Estaban las catorce hechiceras restantes. Arrugó el entrecejo, desconcertada. ¿Cómo era posible que estuvieran en el mismo lugar? De todas las posibilidades, ¿por qué en idénticas coordenadas?

La puerta las había colocado allí, así que debía existir un motivo; sin embargo, por más que lo buscaba no daba con él, qué sentido tenía arriesgarlas a caer sin siquiera poder buscar un talismán o pelear... la comprensión se abrió paso a empellones en la neblina de su confusión: era piedad. Un obsequio para cualquiera que entendiera las instituciones morales de su mundo. Fenecer a manos de una hechicera era misericordia, así no se sufriría el desdoro de perder y ser rechazada por algún heredero.

No era posible. Raphaella intentó cambiar el rumbo de sus pensamientos. No se lastimarían entre ellas, se dijo, era contrincantes, pero no asesinas. Desgraciadamente, la espina no se fue tan rápido como apareció y, aun cavilando en otras cosas el eco de esa verdad resonaba en el fondo de su consciencia.

Entonces, sus ojos recayeron en la teletransportadora, quien apenas le dedicó un segundo antes de desaparecer. Espabiló ipso facto. Incluso si ella se negaba a matar era mejor no arriesgarse. No conocía a las hechiceras y, antes de que las demás reaccionaran, corrió en dirección contraria.

La mochila le rebotó en los omoplatos hasta que se obligó a ajustar las correas, sentir el constante golpeteo la distraía y frenaba. Raphaella corrió cuesta arriba. La altura brindaba ventaja al saber en dónde se encontraba, y le serviría para decidir a dónde ir.

El mapa del Bosque Estigio era algo que todas conocían, solo existían tres lugares en donde era probable encontrar un talismán alfa: las Montañas Cuervo, los Mantos Durmientes y los Volcanes de las Serpientes Rojas. Los talismanes beta y gama eran habituales en el resto de la tierra maldita. Los talismanes omegas solo estaban en los Ríos Mefíticos, pero ni siquiera era una garantía, había más probabilidades de encontrar una alfa.

Los talismanes omegas eran los más preciados, no solo porque en ocasiones igualaran el poder de un alfa, sino porque lograban neutralizar en mayor o menor medida a estos. Eso los posicionaba hasta la cresta de la clasificación. Luego estaban las alfas, las betas y al final las gammas.

Los pulmones comenzaron a arderle antes de que hubiese decantado por un lugar o alcanzado la cima, y tan pronto hizo lo segundo se percató de su error: no había buscado líquidos. Ahora su garganta ardía. Resollaba. Tragó saliva con dificultad mientras se acomodaba para descansar. Sus manos juguetearon con la tierra, era seca, no había ningún ojo de agua en los alrededores.

Esperó minutos para recuperarse y tranquilizar a su agitado corazón que amenazaba con reventar. No obstante, no pudo. No tuvo tiempo.

—Nigromaaante... —Un canturreo la alcanzó, una voz aguda y burlona—. ¿Dónde te escondes, nigromaaante? —continuó.

Raphella se incorporó cual resorte y escudriñó los alrededores en busca de alguna señal que le advirtiera quién la estaba cazando. Sin embargo, antes de que pudiera atisbar algo, un bloque de tierra emergió a su costado, el pico en el que terminaba alcanzó la piel de su mejilla izquierda y algo comenzó a derramarse. No esperó a ver al culpable. Echó a correr, impulsada por la adrenalina en sus venas.

Ahora, su corazón latía frenético por cuenta doble. La nigromante estaba agotada y tenía miedo. A través del rabillo del ojo veía como árboles caían y trozos de tierra brotaban del suelo, formando peligrosos picos que buscaban atravesarla. Zigzagueó en múltiples ocasiones, evitándolos hasta que uno logró derrumbarla. Giró sobre su cuerpo sin dilación, alejándose de un nuevo ataque. No podía verla, pero sentía la presencia de la hechicera corriendo tanto como ella, persiguiéndola, acorralándola. Consiguió levantarse y correr de nuevo.

—¡Nigromaaaante! —Una vez más, la voz aguda llegó, estiraba las vocales y elevaba la nota en la sílaba tónica.

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