Capítulo IV: Descender al infierno es fácil - segunda parte
Raph destapó el contenido y lo vertió con celeridad en su boca. Tragó rápido con la esperanza de no percibir ningún sabor que la hiciera vomitar. Si lo hacía, perdía y no lograría entrar, maldijo al percibir parte del sabor dulzón.
El Domĭnus repasó sus rostros y, en menos de cinco segundos dos de las participantes cayeron al suelo. Ahogó un gritito. ¿Era esa la primera prueba? ¿Las habían envenenado acaso? ¿Por qué nadie le advirtió sobre ello? ¿Debió tomar algo que mitigara las consecuencias de cualquier sustancia tóxica?
Sin saber muy bien por qué, volteó hacia a Ivar, quizá fue por costumbre. No importaba. El pelirrojo tenía la mirada fija en ella, analizándola, le insinuó una sonrisa y su corazón se detuvo por un momento, pero no correspondió a su amabilidad.
—Es mejor perder ante nosotros que ante el Bosque Estigio, no hay vergüenza en ello —continuó sosegadamente Alexander, entonces bramó—. Honramos su valentía, pero apreciamos la vida. Él las devoraría encantado.
Dos hombres de la izquierda rompieron formación y tomaron a las hechiceras en brazos antes de retirarse por un costado. Raphaella no pudo evitar alegrarse, aunque sea un poco. Que dos hechiceras no entraran le daba esperanza y no solo a ella, sino también a cada una de las que había soportado lo que fuera que les hubiesen dado. Las probabilidades de obtener a un heredero aumentaban, aunque también las de ser el sacrificio. Con solo quince participantes y ocho herederos, los números se movían para bien y para mal.
Apenas salieron los hechiceros y sin ninguna señal visible, las cabezas y los herederos de las familias padre entonaron un cántico, al mismo tiempo sus dedos danzaban como si solo un par de manos estuviera llevando a cabo el hechizo de evocación.
Intentó descifrar las palabras dentro de sus bocas y comprender qué patrones usaban, pero el poder era tal que le fue imposible entender alguna siquiera. Sus oídos y sienes comenzaron a palpitar conforme la voz y el movimiento cobraron intensidad. Poco a poco, frente a ellas, un par de puertas cobraron forma.
Enormes y de roble se impusieron emanando una fuerza que Raph sintió le oprimía los pulmones. Para ayudarse, fijo la vista en las formas grabadas que brillaban sobre la madera, intentando distraerse y no doblegarse ante el asfixiante entorno.
La madera tenía runas, palabras en un idioma que desconocía y, en relieves espirales adornadas con rosas. Hasta arriba, las lianas confluían para formar una corona con siete más pequeñas distribuidas bajo ella. Empezando de izquierda a derecha, la primera pertenecía a los De Luca, pequeñas corrientes de aire la rodeaban; le seguía Czajkowski con nubes a su alrededor; Fraser con serpientes envolviendo la forma de su nobleza; Hagebak con el perímetro pintado de negro. La corona de los Marlowe descansaba en medio de fuego; la de los Ficquelmont estaba ladeada y, la de los Jinguji tenía varias fracturas a lo largo de la forma. Sobre todas ellas, la de los Von Lovenberg más grande y prolija, con un corazón tallado en el centro.
Unos segundos después, los hombres dejaron de moverse y vocalizar, gotas de sudor corrían por las sienes de la mayoría. La nigromante arrugó el entrecejo, quizá no eran tan fuertes como les hacían creer, tal vez por eso necesitaban la sangre de las mejores, para que los linajes se vigorizaran. En tal caso, eran ellos los que deberían entrar a las tierras malditas y pelear por sus manos. Los herederos deberían correr los riesgos. Apretó la mandíbula, contrariada. No importaba ya, estaba a segundos de cruzar.
—¡Hechiceras! —gritó Alexander, rompiendo el hilo de sus pensamientos—, den lo mejor de ustedes y que el Talento nos cante el poder de su sangre. Encuentren el objeto que complazca al que quieren por cónyuge, brillen, sean fuertes y luchen por él. —El creador asintió hacia uno de los hechiceros restantes, otorgándole su permiso para actuar.
Raph contuvo un suspiro y el hombre solícito dio un paso al frente.
—De la sangre Strickland, Denisse. Una linfa.
Hechicera de agua. Una chica de tez morena y cabello todavía más avanzó en dirección a las puertas, hizo una reverencia a los herederos antes de besar en la mejilla al que supuso, la nigromante, sería su padre. Luego marchó.
Las puertas, como si tuvieran vida, se abrieron ante ella para dejarla entrar. La apertura fue solo la necesaria para que su cuerpo pasara. Raph intentó ver qué había más allá, pero todo lo que pudo apreciar fue oscuridad.
El hechicero inclinó la cabeza y volvió a su lugar. Otro hombre tomó el sitio recién liberado.
—De la sangre Cienfuegos, Sofía. Una hierba.
La hechicera que se posicionó en el centro de la arena era más una niña que una señorita, sus facciones aún poseían cierta redondez característica de la infancia, su juventud se profundizaba con el flequillo recto sobre la frente. Tenía trenzado el cabello chocolate y una flor lo decoraba. Con una sonrisa saludó a los herederos y luego, se inclinó con suavidad. Caminó hasta su padre y se despidió para avanzar a las puertas.
Raphaella se mordió el labio inferior, la chica tenía ventaja desde ya. Controlar la vida verde era sin duda una habilidad muy útil dentro.
—De la sangre Nanase, Wakana. Una velocista.
Pese a no ver utilidad en el talento, Raph no menospreció a la hechicera que caminó hacia las puertas, ya que no podía deducir la destreza con la que manejaría otras disciplinas. Ser rápida, además, podría implicar que viajaría sin complicaciones por los pasajes o que huiría sin problemas de la muerte.
Sus rasgados ojos eran tan pequeños que casi desaparecieron cuando sonrió a los herederos. Tenía el cabello corto, solo llevaba un par de pasadores que lo mantenían alejado de su cara.
Los nombres fluyeron.
—De la sangre Jinguji, Gou. Una teletransportadora.
Cuatro.
Casi misma ventaja que para Wakana, solo que mejor. La hechicera, versada en el protocolo por la familia de la que provenía, fue un soldado durante el saludo y avance hacia las puertas. Sus ojos eran dos abismos oscuros que no desvelaron ni la más mínima pista de lo que por su mente pasaba.
—De la sangre Ajmátova, Victoria. Una prensora.
Cinco.
Una hechicera cuyo cabello podía ser letal, fungiendo como otra extremidad. Su larga y cobriza melena revoloteaba juguetona por su rostro, otorgándole suaves mimos en los pómulos. Victoria fue la única que no se molestó en atarlo para evitar que estorbase. Llevaba delineados los enormes ojos verdes que tenía y sus mejillas pintadas como los militares, buscando pasar desapercibida en un bosque.
Raph se reprendió por no haber pensado en ello.
—De la sangre Espejel, Andrea. Un termo.
Seis.
La habilidad de controlar las temperaturas era poco habitual en cuanto a fuerza, había muchos termos en la isla, pero si acaso dos o tres fuertes. Muy útil para ciertas zonas del Bosque, tal vez podría hacer equipo con ella e ir a los Volcanes de Serpientes Rojas. Casi ninguna iría, por no decir que sería Andrea la única.
Descartó la idea tan pronto como la concibió, qué podría ofrecerle Raph para que aceptase.
—De la sangre Duchamps, Francesca. Una ocultadora.
Siete.
La posibilidad de esconder su presencia de cualquier ser viviente podía ser casi un regalo de vida, el Bosque Estigio ni siquiera sabría de ella y, con ello obtendría lo mejor de todo: salvarse de ser el sacrificio.
—De la sangre Zini, Naira. Un diamante.
Ocho.
Una hechicera casi indestructible, con la piel tan dura que solo otro diamante podría herirla. Llevaba el rubio cabello atado en dos coletas, confiriéndole cierto toque pueril al conjunto que vestía.
—De la sangre Fernández, Lisa. Una térrea.
Nueve.
El talento de la tierra. Raphaella observó a la hechicera y la reconoció, era la misma que había tapado la entrada a su salón... Alta, robusta como su elemento y morena, siguió el protocolo y se adentró a lo desconocido. La nigromante deseó no encontrarse ni por accidente con ella. En realidad, no quería toparse a nadie.
—De la sangre Santisteban, María José. Una destructora.
Diez.
Tuvo curiosidad por la fuerza de su talento y cómo se canalizaría. ¿Sería su voz? ¿Su tacto? ¿O sería tan peligrosa como los Jinguji, cuyo don se ejercía a distancia, con la mente? La observó a detalle, sus brazos y piernas eran delgados, tenían músculo, pero no insinuaban nada más allá de una buena rutina de ejercicio y dieta, eso la dejaba con la voz y la mente... Qué poderosa podría ser.
Tenía el cabello claro, aunque más castaño que rubio, ojos grandes y cafés. No muy alta.
—De la sangre Samaras, Déspina. Un céfiro.
Once.
Fue imposible no pensar en su hermana, Adeline tenía las mismas habilidades, y al igual que esta tenía la piel pálida. Su cuerpo era pequeño y esbelto, de largo cabello oscuro.
—De la sangre Petrova, Oksana. Un adminículo.
Doce.
Esa clasificación era casi peyorativa, que el Talento se cristalizara en un arco que no errara, en una espada irrompible o en una lanza mortífera no era una tontería. ¿Cuál sería el de Oksana? No tenía ni la más remota idea, pero a distancia o en la cercanía era fácil intuir su ferocidad.
Alta, delgada, rubia y de ojos azules.
—De la sangre Fayolle, Iwenn. Una ilusionista.
Trece.
La nigromante había intentado planear una estrategia ahora que conocía casi todos los talentos; sin embargo, olvidó su propósito en cuanto escuchó la presentación. Algo similar al temor y admiración palpitó bajo su piel. Si bien podía parecer una nimiedad, uno de sus más grandes miedos había cobrado forma. Los ilusionistas eran seres de temer, tal vez no tan fuertes como los titiriteros, pero hacerte creer que del estómago te brotan cucarachas no era un Talento para despreciarse, menos si en medio de esa ilusión terminabas por apuñalarte a ti misma.
La chica tenía la misma apariencia infantil de Cienfuegos, solo que, en lugar de ojos oscuros y piel morena, era blanca como la leche y de ojos heterocromáticos, el derecho de un azul profundo y el izquierdo de un verde pálido.
—De la sangre Czajkowski, Antonina. Una niebla.
La otra hechicera hija de una familia padre.
¡Esa era la última antes de ella!
—De la sangre Marlowe, Raphaella. Una nigromante —anunció Sebastian.
Ese era su nombre, ese era su nombre.
«No puedo, no puedo»
El cuerpo se negó a responderle, sus piernas eran gelatina pura. ¡No podía! Enterró las uñas en las palmas de sus manos. Debía hacerlo. Tenía que hacerlo. El dolor la ayudó a reaccionar, aunque no tan rápido como le habría gustado.
Le tomó un minuto poder caminar e imitó con torpeza las acciones de las demás hechiceras, saludó a los herederos y se inclinó ante su padre.
«Maldición»
Luego, continuó hacia las puertas, estas se abrieron dándole la bienvenida a lo desconocido.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro