Capítulo II: Tan real como los latidos de un corazón vivo - segunda parte
Iskander era el segundo en la línea de sucesión, pero si las mujeres valieran, sería el tercero. Adeline fue la primogénita Marlowe y debió pertenecerle el derecho de acceder al Acervo de la familia. No fue así, y le correspondió buscar un buen partido; pese a ello nunca se quejó como Raph lo hacía. De algún modo, Cassian y Adeline aprendieron mejor los lugares que asumirían con el tiempo, ambos tuvieron mayores responsabilidades cuando se criaron; el primero siempre aspirando a ser el mejor, a ser suficiente y ella buscando la perfección para complacer a su padre con un buen yerno.
En cuanto a los segundos, Raph pensaba que incluso a la sombra de los primogénitos, Iskander tenía mayores libertades y que sus obligaciones eran menores.
De súbito, un latigazo de miedo le golpeó la espalda. Tembló al reparar en algo que no había considerado antes. Esperaba que no tuviera que casarse tan rápido como lo hizo su hermana mayor, quien apenas hubo terminado la universidad se matrimonió. Su estúpida hermana mayor. El auto de Iskander se detuvo en frente haciéndola volver de su nube, abrió la puerta del copiloto y entró.
—¿Has vuelto a saltarte las clases?
Lo envidiaba, él tenía algo que Raph deseaba. Si ella se atreviese a hacer lo mismo, no dudaba de que al volver a casa su padre estaría esperándola. Sus instructores la tenían bien vigilada.
—No tenemos que preocuparnos por ello, Raphaella, no seremos los herederos, pero un buen puesto en la burocracia sí conseguiremos. Ya sea en el mundo mágico o en el humano.
—También podemos conjurar algo para que los dueños de las grandes compañías nos tengan con generosos sueldos en sus nóminas —bromeó y, luego añadió con seriedad—: si padre se enterase de tus escapadas tendrías una buena charla con el Señor Fuego.
—No lo harías —dijo despreocupado.
—No, no lo haré. —Raphaella no era una traidora.
El Señor Fuego era el monstruo al que ambos temieron cuando niños. El monstruo que los hacía sudar y lastimaba con su tacto, así que para evitar despertarlo de su plácido sueño tenían que ser buenos hijos, hacer sentir orgulloso a su padre y no desobedecer sus órdenes. Con el tiempo comprendió que el Señor Fuego no era otro más que Sebastián Marlowe. No obstante, las noches en las que temblaba ante su mención seguirían en su memoria, ese miedo ya había anidado en su corazón. Viró hacia su hermano. De cierta manera, ambos seguían siendo niños.
Cuando llegaron a casa compartieron la mesa, después Iskander marchó a su cuarto. Una vez sola, llamó a Dante y el conejo acudió en respuesta. Raph lo tomó entre las manos y lo acarició por unos momentos.
—¿Quién es el consentido de esta casa? —preguntó juguetona—. Sí, sí, eres tú.
Se incorporó con él en brazos y lo llevó al jardín, el lugar favorito de Dante. Luego bajó al sótano.
La práctica del día era sencilla. Abrir portales y resistir las succiones de Od. Dejó su mochila sobre el perchero y se dirigió a los estantes. Raph paseó la mirada y las manos por los volúmenes, como si no supiera cuál elegir. Era un pequeño capricho que se consentía. Una vez satisfecha cogió un libro de cuero marrón y acarició la cubierta antes de abrirlo y aspirar el olor a papel viejo. Alora, lo dejó sobre el atril en la mesa antes de comenzar a dibujar en el espacio abierto.
Con el tiempo suss trazos mejoraron y permitieron que la magia se condesara con mayor facilidad, con la práctica su resistencia aumentó e incluso de vez en cuando osó en asomarse por los enormes abismos que se creaban cuando los portales se abrían. Al principio no vio más que oscuridad y formas que se arremolinaban unas contra otras, pero entonces prestó mayor atención y descubrió el tono grisáceo que tenía el otro lado... de eso hacía mucho tiempo.
Cuando hubo terminado el dibujo, agregó un par de runas nuevas en dos extremos. Se levantó, cogió el libro para recitar y retrocedió hasta quedar fuera de la circunferencia. Alzó la mano y con una daga cortó suavemente su piel, tres gotas de sangre bastaban; sin embargo, derramó un poco más. La palma de su mano estaba llena de pequeñas cicatrices. La primera vez en que reparó en ellas deseó haber sido un crúor, la clase de hechicero capaz de controlar la sangre. De ese modo, sin importar la gravedad de la herida, no dejaría cicatriz... Claro, si no estuvieran extintos hacía eones.
Los crúores habían sido consumidos por la ambición al poder hasta desaparecer. Si usar magia fuese caminar al filo de una espada, ellos habían osado en bailar sobre tan delgada base. Se alimentaron de la energía de la sangre, y la sangre exigió más, desataron guerras en nombre del poder y la divinidad, y eso casi expuso el mundo mágico. Entonces, fueron cazados por hechiceros, y su propia gente finiquitó la tarea cuando ser único y especial se volvió su objetivo. Suspiró y se olvidó de la triste historia.
Si oyes mi canción
Si escuchas mi llamado
Atiende mi oración
Yace bajo mi comando
Había invocado a un desconocido. Esperó largos minutos a que alguien acudiera, pero nada emergió del abismo. No pudo evitar decepcionarse. Pensó que carecer de una idea clara sobre a quién llamar le brindaría la oportunidad a cualquiera de salir del mundo de los muertos. Sin más contemplaciones, retomó sus tareas iniciales y abrió dos portales más.
Después de haber invocado por accidente a su madre, Raphaella sólo había repetido la acción para el Dómine Von Lovenberg, el hechicero había perdido un hijo cuando el pequeño tenía apenas cinco años. Así que un día el hombre llegó con una playera y su padre la instó a ayudarlo. Fue un desastre. No tenía experiencia y tampoco había leído tanta teoría, tras varios intentos y un caos en el sótano, logró dar vida al infante por escasos minutos.
A partir de esa experiencia, comprendió que debía hacerse de catalizadores, así que se procuró distintos objetos de antigüedades diversas. Una reliquia hacía el proceso más sencillo. Sin embargo, llamar a un espíritu antiguo era oneroso y consumía mucha más energía, tan era así que cuando lo intentó cuatro años atrás ella había terminado desmayada y el espíritu ni siquiera se había asomado.
La cuestión del Od no era la más importante, de hecho, era de las simples, el verdadero problema era conseguir reliquias de hombres y mujeres antiguos e interesantes, no solo porque estuvieran guardadas bajo llave en los museos, sino también por lo caras que eran en el mercado negro. Cifras que no podía costear. Su padre solía brindarle algunas de ellas, y en una pequeña caja de madera debajo de su cama mantenía trozos de ropa, uno que otro accesorio y pedazos de lápida. Sus más grandes tesoros eran un arete que perteneció a Isabel de Francia, y tela que vistió a Alejandro Magno.
Al concluir la práctica respiraba con dificultad. Siempre terminaba cansada después de un par de horas, y es que no solo era sentir como su energía era mermada, sino también cuidar que esta no se disipara en el ambiente y causara por error una debacle.
El sudor le corría por la frente y su respiración era irregular cuando sintió a Sebastian Marlowe llegar. En una familia perfecta habría subido corriendo para recibirlo con una sonrisa tatuada en su cara, preguntaría por su día y lo acompañaría a comer. En la realidad que vivía, tenía que borrar todos los círculos e iniciar de nuevo, intentar no hacer ruido ni tampoco causar perturbaciones que lo molestaran.
De repente, su mente se vio invadida por la voz de su padre.
«Sube de inmediato a la sala»
Maldijo en sus adentros. No por tener que obedecer sino por la facilidad en que Sebastian se había comunicado telepáticamente. Un segundo después acató la orden y acudió. Al llegar, dos hechiceros la esperaban sentados en la sala: su padre y el hermano del Domĭnus Hagebak. Estiró la comisura de los labios en una sonrisa cortés para ambos.
—El segundo Hagebak desea hablar contigo, Raphaella —explicó su padre.
—Claro, estoy a sus órdenes. —Tomó asiento, odiando el estado en el que se encontraba.
El mentado asintió y carraspeó ligeramente.
—Raphaella, eres una hechicera que promete un futuro extraordinario, desde muy niña demostraste estar por encima de muchas hechiceras de tu edad. —El hombre la miró fijamente—. Por eso tengo el placer de invitarte a la prueba de Sangre Digna que la familia Hagebak organizará. Mi hermano desea ver a su hijo casado pronto.
Qué sorpresa. Quién diría que los Hagebak buscaban ya una ama. Pero entendía la razón, al igual que en el caso Fraser, buscaban legar el Acervo con la certeza de que su hijo tendría un heredero.
—Antes que nada, debes saber que en esta prueba no será la del segundo sitio la que se case con el heredero, sino la primera. Participar y ganar significaría renunciar al apellido Von Lovenberg. Solo una será escogida, las demás tendrán que esperar a la tradición y repetir la prueba cuando la primera familia extienda la invitación —continuó el segundo Hagebak.
—No entiendo, ¿la familia creadora no quiere organizarla? —Por el rabillo del ojo, se percató de que Dante los observaba discretamente debajo de una mesita.
—No es eso, solo será en esta ocasión. Pero si decides esperar por la familia creadora es totalmente respetable, te daré las gracias y te invitaré no como participante sino como espectadora.
Lo pensó por unos momentos, en realidad no buscaba los primeros apellidos, ni tampoco marido... Rio en su fuero interno, si le daban la oportunidad escogería al heredero Fraser, lucía amable y siempre tenía una sonrisa, le agradaba.
No tenía una respuesta clara, incluso si no quería ir, algo en su interior gritaba que serviría de práctica y que le permitiría ver a las futuras contrincantes. La familia Hagebak era la segunda más poderosa en la isla, así que sin duda muchas hechiceras participarían.
«No aceptes» Era la voz de su padre.
Dos segundos de silencio.
«Todavía no estas lista» Le recordó de nuevo su progenitor.
Se mordió la lengua antes de hablar.
—Gracias por la invitación —respondió—. Será un honor para mí participar en la prueba.
—En tal caso, te esperaremos mañana en la noche en la arena de la familia padre más antigua. —El hombre hizo una pequeña reverencia y se marchó.
Una vez la presencia del segundo Hagebak se dejó de percibir, Sebastian se levantó con elegancia y le sonrió. Raph auguró que nada bueno acontecería.
—¡Te dije que no!
La piel del rostro le ardió cuando el dorso de la mano de Sebastian se impactó en su mejilla. Contuvo un gemido. Sabía que esa manera de golpear dolía tanto para el que recibía la caricia como para el que la otorgaba, pero entendió perfectamente por qué lo había hecho: por el desprecio que conllevaba.
—Ya he dado mi palabra —murmuró, lágrimas ardían en sus ojos amenazando con resbalar—. Mañana tendrás que acompañarme o la cuarta hija Marlowe se presentará sola y será la comidilla por todo el tiempo que dure la prueba.
Pese al dolor, una parte de ella estaba satisfecha.
Dante saltó hasta sus pies y le acarició la pantorrilla derecha con la cabeza. Para Raph fue un gesto de amor puro.
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