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Capítulo I: La canción de la vida - primera parte




Los rayos del sol caían suavemente en el jardín de su minúscula escuela, Raphaella los siguió con la mirada y ladeó la cabeza para continuar con la línea imaginaria cuando uno se topó con pared. Luego volvió a enderezarse. Estaba sentada en una banca de piedra, bajo la sombra de un árbol y a unos metros de la fuente de Jemayá, la diosa nigeriana. Sus ojos se perdieron en ella, sus esbeltos brazos se alzaban al cielo y de sus ojos el agua nacía para descender por su complexión.

Desvió la mirada para centrarse en sus compañeros. Había hechiceros paseando por las áreas verdes. Un par de enamorados que besaba bajo la sombra de un árbol. Un grupo de tres hombres que discutía acerca de si se le dificultaría a un hechicero de fuego aprender magia de agua. Intentó leer sus mentes por diversión y en respuesta recibió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Mordió su labio inferior, eso le pasaba por metiche. Continuó oteando el jardín hasta reparar por casualidad en el que había sido su amor platónico desde los diecisiete. Mentira, no había sido coincidencia, lo estaba buscando. A quién quería engañar.

Ivar Fraser, heredero de los Fraser y con un enorme potencial para la magia cantante. Su familia controlaba el comportamiento de los animales y era la única casa en la que todo hechicero cantante tenía un familiar. El poder de los escoceses era asombroso, podían convocar a un elefante y pasear sobre él, o llamar a una pantera y permitir que devorase todo a su alrededor. Raphaella se preguntaba si se comunicarían en alguna especie de lenguaje o simplemente se entendían por reacciones y emociones. Sus investigaciones no habían sido precisamente esclarecedoras, decían que para cada hechicero era diferente y pocas veces igual.

Durante un tiempo deseó intercambiar su habilidad por alguna otra, y la magia cantante había figurado en la lista. Cuando era pequeña convocar muertos no era la mejor forma de pasar el tiempo, jugar con animales se le antojaba más divertido.

Ah, la magia, tan maleable como rígida. Su mundo tenía una estricta jerarquía y la posición en ella daba cuenta del poder del heredero. A pesar de que Ivar no pertenecía a las tres primeras familias fundadoras, se estaba posicionando de maravilla en la burocracia mágica, sus proezas eran susurradas por todos e incluso se rumoreaba que él no tendría que hacer la Ceremonia de Aceptación en el Gremio de la Primera Esencia.

Raphaella lo siguió con la mirada hasta que lo vio unirse a su mejor amigo. Suspiró. A ella le encantaba observarlo, y ser testigo de cómo sus ojos se achicaban al grado de ser dos pequeños destellos dorados con labios gruesos adelgazados por la alegría cada vez que reía.

En ese momento, él hablaba con Vincent Ficquelmont, el segundo en la línea de los Ficquelmont. Raph no se molestó en disimular la descarada mirada que le dirigía. En realidad, no estaba prestando atención a si alguien la observaba o no.

—E Ivar Fraser se disculpa con su amigo y camina hacia a mí —narró en voz baja.

No sucedió, por supuesto. Nadie la escuchó, tampoco. Raphaella había aprendido de su padre a crear burbujas que la alejaran del ruido indeseado del exterior y mantuvieran lo interno en un secreto. Le dedicó unos segundos más al pelirrojo y no pudo haber sido más que un error porque entonces el hechicero también la miró a ella. Agachó la cabeza, abrazó el libro que leía antes de perderse en el jardín y se levantó sin volver la vista.

Aceleró el paso para llegar a su salón y mientras avanzaba se reprendía por no haber sido más discreta. Una cosa era que suspirara cuando nadie importante la viese, pero otra muy distinta que Ivar la descubriera. ¡Qué obvia había sido!

Al final, se prometió actuar mejor la próxima vez... ¿Próxima vez? ¡No habría próxima vez! Bufó, sería honesta, sí que habría. Ya debería haberlo aceptado.

La entrada del aula estaba bloqueada por un par de hechiceras que cotilleaban. Aclaró su garganta discretamente para llamar su atención, se hicieron a un lado.

—Oye, Raphaella. —Una de ellas le dirigió la palabra.

—¿Ah?

—Dicen que la familia Hagebak pronto organizará una Prueba de Sangre Digna, ya que los Von Lovenberg no parecen tener muchas intenciones de dar luz verde a la oficial. ¿No estás emocionada? ¡Pero qué digo! Claro que no estás emocionada, ustedes las nacidas en las familias padre tienen asegurado un buen marido, las demás tenemos que esperar por los segundos o los terceros en la línea si es que hay. Cosa rara seamos honestas. O entrenar lo suficiente para vencer a las buenas hijas, pero eso es imposible con genes tan prolijos. Si tan solo tuviese un gran don como el tuyo... qué no podría tener. —Las palabras de la hechicera no habían sido groseras, pero el tono sacaba a relucir la queja ante la ventaja que ofrecía la sangre.

—Oh... —Un tono burlón se deslizó por sus labios correspondiendo al modo que había empleado la hechicera—. Como si aquellas cosas me importaran. —Rio—. Entiendo que ustedes tengan que buscar marido dada la posición de su familia, no las juzgo, es la única forma que tienen, pero eviten meterme en sus vulgares preocupaciones. Y... —Esperó un segundo antes de continuar—: si tienen tiempo para desear algo imposible, significa que no están preparándose bien para la prueba. —Les dedicó un segundo más y luego fingió leer.

Se supo grosera desde que abrió la boca, lo comprendía y poco le importaba. Había aprendido la lección a los quince, cuando por error aceptó ir con una hechicera a un bar. La chica solo la había invitado para embriagarla y después llevarla a casa frente a su padre, tomando el papel de salvadora se ganó la gratitud del Domĭnus Marlowe, y Raph consiguió un buen castigo. Una vez solos, lo primero que hizo fue disculparse por sus acciones; sin embargo, al ver que no funcionaba y que la cólera de Sebastian iba en aumento, en un tonto error de niña y para enfriar el enfado de su padre, terminó por confesar que había sido engañada. Lo hizo creyendo que él comprendería y sería indulgente, pero solo le valió para hacer que la golpeara por caer en una trampa tan prosaica. Ella, que pertenecía a tan distinguida familia, dejarse engañar por una simple e inferior hechicera era peor que haberse embriagado y ridiculizado frente a desconocidos que sí la conocían.

No había sido la primera vez que era timada; no obstante, sí la más significativa al involucrar a su padre de manera tan cínica.

Pasó la página del libro, pero continuó con la mente en el pasado.

Cuando su habilidad se reveló al mundo, una parte de él comenzó a tratarla como a una pieza de cristal a la que debía cuidar y mimar, ya que representaba la esperanza a los dones muertos, aquellos que siglos atrás se anunciaron extintos porque nadie los declaraba primera magia. Claro que, solo sucedió fuera de su casa, porque mientras los maestros y autoridades la favorecían, la otra parte del mundo, su padre, la reprendía por ser tan débil y provocar lástima en los demás. Debía ser fuerte, le decía, imponente y demostrar que el don era digno de ella, no al revés.

En ese momento entró la profesora y ella abandonó los recuerdos para concentrarse en las lecciones.

Las universidades en su mundo servían para preparar a los hechiceros en las ramas de la magia, les enseñaban a proteger su mente, su piel, a lanzar hechizos que deformaran la materia y hacer escudos para sus cuerpos. Eran, en otras palabras, una fachada para concentrar a los descendientes y prepararlos. Cada continente tenía al menos una; empero, dada la apariencia que debían mantener frente al exterior, recibían la educación de los humanos comunes al mismo tiempo. Raphaella siempre se había preguntado por qué no hacer de las escuelas algo exclusivo y a lo que solo ellos pudieren asistir y ver, todo sería más fácil de esa manera.

La magia aún no se declaraba al mundo y por lo tanto debían permanecer en el anonimato, así que en el afán de perfeccionar los conocimientos mágicos se refugiaban en instituciones privadas y excesivamente caras para mantener alejados a los vacīva, las personas sin conductos mágicos. Los humanos.

Raph sabía que todo hechicero tenía y que la función de dichos circuitos era canalizar la energía para ser convertida en algo más, pero no entendía, nadie lo hacía, qué aseguraba que brotasen, porque era un hecho que había gente sin magia dentro de familias que por generaciones la habían usado y era algo que nadie podía explicar, todavía.

Tuvo un escalofrío. Nacer sin ello en una sociedad que despreciaba a cualquiera que no lo tuviera debía ser terrible, no solo por ser en esencia una paria sino también porque era añorar lo que jamás se sería. Ser conocedora de que existe algo más allá de lo común y no poder ser parte de eso debía ser lo peor. Raph no podía imaginarse vivir así.

Una vez las clases concluyeron, recogió sus cosas, se colgó la mochila en la espalda y caminó a la salida para esperar a que su hermano pasara por ella... Sin embargo, después de media hora en el mismo lugar, aceptó que no lo haría. Apretó la mandíbula contrariada.

Sabía que ese día no él no iría a clases, mas tenían un acuerdo en donde sin importar qué, él la recogería para ir a casa juntos. Bufó molesta y emprendió el camino. La ciudad no era tan grande como para que tardara dos horas en llegar, aunque tal vez una hora y cuarenta minutos sí. Se encogió de hombros, entre más lo pensara más se demoraría.

A un cuarto de su camino se detuvo en una heladería para comprarse un dulce de vainilla. El día era caluroso así que algo refrescante no estaba mal. Luego, continuó hasta que una voz la llamó. Su lengua aún estaba en la esfera fría cuando volteó para ver de quién se trataba. Un auto gris se había acompasado a su lento avance. Inclinó el cuerpo hacia la ventanilla del copiloto y, al ver a Ivar Fraser en el volante, olvidó por completo que tenía la lengua afuera.

—¿Necesitas que te lleve? —preguntó con voz amable.

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