Epílogo (segunda y última parte)
No he pegado un ojo en toda la noche, esta casa es una verdadera tortura.
Bajo por un poco de agua y me quedo en la cocina. Mis pensamientos oscilan erráticos de un lado a otro. Intentando darle algo de forma a todo esto. Al pedido de Delia, mis niñas y lo felices que se ven aquí, a mi hermanita. En definitiva todo.
Escucho unos ruidos y voy directo a la sala. La puerta se abre y aparece mi padre con un pequeño maletín en la mano.
—Hola, papá.
—¿Hijo?. —Suelta lo que tiene en la mano y viene hacia mí; sorprendido, confuso y dubitativo.
Me abraza con efusividad opongo resistencia pero luego de unos minutos lo abrazo también. Antes de separarnos nos palmeamos varias veces la espalda. Mantengo la compostura lo más que puedo y sé que está haciendo exactamente lo mismo que yo. Se aleja un poco de mí y me vuelve a inspeccionar.
—¿Cómo estuvo el viaje, hijo? —Cuestiona para romper el hielo.
—Tranquilo, papá. Gracias —respondo lo más cauto que puedo.
—Que grande estás, Jeremías. Cuánto pasó de la última vez que te ví.
Mucho.
—No hay palabras para decir lo mucho que me arrepiento de no haber estado cuando más me necesitaste.
—Ahora no, papá.
—Venga, hijo vamos a mi escritorio —invita.
Cruzamos la sala y nos dirigimos al escritorio.
—Debes estar cansado, yo me retiro mejor.
—Venga, hijo. Tome una copa con su padre. Ya tendré tiempo en descansar.
Me acomodo en unos de los sillones de cuero negro.
Mi padre saca de su bolsillo una lata con varios cigarros ya armados e inclina su cabeza a mí y me invita uno.
—Se lo agradezco —digo y tomo el cigarro.
El clima en este cuarto está demasiado tenso. Mi última vez aquí fue... cierro los ojos y suspiro con pesadez.
—Jeremías, ha pasado tanto tiempo que no hemos tenido la oportunidad de hablar —
interrumpe mis cavilaciones—. ¿Cómo es posible que de todas las cartas que te he enviado solo has respondido a tres? No lo culpo, hijo.
—Yo... —Miro hacia mis dedos sin saber que decir.
—Hijo. Escúcheme. Yo no tengo palabras para decirle cuánto lo siento. Cuánto es que me apena que haya sufrido de esa manera. —Él se acerca al estante de roble donde hay varias bebidas. Sirve un vaso de whisky y me lo entrega.
—No lo sientas, papá. Es es parte del pasado.
De mi pasado que intento enterrar todos los malditos días de mi vida.
—Ya pasó. Ahora ya soy otro. Formé una familia. Ellas están aquí conmigo.
—Hijo, sé que no pasó. Sé que lo amaste mucho y sé muy bien que él también lo hizo.
—Ya está, en serio. Fue una aventura que salió caro, muy caro. No significó nada —Intento convencerlo y convencerme a mí también.
—Siempre supe que tenían algo muy especial. Sé que te duele hablar de él, hijo. Lo sé y lo lamento, lo lamento mucho.
Mis ojos se cristalizan nublando mi vista y cerrando mi garganta.
Él viene a mí y me abraza no quisiera llorar pero lo hago. Desde que pisé esta casa mis sentimientos están a flor de piel. Y lamentablemente todo, todo me recuerda aún más a él.
Y la madrugada transcurre en charlas, por momentos reproches y confiesa que contrató a alguien en España para saber noticias de mí. Sabe la existencia de Justina, Ernestina y de Azucena.
Muestra fotos de ellas, como si fuese un espía.
¿Sabrá también de mis noches en ese albergue de mala muerte? ¿En lo que hago para no extrañarlo tanto?
Cuenta como comenzó su historia con María y vuelve a pedir perdón. Lo hace una infinidad de veces y como Delia cuenta lo de Roberto, él es padre de la pequeña. A diferencia de mi abuela no habla de Gregoria ni tampoco pide que vaya a verla.
—¿Cómo tomaste lo de Delia?
—Fue una locura. No sabía qué hacer. María me fue a buscar a Mendoza y no comprendía nada. El abuelo no tuvo otra opción, sé que no lo perdonas por lo que le hizo a mi madre. Él lo supo poco antes de morir.
—Teresa se le contó a Lucas.
—Josefa murió hace unos meses. Sé que no se comportó como debía, pero ella fue la que me crío todos estos años, Jeremías. Estaba muy arrepentida y yo le creí. Delia viajó a Mendoza y la perdonó. Lloraron horas seguidas. Yo estuve ahí fui testigo de eso. Le pega un sorbo al whisky y busca mi mirada todo el tiempo, inquisitiva, penetrante.
Su porte es el mismo.
—No sé de dónde saca Delia tanta bondad.
—Jeremías, sigo respetando la voluntad de mi padre. Todo sigue a tu nombre y al de Delia.
—Yo no...
—Antes que digas algo, pensá en tu familia, en tus hijas.
—Está bien. Lo voy a pensar.
***
Hace más de una semana que estoy en esta casa los días aquí pasan demasiados rápidos. Quizá sea el espacio verde, mi hermanita, Delia o las pequeñas. Con una mano en el corazón no sé que es lo que me retiene aquí. Quizá sea el milagro que me lleve a él a algo que tenga que ver con él. Quito ese pensamiento de mi mente una vez formulado, lo retiro de mi cuerpo, de mi carne. Sé como termina, sé como termina.
Las niñas juegan en el parque con Eva a su cuidado, ellas ríen mientras mi pequeña intenta agarrarlas, yo solo me limito a observarlas y darle un sorbo de vez en cuando a la limonada provista por Ester. Tengo una carpeta apoyada en mis piernas y estoy garabateando algo, que a mí entender, todavía no tiene forma.
Eva se me acerca y se sienta a mi lado.
—¿De dónde sacan tanta energía estas niñas? —Exclama sacando el sudor de su frente— ¿Qué haces? —pregunta dándole un buen sorbo a la limonada y sin apartar la mirada de mí.
—Nada.
—¿Cómo nada?—Ella se sienta en mi regazo y me saca el pelo de la cara.
—Son ustedes—respondo.
Ella se queda en silencio y tengo la sensación que va a decirme algo pero no lo hace. Sus ojos son de un marrón profundo, grandes, asesinos.
¿Qué sabe Eva de mí?
¿Qué intenta decirme su silencio implícito?
—¿Qué hora es? —Cuestiona de repente. Todavía agitada.
Miro el reloj de mi muñeca.
-Van a ser las cinco, Eva.
Ella se levanta de mi falda y me da un beso en la frente. Las niñas corren hacia ella. Y las tres comienzan a reír.
Justina y María se acercan a nosotros.
—¿Sabes dónde va Eva todas las tardes? —pregunto a María una vez que la tengo cerca.
Ella se queda callada unos segundos.
—Deberías preguntárselo a ella.
—Ya lo hice. Y no me quiere decir.
—Entonces no puedo hacer nada.
No es justo. Todo esto me da un mal sabor de boca.
***
Una vez en la cocina, preparo la merienda para las pequeñas. Ya le dije a Ester que podía hacerlo solo. Justina y María se fueron al centro a comprar vaya a saber qué.
Aquí el calor es sofocante, un poco más que años anteriores. ¿O solo es mi desesperación y añoranza?
Delia ingresa a la cocina y me saca los utensilios de las manos.
—Deje mi niño, yo lo hago por usted.
—Yo puedo —expreso con fastidio. No tengo una razón para estarlo, espero que no lo haya notado—.¿Delia?
Me apoyo en la mesada de mármol.
—¿Qué hijo? —contesta distraída.
—¿Dónde va Eva todas las tardes?
Ella se queda tiesa. No es un buen indicio y me da la pauta de saber la respuesta.
Se gira y me mira seria, inmutable.
—A ver a tu madre —responde sin más.
—No entiendo. ¿Cómo sabe usted que ella quiere verme?
—Porque yo también voy a verla, Jeremías. No todo lo que viene de tu madre es malo.
—¿A no? —Cuestiono sulfúrico.
—Te tuvo a ti y a la pequeña.
—Eso es un golpe bajo, Delia.
***
Como extrañaba la quietud de mi habitación, donde era feliz o por lo menos eso es lo que intentaba.
Se me viene a la mente nuestros encuentros clandestinos, la primera vez que me masturbé en el cumpleaños de... de ella. En fin, lo mejor y lo peor de mi vida.
Prendo un cigarro y voy al balcón.
En la entrada veo a Eva con un muchacho.
Ella ríe vaya a saber qué es lo que le dice el niño. Se la ve muy animada, pero siempre tímida.
¿Se irá con el muchacho por las tardes? ¿Por qué no confía en mí?
Al cabo de unos minutos golpean la puerta.
—Pase —grito.
Eva ingresa algo tímida o intimidada, la verda no lo sé. Quizá Delia ya le comentó de nuestra charla.
—¿Por qué vas a verla, Eva? —cuestiono sin demasiadas vueltas.
—Es mi madre, Jeremías y también la tuya. Todos cometemos errores en la vida, Jeremías. ¡Somos seres humanos!
—¿Ella sabe que estoy aquí?
—No todo gira en tu entorno.
—Ya lo sé, no digo eso. Solo quiero...
—¿Qué pasa, Jeremías? Mamá nos lastimó a todos, a papá, a Delia, a Juan Cruz. No es una madre ejemplar, pero es la nuestra, y es la que nos envió Dios ¿Crees en él?
—Hace tiempo que no, Eva. Cuando tenía tu edad...
—Sé todo lo que te pasó, Jeremías. Sé lo de Lucas —habla cauta, baja el tono de voz, se acerca a mí y me toma el rostro con las dos manos. Acunándome, dándome consuelo.
—Por favor, no lo nombres, Eva -susurro con la mirada al suelo.
Su nombre todavía me provoca dolor.
—Lo lamento. Habla con mamá, Jeremías. Ella te espera, te espera todos los días.
***
No puedo creer que esté aquí, mi pequeña hermana tiene algún poder sobre mí.
Se la ve tan entusiasmada y yo estoy muerto de miedo.
¿Qué va decirme que cambie de opinión hacia ella? Ella es un monstruo y no creo que con los años haya cambiado.
—¿No te parece?
—¿Qué?
—No me estas escuchando, Jeremías —reprocha—. ¿Te sentís bien? Estás muy pálido.
Estaciono el auto en la entrada de la clínica. Me aferro con fuerza al volante.
—Papá pensó que sería mejor que esté aquí y no en la cárcel. —La miro pero no emito sonido. Mis oídos me zumban y siento el repiqueteo de los latidos de mi corazón en mi pecho.
En la recepción la conocen al instante. Todos saludan amablemente a mi pequeña.
—Él es mi hermano Jeremías —instruye, mientras apoya sus codos en el mostrador. Está reluciente y feliz.
—Un gusto, señor —dice la mujer con los labios pintados de un rojo carmesí profundo.
La clínica está impoluta, pulcra y demasiado gélica.
—Ella está en su habitación, pueden pasar —anuncia la misma mujer de la entrada.
Se me seca la garganta y siento mis piernas demasiado flácidas. Me tomo de las paredes del pasillo.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien—miento.
Eva se aferra a mi brazo.
Ella me guía por el pasillo, caminamos unos metros y todo este proceso lo siento eterno, interminable, infernal.
No quiero estar aquí.
Eva golpea con los nudillos la puerta y ella la abre de inmediato.
—¿Hijo?
—Los dejo solos —dice Eva y se retira.
Gregoria le dedica una sonrisa matermal muy impropio de ella y Eva le devuelve el gesto.
—Pase, hijo. Por favor.
Gregoria está en una habitación lúgubre, pequeña pero muy bien aseada. No tiene cuadros ostentosos, ni muebles, ni mucho menos adornos, claro está en una clínica psiquiatra.
Ella viene a hacía m con entusiasmo, intenta tocar mi rostro y yo me alejo de su alcance.
—Volviste —emite con los ojos vidriosos y con los dedos entrelazados. Creo que está nerviosa.
—Solo quiero dejar en claro que estoy aquí por la insistencia de Eva y Delia. Muy alejado de mí está en venir a verla.
Ella agacha la mirada y su aspecto es tan impropio de Gregoria. Su cabello se tiñó de blanco, no lleva maquillaje y está vestida con camisón de color crema, ella odiaba ese color.
—Lo entiendo.
Su timbre de voz no lo reconozco jamás habló de esa manera. Ya no tiene ese tono altanero que tanto detesto de ella. ¿Qué no detesto de ella?
—¿Quieres tomar algo? Le puedo decir a las enfermeras que le traigan un te.
—Estoy bien, gracias.
Ella en todo momento tiene su mirada gacha no me mira a los ojos.
—Como creciste, hijo.
Ahora soy su hijo.
Suspiro con pesadez no me hace nada de gracia estar aquí en este lugar, con ella. A solas. Me gustaría gritarle un montón de barbaridades pero en el estado que se encuentra ya tiene suficiente.
—Jeremías yo...
—No tiene que decir nada —la Interrumpo.
—Pero necesito hacerlo. Yo... yo... Lo lamento, hijo. Todo lo que le hice pasar. No tengo palabras que... perdóneme, hijo. Por todo. —Vuelve a mí y alza la mano para querer tocar mi rostro una vez más—. Sé que no me merezco su perdón sé que no lo merezco, no merezco haberte tenido, Jeremías. Nada de lo que hice me enorgullece.
Apoyo mi mano en mi boca reteniendo el llanto de espaldas a ella.
¿Por qué me afectan tanto sus palabras?
—¿Sabe? Siempre envidie a esa vie... A Delia —se retracta.
Estaba todo el tiempo encima suyo consintiéndolo. Yo solo quería mostrarte el camino correcto. Mi madre fue muy dura conmigo, no me voy victimizar pero mi infancia no fue muy feliz. No quería que pases por lo mismo, hijo.
—¡Lo mataste, Gregoria! ¡Y me mataste a mi esa noche! —suelto sin pensar, sin siquiera haberlo elaborado en mi mente. Seco las lágrimas de mi rostro, furioso ya que éstas me delatan.
No sé que debería hacer o qué es lo que debería decir. Esta mujer arruinó mi vida. Y pretende que la perdone. De veras pretende eso.
—No diga eso, hijo. Por favor. Quise lo mejor para usted. Necesito su perdón.
—No soy nadie para perdonar, Gregoria. Usted ha hecho de mi vida un infierno. Me envió lejos, para lavar sus culpas. ¿Dónde lo enterró? ¿Dónde se encuentra él? ¿Qué le dijo a Miguel? —Ella se queda en silencio, con el semblante caído. No responde a mis interrogantes y estaba seguro que esto iba a suceder—. ¿Algún día me quiso? ¿Se acuerda de la paliza que me dio en Mendoza, cuando me encontró besándome con Joaquín? ¿Usted sabe el daño que causó en mí? ¿Por qué debería perdonarla? Solo porque se encuentra en este loquero, vieja y sola. ¿Dónde está su consentido ahora? ¿Por qué no viene a verla?
Ella se levanta de la cama sin nada que decir y se asoma a la ventana.
—Merezco esto, hijo. No se convierta en todo lo que aborrece de mí. No fui una madre ejemplar. Lo sé. Hoy pago mis culpas, Jeremías. Agradezco tener los hijos que me han tocado. Eva habla todo el tiempo de usted y me ha contado lo de sus niñas. —Cambia de tema—. Es una gran niña ¿no te parece?
—Sí, lo es.
—Eva me contó lo de tus niñas ¿eso es cierto?.
Asiento. No me apetece hablar con Gregoria de mis niñas.
—¿Cómo son ellas?
—Todos dicen que se parecen a mí. Pero viéndola a Eva creo que se parecen mucho a ella.
Gregoria se sienta en su cama, pequeña a comparación del gran lujo que ostentaba en la finca.
—¿Se siente bien? ¿Qué pasó con Roberto? ¿Qué hizo con él?
—Lo que debí haber hecho hace mucho tiempo. Tengo algo para decirle. Y no me odie más de lo que ya lo hace. Me juré que nadie iba a saber mi secreto uno de los tantos que me envuelven. Y hoy estoy faltando a mi promesa por usted. Siempre por usted, Jeremías.
—¿Qué intenta decirme?
Ella se acerca a mí.
—Él está...
—¿Vivo? ¡Por dios santo no sea ridícula!, usted es la persona más mentirosa y vil que conozco. ¿Cómo puede estar diciendo algo de esa índole? ¿Todo para qué? ¿Para obtener mi perdón?
—Yo sé dónde está, Jeremías.
—No estoy para sus locuras, Gregoria. Más de diecisiete las soporte y no lo voy a tolerar un minuto más. Quizá no quedó bien.
—Para, Jeremías. Para -suplica. Intentando alcanzarme.
Saca debajo de su almohada la biblia y arranca una hoja.
¿Ahora qué se trama?
—Ve a esta dirección. Ve -susurra por lo bajo cómo si fuese un secreto uno que no debería romper. Aunque a esta altura no debería confiar en ella. ¿Por qué lo haría?
—Si esto es cierto. Usted para mí murió como yo lo hice hace dieciocho años atrás.
—Es lo menos que merezco, hijo. Sé que tu corazón es bueno. Y no tiene odio como el mío.
—No se equivoque. Usted arruinó mi vida. Y ya no soy el chiquillo aquél. Hice de mí todo lo que aborrezco de usted.
—No lo haga entonces, hijo. Aprenda de mis errores y no los cometa usted.
—¿Por qué lo hizo?
—¿Por qué hice, qué?
—¿Por qué hizo de mi vida un infierno? ¿Por qué nunca me quiso? Siempre fue muy dura conmigo siempre maltratándome. ¿O se olvidó todo lo que me hizo pasar? El calvario diario que fue vivir con usted. Siempre quiso más a Juan Cruz que a mí. Y él también me odiaba por su culpa.
—Él estaba celoso de usted, por todos los logros que fue adquiriendo.
—Jamás voy a olvidarlo. Llevo esa carga todos los días de mi vida. Hijo, usted y yo nos parecemos demasiado. Usted me hacía acordar a mis tiempos de adolescencia yo también me enamoré como usted, pero el mío no fue correspondido. ¿Sabe lo que me unía a él? Yo lo conozco desde su nacimiento.
—¿Cómo dice?
Tironeo el papel de su mano y salgo de la habitación.
—Eva llama a casa y diles que vengan por ti —ordeno.
—¿Pasó algo?
—Hazme caso, por favor.
—¿Estás bien, Jeremías?
—No lo sé, Eva.
Resulta ser que la dirección que me dió Gregoria pertenece a Chivilcoy. Ni en mis mejores sueños donde fantaseaba con él, pensé que estuviese tan cerca, si es que realmente lo está.
Mi corazón martilla en mi pecho y temo por mi salud, siento que voy a derrumbarme en cualquier momento.
Es demasiado la ansiedad que manejo al igual que la incertidumbre. Quizá sea todo mentira, más blasfemias de esa mujer sin corazón y mucho menos escrúpulos.
Relojeo una vez más la dirección.
Manejo ciego y sin saber con qué es lo que me voy a encontrar en verdad.
Todo el trayecto son imágenes al azar mías junto a él. Hasta su fatídica noche. Todas las calles de por aquí son de tierra y por ende de polvo. A los contados de la ruta se pueden observar ganado uno que otro molino de viento y es así todo el maldito trayecto. Hasta que a lo lejos observo una pequeña casa. Saco de mis bolsillos un cigarro y lo consumo casi al instante.
***
—¿Te conté de dónde es mi madre?
Niego con la cabeza.
Se lo ve tan sereno, como si me presencia no le afectase. ¿Y si es así? Si él...
—Ella era brasileña, brasilera como decimos acá.
Sé que no es cierto, pero quién soy yo para contradecirlo, para decirle la verdad.
—¿Co... cómo..?
—¿Cómo es posible decís? Gregoria siempre supo su objetivo. Ella quería que estés lejos de mí y lo logro.
—Pero yo te ví, Lucas.
—Gregoria te hizo creer eso. Esa noche todos perdimos algo. Tu madre, Roberto, vos y yo.
—¿Cómo nos encontró? ¿No te dijo?
—No.
—Miguel le contó donde estábamos.
—Al tiempo muy al tiempo descubrí que es lo que los unía.
—¿Más secretos?
—Más secretos -confirma, pero no le da importancia al asunto y para ser honestos yo tampoco, solo me concentro en él—. Contame de tu vida.
Lucas se acerca al toca discos y pone una canción, la reconozco con solo los primeros acordes.
—Eva no me reconoció -pronuncio apenado.
—Era apenas una bebe cuando te fuiste. ¿Por qué la culpas?
—No, no la culpo, solo es que...
—No busques más culpables. Todos lo fuimos, todos nosotros aportamos algo.
—¡Me robaron dieciocho años de mi vida, Lucas!
—Quizá ese tiempo sirvió para crecer.
Crecer, aprender. Es la misma mierda.
—Contame algo de tu vida. ¿Te casaste?
Asiento con la cabeza.
—¿Hijos?
—Sí, dos —respondo cortante.
Él me sonríe.
—Siempre te creí un muy buen padre, Jeremías.
Pues no lo soy, Lucas. Lamento decepcionarte.
—Tuve dos niñas.
—Se te pegó el acento gallego.
—Un poco.
—¿Cómo es ella?
—¿Ella?
—Tu mujer —afirma sereno, demasiado para mi gusto. Me está desesperando su serenidad.
—¿Para qué querés saber eso?
—Porque quiero saber todo de vos. Tus hijas deben ser preciosas con solo mirarte ya me doy cuenta. ¿Cómo es ella, Jeremías?
—¿De veras querés hablar de ella? Yo tengo el menor interés para ser honestos.
— Insisto —dice, y me da ánimos con la mano.
—Es una mujer muy amable. Me conoció en el peor momento de mi vida, en el fondo del pozo, cuando estaba solo y no tenía a nadie cerca. No me fue fácil vivir tan alejado de todos y con la culpa todos los días martillándome las sienes.
—¿Culpa?
Su pregunta me ofende. ¿Por qué me ofende? Sí, culpa.
—Lucas te perdí esa noche. Yo pensé que... Que ya no estabas, que te habías ido para siempre. Y sí, siento culpa por lo que ocurrió esa noche.
—Éramos chicos no sabíamos lo que hacíamos.
—¿Cómo podés estar tan sereno, tan tranquilo? Estoy haciendo un esfuerzo sobrehumano para no caer encima de tus brazos. ¿Te acordás esa noche?
Asiente.
—La procesión va por dentro, Jeremías.
—¿Me seguís amando?
—¿Y eso qué cambia?
Todo.
—¿Cambia algo que te diga que sí o te diga que no? Vos tenés tu familia y por más que yo te siga amando... yo... Vos... Los dos tenemos que seguir.
—¿Esto es vida? Yo no tengo vida desde aquella noche.
—Pero eso ya pasó, pasaron dieciocho años, Jeremías. Hay que dejar el pasado atrás. Ya nada va a ser como antes. Nada.
Quizá tenga razón ya nada es como antes, los dos ya nos somos unos chiquillos que jugaban a ser héroes, que creíamos en utopías, en cuentos de hadas y finales felices.
Me acerco a Lucas, él se queda tieso, inmóvil. Hasta me atrevo a decir que está reteniendo el aire.
—Creo que la pesadilla de ambos se hizo realidad.
—¿Cuál era la tuya, Lucas?
—Que te casaras y que formes una familia, que te olvides de mí y de todo lo que habíamos vivido.
—En parte tuviste razón.
Levanta la vista y me sonríe.
—Todos los días de mi vida te tengo en mi mente, en pequeñas cosas. En olores, en lugares. Estás en todo, Lucas. Intenté terminar con mi vida en muchas oportunidades. Luego conocí a Justina, al poco tiempo vino Azucena y luego Ernestina.
Y en un abrir y cerrar de ojos estoy aquí hablando con vos.
Estiro mi brazo con intención de tener algún tipo de contacto con él. Aunque sea ínfimo e incluso insignificante. Lo necesito.
—No lo hagas, por favor —susurra cerrando los ojos. Cómo si fuese una súplica, un suplicio.
—No supliques. Necesito hacerlo, Lucas.
—Yo ya no soy el mismo.
—Yo tampoco. Ninguno de los dos lo somos pero aquí estoy, aquí estamos. Estos años hice cosas de la que me arrepiento, ni único logro son mis hijas. Y ahora te tengo acá y te veo y todo cobra otra dimensión, los colores vuelven a ser colores. Ahora te vuelvo a tener, porque siempre fuimos él uno del otro. Volvemos, volvemos a casa.
Apoya su mano al mueble de pino mal lustrado y yo acaricio la suya con mis dedos.
—Siempre pensé que podías ser un gran pianista por tus dedos largos —expresa.
—Me llevo mejor con el lápiz y el papel.
Él me devuelve la caricia y solo se queda ahí jugando con su pulgar en el torso de mi mano.
Su pequeño toque resuena en todo momento interior. Como una orquesta, con fuegos artificiales, incluso.
—¿Me seguís amando, Lucas? -indago una vez más.
¡Quiero saberlo!
Sonríe.
—¿Me estás haciendo tú sonrisa pícara, Lucas?
—Quizá.
—¡Pedime que deje todo, lo haría otra vez como hace dieciocho años atrás. Por favor, Lucas! ¡Pedímelo!. —Sueno desesperado.
Niega con la cabeza y retira su mano de la mía.
—Necesito que me lo pidas.
—No puedo hacer eso.
—Por favor. Hacelo.
Se aleja unos pasos hacia la cocina; sin mirarme sin siquiera respirar.
Lo tomo del brazo y lo traigo a mí.
—Por favor. Pedímelo.
—¿Cómo me podés decir algo así?
—No sabes la falta que me hiciste, Lucas. Era como estar en una noche perpetúa, una pesadilla eterna.
Te amo. Te amo. Te amo.
—No lo digas —murmura—. Por favor, no lo digas.
—Te amo, Lucas. Te amo, te amé desde el primer día que te ví en la iglesia.
Él cierra los ojos, sé que mis palabras le causan dolor, quizá igual o peor que su distancia.
—Basta, por favor.
—Te amo desde el día que me entregué a vos, desde nuestra noche en el albergue.
—Basta.
-Desde que dejé todo y fui a buscarte. Y más aún, ahora, ahora que estás acá. Que te tengo conmigo.
—Basta, Jeremías. ¿Qué querés? —exclama lleno de furia.
—¿Qué te pasa? —grito.
—¿Qué es lo querés?
Forcejeamos y los botones de mi camisa saltan por toda la casa. Sus uñas rasgan mi carne, dejándome una marca roja en el pecho.
Mi pelo cubre una gran parte de mi rostro.
Nos quedamos inmóviles con las respiraciones erráticas, como nuestras acciones, como nosotros mismos.
Él observa la herida y luego a mí. Todavía con los puños en mi ropa. Aferrándose a mí.
Apoya su frente a mi pecho y disminuye la fuerza, inspira profundo y rompe en llanto. Lo tomo de la cintura con fuerza y nos aferramos el uno al otro. Yo me escondo en el hueco de su cuello y también lloro. Lloramos por los años arrebatados, por nuestro sufrimiento, por la perdida y por el reencuentro. Porque aquí estamos: el uno para el otro.
De pronto y tomándome por sorpresa se separa de mí y me toma de cara con violencia y me lleva a su boca. Sus dientes raspan mis labios y la abro aún más.
Nuestro beso sabe a dolor.
Lo beso reteniendo el llanto, el intensifica dejándome sin aire momentáneamente, aún así no me quiero separar de él. No quiero hacerlo por nada en el mundo. Como tampoco quiero transgredir ninguna línea arbitraria impuesta por Lucas me quedo en el mismo lugar con las manos en su cintura. Le arrancaría la ropa se fuese por mí, desde el instante que lo ví en el patio.
Él quita mi saco con desespero y una vez más, como hace dieciocho años atrás, dejo que él decida por los dos. Que tome las riendas y lleve el ritmo; que haga de mí lo que le plazca, lo que le venga en gana. Ya no soy dueño de mi cuerpo, pertenezco a él, como siempre lo fui.
Probar su piel una vez más es nacer de nuevo. Es morir y resucitar como lo hizo el mismísimo Jesucristo. Como si los dos hubieses nacido de nuevo. Como si el tiempo para nosotros no hubiese transcurrido. Sabemos a la perfección que no somos los mismos, pero ese algo que siempre hubo entre nosotros se mantiene intacto, puro e inmaculado.
Aquí me encuentro desnudo apoyado en su pecho respirando lo mismo que él. Sintiendo que hemos sido estafados, que nos han engañado, que jugaron con nuestros destinos el de los dos; el nuestro es esto. Es permanecer unidos, juntos a pesar de las adversidades, a pesar que nos quieran separar. ¿Y cuál era la respuesta que tanto buscaba? ¿Qué era eso que tanto me aquejaba?
***
Sale de la habitación colmando mi cuerpo de paz y tranquilidad. Serenidad.
Yo debería volver ya está anocheciendo, pero por el momento no tengo la fuerza necesaria para levantarme de ésta cama.
Aspiro con fuerza llenándome de su aroma.
Voy por mi ropa y por mera curiosidad abro el cajón de su mesa de luz. Está lleno de papeles, lápices. Creo que son cartas, poemas. Letras, letras de una canción.
Tomo uno de los papeles y comienzo a leer, hay tachaduras. Mi nombre a los costados. Su letra no cambió nada sigue siendo la misma letra pequeña y desprolija.
No soy bueno con las palabras.
Pero todo lo que escribo me sale del alma.
El alma partida,
Me encuentro muerto en vida.
Quisiera poder detener el tiempo
y decirte cuánto lo lamento.
Recuerda que siempre te he amado
Que mis noches se llenan de vos
Cada vez que estoy solo y desalmado.
Mis días se pierden en la noche tratando de salvarnos
Pero tuvieron la puta costumbre de lastimarnos
Cada día es una agonía
Sabiendo que te perdí
Los días se pasan con la misma pregunta.
Qué será de...
Lucas ingresa a la habitación con dos tazas de café.
¡Dios! Los años le sientan tan bien.
—¿Vos escribiste esto? —cuestiono lleno de admiración.
Asiente con la cabeza.
—Tengo mucho tiempo libre —explica con picardía—. Es una canción, Jeremías.
—¿Me la regalas?
—Con una condición. Nada es gratis en la vida, Jeremías. —Enmarca una ceja y retiene una sonrisa.
Recuerdo esa frase como si hubiese sido ayer. Lo hizo a propósito
—La que quieras —respondo confiado.
—Que vengas a verme por las tardes, por el resto de tu vida o de la mía.
Deja las tazas apoyadas en un pequeño mueble debajo de la ventana.
—No me hagas esa cara, Jeremías. Te lo advierto.
El papel entregado por la madre de Jeremías, yacía inerte debajo de sus ropas.
Habían hecho el amor como jamás lo habían experimentado antes. Habían dejado todo en sus orgasmos, habían saciado su agonía, habían muerto en cada eyaculación y habían resucitado en ellos mismos; sanando cada una de sus heridas, lamiendo su piel, su carne y su alma. Ya no había tiempo perdido, ahora estaban ganando, aunque sabemos que en el amor siempre se pierde algo de nosotros mismos, a ellos ya no les importaba.
¿Qué es ganar y qué es perder?
¿Qué es lo que perdemos de nosotros? ¿Qué es lo que ofrecemos a cambio?
La brisa que provenía de la ventana alzó todo a su paso y ninguno de los dos percibió nada. Ya estaban completos, ya nada molestaba o estorbaba, ya sus huecos eran llenados por ellos mismos.
Y el papel se levantó y quedó por unos segundos en el aire, danzando. Hasta que se acopló en unos de los esquineros de la habitación mientras ellos seguían haciendo el amor, desarmándolo y transformándolo. Reivindicándolo.
Lucas y Jeremías ignoraban lo que contenía ese pequeño trozo de papel. Las palabras estaban explícitas. Dejando la verdad al descubierto. Desnuda, cruda y dolorosa.
"Y cuando Dios me hizo salir errante de la casa de mi padre, yo le dije: Esta es la merced que tú harás conmigo, que en todos los lugares adonde lleguemos, digas de mí: Mi hermano es"
Génesis 20-13
~Fin~
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro