Epílogo (Primera parte)
¿Y quién robó mis años?
Cambio a toda esta familia por un segundo con vos.
Gustavo Cordera.
Me aferro fuerte a la pared. El frío congela mis huesos, no duele, no molesta, no se siente nada, absolutamente nada hace tiempo ya.
Ni siquiera una sensación placentera. Absolutamente nada, ni dolor, ni remordimiento por mis acciones, por mis actos o pensamientos.
Ni plenitud, ni el deseo imperioso de morir. No hay extremos en mí. No hay nada en mí. Quizá años anteriores quería terminar con mi vida y hoy ni siquiera eso me motiva. Quizá sea la persona más egoísta del planeta. Quizá me convertí en todo eso que siempre desprecié.
Él me sigue penetrando como todas las noche que paso por este callejón mugroso, me recuerda donde estoy parado y lo miserable que me encuentro. El whisky amortigua el frío que llega hasta los huesos. ¿O es la pena? ¿O es la tristeza, que cala hondo en mí?
El pasillo está húmedo y sucio, hay algunos gatos maullando desinteresados, despreocupados. Una reciente llovizna ha mojado mis botas de gamuza y mi gamulán se siente húmedo.
Clavo mis uñas en los ladrillos cuando llega al fondo de mi interior. Me embiste una vez más, y se aferra a mí con fuerza tomando de los cabellos. Lo hace una, dos, tres veces y culmina en mi interior vacío y gris.
Todos deben parecerse a él, y eso me ha sentir más miserable aún, más patético e infeliz.
Me acomodo la ropa subiendo mis pantalones, saco de mis bolsillos un cigarrillo y lo prendo.
—¿Quieres tomas una copa? —Niego con la cabeza terminando de abrochar el cinturón con el pucho en mis labios.
—Cada día te comprendo menos.
—Te pago para otra cosa, Ulises. —Le entrego unos billetes e ingreso a este antro mugroso. Voy directo al baño y me higienizo como puedo, lavo mi cara y me observo en el espejo y este me devuelve la imagen de un pobre. Un infame, un infeliz.
¡Me aborrezco!
Pego zancadas cruzando el salón, no quiero que nadie me vea, agacho la cabeza y me choco con Ulises.
—¿Estás bien, Jeremías? ¿Quieres que te acompañe?
—Te lo agradezco, pero estoy bien.
—¿Cuándo regresas por aquí?
Estiro mis brazos y me hundo de hombros negando con la cabeza.
Me volteo y salgo hacia la calle, camino hacia el mismo callejón que ahora yace vacío. Pongo las manos en los bolsillos y vuelvo a prender un cigarrillo, le pego una pitada larga y honda. Intentando que la angustia no gane esta batalla.
Cruzo la avenida desierta y miro mi reloj en mi muñeca y marcan casi las doce de la noche.
Llamo a un taxi y este me deja en la puerta de mi edificio. El chófer insiste en hablar aunque no entiende la indirecta, ya que mis respuestas son todas monosilábicas.
Entro sin mirar voy a hacia el ascensor. Mis acciones están en automático, todo lo hago por inercia y por memoria.
Saco las llaves de mi pantalón y para mí sorpresa la puerta se encuentra abierta.
—¿Dónde has estado? —Grita Justina con la pequeña en brazos. Ernestina se asusta al escuchar los gritos de su madre y comienza a llorar—. Te he hecho una pregunta.
Le saco a la pequeña y comienzo a cantarle una dulce canción, esa misma que cantaba Delia para mí. Ignorando los reclamos de mi esposa.
—¿Cómo estás pequeña? ¿Qué haces despierta a esta hora?
—Te estaba esperando, papi.
Su respuesta me hace sentir culpable y aún más miserable.
—La niña te espera, Jeremías. Y tu mira a la hora que llegas —reprocha Justina, la miro pero no contesto.
—¿Azucena duerme?
—Sí, ella duerme, Jeremías. Te llegó una carta —cambia de tema.
¿Una carta? Espero que no sean noticias de Buenos Aires.
—Hija, ve a buscar un cuento. —La bajo de mis brazos y le propicio de un chirlo juguetón en la cola. Ella se da vuelta y me sonríe.
Justina me entrega el sobre.
Al ver el remitente me paralizo y mi vista se nubla.
—¿Cuándo llegó?
—Hoy al mediodía. ¿Dónde estuviste? —Ella se acerca a mí—. Hueles alcohol.
—Es porque estuve tomando una copa, Justina.
—¿Con quién?
—Con nadie, solo fue una copa —contesto de mala y me retracto al segundo. Me acerco a ella y la tomo de la cara, le propicio de un beso casto en los labios y me voy directo a mi escritorio.
Apoyo el sobre en la mesa y llevo mis manos en la nuca.
—Buenos Aires, Buenos Aires —susurro, paralizado y muerto de miedo. Aprieto mis ojos como si este simple e insignificante acción me daría valor.
Abro el sobre y mis latidos golpean fuerte en mi pecho y mis manos temblorosas rasgan el sobre.
Al cabo de unos minutos de leer la desdichada carta me decido por beber otra copa más, ¿y ya van? No sé cuántas van.
—¿Este también se lo robaste a Miguel?
—Que mala imagen tenés de mí. Me lo regaló tu abuelo.
Y su recuerdo se esfuma en el aire, abandonándome, abandonándome...
—¡Jeremías! —su grito me trae a la realidad.
—¿Qué sucede?
—¿A ti que te sucede? ¿Qué decía la carta?
—Tenemos que partir a Argentina lo antes posible —expreso lleno de pena.
No quiero saber nada con ese lugar, con mi país, con mis raíces, con mi familia.
Ella pega un salto llena de emoción y algarabía, olvidando que solo hace un momento me estaba reclamando por el horario de mi llegada.
—¿Eso significa que voy a conocer a tu familia?
Asiento y le pego un buen sorbo al whisky.
Ella se acerca a mí y me saca el vaso de los labios, lo deja a apoyado en el escritorio, Justina se enrosca en mi cuello de forma subjetiva y provocativa.
—¿Eso te pone triste? ¿Qué sucede? ¿Te acuerdas cómo nos conocimos? —ronronea.
—Sí, lo recuerdo.
Ya sé por dónde viene esto y a dónde quiere llegar.
—¿Recuerdas que dije que jamás te iba a presionar sino querías habla? —Asiento—. Ahora necesito que me cuentes qué sucede. ¿Por qué nunca quieres hablar de ello? ¿Por qué cada vez que hablo de tu familia o indago sobre ellos te paralizas, te nublas?
—Mi familia... —hago una pausa—. No es una familia ejemplar. Me avergüenzo de ellos, Justina. Ya lo sabes —expreso sacándole sus brazos de mi cuello fastidiado por su interrogatorio.
—Sos tan frío conmigo.
—Deberíamos prepararnos. Mi padre pagó los pasajes y nuestro vuelo sale mañana a primera hora.
Ella sale del cuarto acribillándome con la mirada con el semblante caído al igual que su dignidad.
¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo de mi vida? Todos los días en la misma pregunta. Y, una vez más, no tengo respuestas. A esta altura y con varios años vividos me convenzo que no las tendré, aunque así las merezca.
Las niñas han estado muy inquietas todo el viaje y creo que estoy de la misma manera que ellas.
Un auto nos pasa a buscar, seguro que es el pedido por mi padre. En la carta aseguraba que ella ya no vivía en la finca. Y qué Delia me necesitaba. Dos grandes razones para hacerme volver. Aunque no la más importante. Han sido varias años de cartas escritas por María e incluso por la misma Delia, en todas ellas imploraban mi regreso. No sé porque ahora he cambiado de opinión, quizá sean los años y pensar que voy a perder a mi amada Delia, me parte al medio.
***
Mi corazón se estruje cuando pasamos por la parroquia, todos esos recuerdos que archivé por años se abren paso y reviven en mi interior. Como castigo, como reprimenda por mis errores cometidos en el pasado.
Me aferro al tapizado. Siento un nudo en la garganta, carraspeo para disimular la angustia, llevo mi mano hacia mi boca apretando con fuerza mis labios.
Una vez en el pórtico de la finca el automóvil se detiene y observo cauto la entrada.
El hombre que no conozco me mira por el espejo retrovisor. Es probable que espere a que baje. Dijo llamarse Luis y que venía de parte del señor Ernesto.
Justina me toma de la mano y me la acaricia, no soy capaz de mirarla.
Todo me resulta diferente, como si me hubiese ido de vacaciones, unas vacaciones interminables.
El zaguán cambió su color, las flores y las plantas no son las mismas, incluso la temperatura es más elevada que años anteriores.
Bajo del auto y le abro la puerta a Justina, las niñas se despiertan y de dentro de la casa sale una señorita con los cabellos platinados y sueltos. Sus ondas le llegan a la cintura y me observa a lo lejos. Es muy delgada y lleva un bello vestido celeste que le llega a las rodillas.
¿Eva?
¡Sí! Es mi pequeña. Reconocería esos ojos a kilómetros de distancia.
—¿Eva?
—Sí, esa soy yo —expresa con las manos entrelazadas.
—Soy Jeremías, tu hermano.
—¿Jeremías? —Ella frunce el ceño. Mi pequeña no sabe quién soy.
—¡Jeremías has vuelto! —El grito de María me distrae y aparece corriendo esos escasos metros se aferra a mi cuello y o me tambaleo—. Me hiciste tanta falta. Aunque no quiera me conmueve con verla y la abrazo también.
Ella se separa de mí y limpia algunas lágrimas de su rostro.
—Eva, él es tu hermano Jeremías.
—¿Nadie le hablo de mí? —cuestiono con dolor.
—Es una larga historia, ya vamos a tener tiempo en contártela, Jeremías.
Detrás de mí aparecen mis pequeñas.
—¿Y éstas niñas quiénes son?
—María te presento a mi esposa Justina. —Ella se acerca tímida, aunque sé muy bien que no lo es—. Ella es María la...
—La madrastra —interrumpe con diversión—. ¿Y esas preciosuras?
—Ellas son Ernestina y Azucena. Las pequeñas se aferran fuertes a mi pierna. Y ella es mi hermanita, Justina, se llama Eva.
—Un gustó señora —expresa Eva. Ella es muy bonita y simpática todo lo que pensé que sería y más.
—Vengan pasen, por favor —invita María.
—¿Dónde está mi padre? —cuestiono tajante.
—Está en Mendoza, Jeremías.
María está hecha toda una señora de familia.
Es lo que siempre quiso ocupar el lugar de ella. Ni siquiera soy capaz de pronunciar su nombre. Ha hecho tanto daño en mí esa mujer, me ha destrozado. Intento con todas mis fuerzas arrancar cualquier sentimiento que me lleve a él. Pero en ésta casa me es imposible.
—Delia se va a poner tan contenta de verte, Jeremías.
—¿Dónde está ella?
—Está descansando.
Las niñas comienzan a corretear por el parque. María junto a Justina la lleva a las hamacas.
—¿Sigue durmiendo en la habitación del personal?
—Jeremías ella duerme en tu habitación, ahora.
Me saca una sonrisa.
Una de las niñas cae al suelo y Justina corre tras Ernestina que llorisquea en el suelo.
—Por fin sonreíste.
Dirijo la mirada hacia María, ya que tenía la atención puesta en mi pequeña.
—No sabes la falta que no has hecho aquí —susurra tocándome el hombro—. Todo se volvió de pronto una locura. Lo lamento tanto.
Sus ojos se llenan de lágrimas y siento sincero su lamento.
—Yo también. —Me voy media vuelta y voy a mi habitación a su habitación, ahora.
Cruzo la sala y todo está igual de cuando me fui. Eva me sigue detrás.
—¿Vos sos Jeremías? —pregunta.
—Sí, soy yo, Eva. Tu hermano —hablo lento como si fuese una bebe, es que ya no lo es. Ella ha crecido.
Eva se abalanza y me abraza con fuerza.
—No te recuerdo, pero la abuela vive hablando de vos.
¿La abuela?
—Somos muy parecidos no te parece —me toma desprevenido ese comentario.
—No. —Frunce el ceño—. Vos sos mucho más hermosa. —Relaja los músculos de su cara y me dedica una sonrisa—. ¿Juan Cruz sigue viviendo aquí, Eva?
Niega con la cabeza y no dice más nada. Y sin más, sin previo aviso se retira.
Me deja lleno de dudas esta muchacha.
Subo las escaleras y poso mis manos en el algarrobo pulido y bien encerado, acaricio la baranda mientras subo las escaleras, todo está impecable.
Me quedo en la puerta, en la que era mi habitación.
Cierro los ojos y puedo escuchar su voz por estos pasillos. Aún cuando sé que es imposible.
"Abrí la puerta, Jeremías. Está subiendo tu madre"
Esos malditos recuerdos aparecen en forma de ráfagas, de fantasmas, de dagas filosas.
Abro la puerta y el piso de la madera cruje. El olor a lavanda se impregna en mis fosas nasales. Un olor poco característico en mi habitación, pero claro ya no es la mía. La cama está en el mismo sitio, al igual que el escritorio. En la mesa de luz hay una pequeña mantita tejida al crochet con un vaso de agua y un retrato.
Y allí está ella, como si fuese un ángel. Mi viejita, la luz que proviene de la ventana le alumbra el cuerpo, tiene la cara inclinada hacia la abertura. Me apoyo en la pared para no perder el equilibrio.
Se la ve tan serena. Tan llena de paz. Tan ella.
Me acerco unos pasos y la inspecciono con detenimiento. Su cabello se tiñó de blanco, y la piel de la manos de llenaron de manchas. Su rostro impoluto siempre transmitiendo paz.
Me siento en la cama sigiloso, intentando no interrumpir su placentero descanso. Tomo su mano y acaricio sus nudillos arrugados. Me inclino y beso su mano. Su aroma y la tibieza de su piel me transporta a mis diecisiete años, dónde mi estupidez no tenía límites y gracias a mi rebeldía perdí a la persona que más amaba.
Mis lágrimas caen mojando su mano.
Su cuerpo se mueve y yo me incorporo.
—Hola —articulo con la voz quebrada y ronca.
Achina los ojos al verme.
—Soy yo, viejita.
—Ay, mi niño. Mi niño has vuelto —susurra adormilada
Ella se incorpora y yo me acerco a ella y la abrazo con fuerza.
Me aferro de su abdomen como si mi vida dependiera de ello. Su aroma, su frescura y la calidez de su cuerpo, una vez más, me desarman.
—No sabe la falta que me hizo, que me hace. No sabe todo lo que yo la extrañé.
—Y yo también a usted, mi niño. Los días aquí después de su partida no han sigo nada fáciles, hijo. Pero Dios nos dió una segunda oportunidad.
¿Dios? Ese infame.
—Puedo imaginarlo, Delia.
Me separo de ella y con sus propias manos me limpia las lágrimas y la nariz.
—Que grande está, está hecho todo un hombre, mi niño. Cómo ha crecido. —Toca mi barbilla, que ahora yace una pequeña barba.
Sus palabras me hacen sentir culposo.
Ella toma mi cara en sus manos y yo me aferro a ellas, sus cálidos ojos me acribillan.
—Lo lamento, lo lamento tanto. He sido un cobarde, Delia. Ella me dijo que le iba a hacer lo mismo que a él. Que iba a correr la misma suerte no me podía arriesgar. Lo lamento. Soy un cobarde —chillo como un crío.
—¿Cómo dice eso, mi niño? Yo lo lamento, lamento en el alma que haya pasado por todo aquello. Lamento la madre que le tocó y que lo haya hecho sufrir como lo hizo, pero lo que más me aqueja es haberlo dejado ir. Haberlo dejado solo, hijo. Eso no me lo voy a perdonar nunca.
—Fui un cobarde.
—No lo diga más, se lo prohíbo.
Me aferro otra vez a su abdomen y me abrazo a ella, consolándome, tranquilizándome, como solo ella puede hacerlo. Entrelaza sus dedos en mi cabello. Y me peina con sus dedos.
—Ya está aquí, mi niño y eso es lo importante. Mi niño ha vuelto —susurra.
—Estoy muy cansado —susurro—. Estoy muy cansado.
—Lo sé.
—Estoy siendo algo que no soy. No soy feliz, Delia. Desde su partida no soy feliz.
—Hijo, —me toma de la cara—. Perdónese. Deje de culparse. Así nunca va a ser feliz. Tiene una mochila muy pesada en sus hombros. Suéltela.
Sus palabras llegan a lo más profundo de mí ser. Tocando mis heridas, mis úlceras.
Me besa la frente.
—Ya que mi niño ha vuelto, vamos a hacerle su comida favorita.
Sonrío.
—Como me duelen esos ojitos tristes, cuánta oscuridad hay en ellos, hijo. Ya va a pasar. Ya todo va a mejorar. —Acaricia mi mejilla.
Lo dudo.
—Ayúdeme a levantarme —pide—. Vamos a hacer unos fideos con tuco.
—¿Con albahaca?
—Con albahaca como a usted le gusta.
Una vez de pie, la abrazo con fuerza. La tengo otra vez conmigo. Mi viejita. Estoy aquí y estoy con ella.
Tocan la puerta.
Nos separamos y limpio mi nariz con el puño de mi camisa.
Una muchacha se asoma a la puerta.
—Adelante —confirma Delia—. Ester, venga hija. Entre, hija que le quiero presentar a alguien.
La muchacha camina unos pasos hacia nosotros.
—Él es Jeremías, él es mi niño.
—Ya no lo soy tanto, abuela. —Reímos cómplices.
—Un gustó, señor.
—Nada de señor, solo Jeremías. —Ella asiente con la cabeza.
—Señora, le vine a preguntar qué quiere para la cena.
—Enseguida bajo.
—Yo la dejo que se cambie tranquila.
—Hoy cocino yo —grita Delia hacia la muchacha—. Hoy comida especial para mi niño.
Camino unos pasos hacia la puerta.
—¿Hijo?
—¿Qué? —Pregunto mientras volteo.
—Gracias por volver. —Y su mirada se carga de sinceridad y de amor maternal.
Sonrío con regocijo.
Voy al parque a buscar a mis niñas.
—Quiero que conozcan a alguien muy especial. —Les comento y ellas me sonríen.
Levanto la vista y veo a Justina hablando muy enfáticamente con María, creo que están congeniando muy bien. María es muy simpática y dada.
Agarro a la más pequeña en brazos y tomo de la mano a Azucena.
—Papi, es muy lindo aquí. —expresa Ernestina con los ojitos llenos de brillo.
—Sí, es muy lindo —confirma Azucena.
—¿Papi nos podemos quedar a vivir aquí?
—No, hija. Solo vinimos por unos días.
Veo bajar a Delia con paso lento de las escaleras.
Ella me observa entrañaba, mientras yo la espero con las niñas al pie de las escalera.
—¿Quiénes son esas niñas, hijo?
—Son mis hijas —afirmo emocionado.
Me agacho bajando a Ernestina de mis brazos.
—Vayan a saludar a su bisabuela —pido.
Las niñas corren a Delia.
Delia pega un grito de satisfacción. Y tapa con sus manos la boca.
—Hablan como vos, Delia.
—Háblenle algo —les pido.
—¿Algo cómo qué? ¿Qué te apetece?
—Ay me voy a morir. Son tan preciosas. Se parecen mucho a ti, mi niño.
Lo sé.
—Son unas preciosuras, hijo.
—¿Usted es la mamá de mi Papi? —Ernestina pregunta.
—No, mi niña. Yo soy su abuela.
—¿Pa, vamos a conocer a tu mamá?
—No. —Mi tono es mucho más alto del que pretendía la pequeña abre grandes los ojos.
—Vengan vamos a cocinar.
Ester se nos acerca y Delia me dedica una mirada de reproche.
Detrás de mí aparecen Justina y María.
—Tenes una mujer muy hermosa, Jeremías.
—Gracias.
—Que hermosa casa, mi amor. Me encanta aquí.
Ella se la ve deslumbrada por este lugar me recuerda a María cuando la conocí ella estaba igual de ilusionada con la finca.
Voy a la cocina y llamo a Delia que está con las niñas amasando o por lo menos las pequeñas lo intentan.
Ella se voltea con un poco más de lentitud que lo habitual los años también pasaron para mi viejita.
Se limpia las manos con el delantal y se acerca a nosotros.
—Abuela ella es Justina, Justina ella es mi abuela.
—Un placer estar aquí, señora. —expresa Justina emocionada.
—El gusto es mío es conocerte, usted es la que ha cuidado a mi pequeño, le voy a estar eternamente agradecida por ello -expresa Delia acariciando su mano.
Justina se sonroja. Y yo sonrío. Justina me mira extrañada y sonríe también.
—¡Que hermosas son las niñas! Miren esos cabellos.
—Niñas vamos —llama Justina. Las niñas se bajan de los banquitos en donde estaban y vienen a su madre-. Seguro tienen mucho de qué hablar.
María se suma a la cocina y es una escena que jamás pensé ver en mi vida. Delia cómo dueña de la casa, María organizando dónde voy a dormir. Mis hijas, Justina.
Pero nada de esto me colma. Todo parece surreal; vacío y superfluo.
—Vamos que te voy a mostrar los cuartos.
Azucena al ser más grande ayuda a su hermana y se van de la mano junto a María y Justina.
Ester entra a la cocina y va directamente a la masa.
—Deje que yo me encargo. Volvió mi niño y voy a cocinar para él y toda su familia. Ayude a la señora María en armar los cuartos, fíjese que tengan todo sino venga y avíseme.
—Sí señora. —La muchacha agacha la cabeza y se aleja.
—Mírela no más, cómo dueña de la finca.
—Hijo, no se burle es algo que me pidió su padre. Está con unos problemitas en Mendoza.
—No me burlo.
—No sabe la alegría que tengo de verlo, hijo.
—Yo también lo estoy.
—No se nota, mi niño.
—Siempre me pregunté cómo hacia para estar bien. Con todo lo que le había pasado en la vida. Y siempre la ví feliz.
—Estaba feliz porque estaba a su lado. Usted me hacía feliz. Aférrese a esas niñas, ellas le mostrarán el camino correcto.
—Lo intento, Delia. Me siento un mal padre y mal esposo. No la amo —susurro acercándome a ella.
—Pero ella sí.
—A veces siento que soy igual a mi madre me convertí todo eso que aborrecía de ella.
—No se castigue más, hijo. Usted es su propio verdugo. ¿Sabe algo? Al poco tiempo que su madre me echó a la calle cuando su padre aún estaba en Mendoza, me puse a pensar y me dije a mi misma tengo que perdonar a todo aquel que me hace daño. Su madre lo hizo.
Lo sé.
—Vine hasta aquí y pedí hablar con ella. La perdoné por lo que había hecho. Al igual que tú abuela.
Ella no lo es.
—Debe sacar todo esa tristeza que tiene aquí —expresa, tocándome el pecho
Lo intento todos los días.
—Usted debería hacer lo mismo. Hablar con ella.
—¿Cómo pudo perdonarlas?
—Dios aprieta pero no ahorca. Estuve trabajando un tiempo en la casa de los Figueroa Alcorta y María fue a buscar con tu padre, ella fue la que le contó toda la verdad.
Él no estuvo cuando más lo necesité.
—Hijo, lo sé. Él se enteró de una verdad muy dolorosa. Fue mucho para ambos. Le sugiero que hable con su madre ella pidió hablar con usted, hace mucho que pide por ti, Jeremías. Dele una oportunidad. Deberías hablar con ella, mi niño. Aunque no te guste ella sigue siendo tu madre.
—No, Delia. No quiero saber nada con esa mujer.
—Quizá quiere recomponer las cosas.
¿Recomponer?
—¿De qué estás hablando, Delia? ¡Por dios! Ella arruinó mi vida. Ella me arrancó lo que más amaba esa noche —Mi voz se apaga al igual que mi ánimo.
Se me cierra la garganta quebrando mi voz.
—Tienes que perdonar, Jeremías. Te lo digo yo que han hecho mucho daño en mi vida, todas mis culpas ya las he lavado ante el santísimo. Y rezo todos los días por tí. Para que seas feliz. Hazme ese favor. Habla con ella, solo una vez. Solo un momento, yo no sé cuánto me queda en ésta vida. Tú sabes, mi niño que no voy a estar para siempre aquí.
—¿Qué pasó con Juan cruz?
—Él decidió irse, mi niño. Dejó una carta despidiéndose de todos nosotros y se marchó. Tu madre no lo tomó muy bien e intentó matarse en varias oportunidades. Después de tu ida hijo empeoró.
—¿Cuándo pasó esto?
—Hace unos diez años más o menos. Nos enteramos que Roberto es el padre de Eva.
—¿Qué?
—Tu padre enloqueció. Lo tomó muy mal. No sé cómo decir esto, hijo. Pero ya que estás aquí quiero que sepas toda la verdad aunque sea dura y aunque sea triste. Él abusó de la pequeña tu madre lo descubrió y...
—¡Hijo de puta! ¿Dónde está ahora? —Golpeo con los nudillos la mesada de mármol.
—Hijo, cálmese.
—Tu madre se encargó de él
—No entiendo.
Las niñas ingresan a la cocina y la conversación se diluye. Tomo a Azucena en brazos.
***
La cena se hace muy amena. Aunque la conversación de Delia resuena en mi mente una y otra vez. Se las ve muy feliz a las niñas. La comida de Delia está exquisita como siempre, aunque apenas probé bocado. Ella me observa del otro lado de la mesa. Eva ayuda a comer a Ernestina. María y Justina siguen cuchichiando. Delia me observa todo el tiempo sabe que no estoy bien.
—Buen provecho. —Me levanto de la mesa y todas me miran—. Tengo que ir al baño —me justifico. Finjo una sonrisa a cada una de ellas y me retiro.
Subo las escaleras y voy directo a mi cuarto o mejor dicho al que era mi cuarto.
Siento asfixiarme. Aflojo la corbata y entro al cuarto de baño. Me apoyo en la bacha e inclino mi cuerpo hacia delante, lavo mi rostro. Estoy agitado y sudado; agotado en cuerpo y alma.
Mi imagen es deplorable, despreciable.
¿Qué estás haciendo, Jeremías?
—No lo sé —susurro.
Tan solo soy un alma en pena que no puede salir adelante. Superar una perdida.
¡Patético!
Golpean la puerta de la habitación de Delia.
—Va —grito, acomodando mi ropa. Me inspecciono en el espejo y corro mi cabello a un lado.
—¿Estás bien, Jeremías?
—Sí, solo un poco cansado, tu también debes de estarlo.
—Solo un poco también. —Ella se acerca a mí y me toma del cuello—. Me encanta aquí, Jeremías y las niñas se ven tan felices. Gracias por presentarme a tu familia.
—No me lo agradezcas.
Su mirada es sincera y me conmueve, sé que no soy un buen marido y no merezco a ésta mujer.
—Te amo, Jeremías.
La tomo de la cara y la beso. Con eso bastará para que se mantenga quieta y callada...
********
Hasta acá la primera parte del epilogo, tenía la necesidad de publicarlo ya que se me hacía muy largo. Además ya los extrañaba ♥
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