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Capítulo 6: Mi lunar

—¿Se siente bien, muchacho?

—Sí, profesora. Lamento haberla hecho esperar —contesto con la voz quebrada, y me paro como puedo cayendo de nuevo al piso.

Al ver mi estado la señorita Lorraine corre hacia mí.

Estoy afectado en todos los sentidos, siento mi cuerpo entumecido y un hormigueo en las piernas que crece y se aloja en la boca de mi estómago.

—Debería descansar la clase la damos por finalizada. Vaya a su cuarto y repose un poco —propone con un tono amable.

Delia entra a la cocina y observa a la señora Lorraine, tomándome de la cintura.

—Mi niño, ¿Qué le sucede? —grita, y viene a mí.

—Estoy bien, Delia. Creo que el no haber terminado mi desayuno me descompensó —me justifico.

Hay otra razón más valedera, y se llama Lucas.

—¿Y ahora qué le pasó?

Lo que me faltaba.

—Siempre fue medio mariquita. Lo hace para llamar la atención, desde niño fue así.

—No te atrevas a hablarle así a tu hermano ¡Te lo prohibido, Juan Cruz!

—¿Desde cuándo el personal me da órdenes? Aténgase a hacer su trabajo, para eso se le paga.

Sí pudiese le daría una buena paliza.

¡Desagradecido!

Juan Cruz es el típico niñato a que la madre lo consuela, a veces dudo sin en verdad somos de la misma sangre.

—¿Qué son esos gritos? —Mi padre pregunta e ingresa a la cocina.

—Si no la despides, lo haré yo. Pronto seré el dueño de todo esto. —Se dirige a mi padre, alza la mano y señala todo a su alrededor e intenta esquivar el agarre que le propicia mi padre en su brazo.

—No trates así a Delia. Ella es como mi madre, ten un poco más de respeto.

—Ernesto, no es momento —Delia le dice con su tan característico tono conciliador, mirando hacia la Señorita Lorraine.

Juan Cruz, se zafa del apretón de mi padre y esta vez sí, se va de la cocina.

—¿Qué pasa, Jeremías?

Mi padre viene a mí.

—Cuando lo vine a buscar para que retome su clase, estaba tirado en el piso de la cocina –explica, la señora Lorraine.

—Le pido disculpas por el espectáculo que montó mi hijo mayor hace a un momento.

—No se preocupe, así son los muchachos. —Suena despreocupada, la profesora de francés.

—Delia, cancela todas sus actividades y que la lleven el almuerzo y la cena a su cuarto —ordena mi padre—. ¿Hijo, qué sucede? Tu madre me dijo ayer que te descompensaste en la parroquia.

Mi madre es una gran mentirosa y buena actriz.

—Estoy bien. No es necesario que canceles mis clases.

Prefiero estar ocupado a estar pensando en la depravación que hice con Lucas.

—Como usted lo prefiera, hijo. Sabe que estoy para ayudarlo siempre.

—Gracias, papá —Tomo un buen trago de agua fresca.

—Bueno muchacho, lo dejo. Estoy con Miguel y Lucas, los fui a buscar hace un rato. Si te sientes mejor puedes ir, estamos en el quincho de la finca. Lucas estuvo preguntando por vos, es muy buen chico espero que puedan ser buenos amigos.

Escupo con toda mi fuerza el agua que tenía en la boca y me ahogo. Comienzo a toser y Delia me da pequeñas palmadas en la espalda.

—¡Oh, hijo! —dice Delia, conmovida por mi estado.

—Que se mejore, garçon —expresa, la señora Lorraine.

—Gracias, y lamento que tenga que suspender la clase —expreso, con la voz ronca por mi reciente ahogamiento, ella solo me sonríe y mi padre la acompaña hacia la salida.

Delia despide la señora Lorraine y yo sigo en la cocina. Apoyando mi débil cuerpo a la mesada de mármol. Sé que lo que hice estuvo mal. Está mal, estoy mal.

—Vaya, mi niño, yo le sirvo el almuerzo a su cuarto.

—No, delia. Me quiero quedar acá. ¿Puedo?

No quiero estar solo. 

Si estoy solo mis pensamientos y mis emociones afloran en mí, torturándome. Sé que es un castigo y que lo merezco. Dios me está poniendo a prueba.

—Por supuesto, ¿Quiere que le prepare un sándwich? Hoy hice manteca y tengo un poco de mermelada de frutilla, mi niño. Estás muy pálido —indaga, con su dulce voz acunando mi mentón.

—Estoy bien —miento, queriéndola hacer sentir mejor, pero no lo consigo.

Nuestra charla se hace amena ella me habla de sus tiempos en España, del pequeño pueblo llamado San Pedro del Romeral donde vivía, de lo que su madre siempre cocinaba, de su vida en el campo. Aunque ya conozco sus historias, me gusta volver a oírlas. Se le aclara la mirada cuando habla de vida antes de venir a Argentina. Y yo, envidioso, añoro esa vida, vivir de los cultivos, de los animales de granja, de la pesca, de mis dibujos, de Lucas...

¡No! ¡Por Dios Santo! Él no lo permitiría. Él sabe que soy un pecador.

—Mi niño, todos cometemos errores. Sino como aprenderíamos. Yo los he cometido y he pagado mis culpas ante Dios —susurra, leyendo mis indecorosos pensamientos, mira hacia el techo y se persiga—. Pero algo es sabido, que el amor es amor, y solo amor. El amor no tiene que relacionarse con cosas negativas, mi niño. Si hay amor no debe ser tan malo ¿Entiende lo que intento decirle?

Asiento con la cabeza, tratando de comprender la intensidad de sus palabras. Cómo si lo que dijera, la afectase de algún modo.

—Usted, sabe que puede contar conmigo, ¿verdad?

—Sí. Delia, lo sé. —Ella toma el rostro, acariciando mi mejilla, sus ojos se cristalizan, tomo aire para poder pronunciar alguna palabra, pero me arrepiento en el camino—. Prefiero comer arriba. Me lleva el almuerzo, por favor.

—Cómo usted guste.

Salgo disparado de la cocina. Y voy hacia mi cuarto. Me topo con mi hermano en la escalera no dice nada, me mira con desprecio y creo que su expresión es el reflejo de la mía. No le doy importancia y voy hacia mi cuarto. Por fin en estas cuatros paredes puedo respirar. Tomo una gran bocanada de aire, llenando mis pulmones de oxígeno.

¿Qué quiso decirme Delia? ¿Qué sucede con ella?

Me tiro de espaldas a la cama y tapo mi rostro con el antebrazo. Y el reciente episodio viene a mi mente, trago con dificultad y llevo mi mano a mi boca, donde hace muy poco estuvieron los labios de Lucas. La imagen de mi madre me atraviesa como una espada filosa, las burlas de mi hermano y viene a mí el mismísimo Jesús Cristo. ¡Maldito pecador!

"Mi niño, el amor es amor"

Esto no es amor, no puede ser amor, no debe ser amor.

Me asomo al balcón, y observo a mi padre charlando enfáticamente con Miguel, detrás de ellos aparece él jugando con Chicho, mi perro, tira una ramita y el can va en busca de ella. Lucas sacó su camisa y anda en cueros por la finca, si lo viese mi madre... Trato de esconderme detrás del cortinaje, levanta la vista y observa a mi ventana. Se acerca a mi padre y habla con él. Asiente con la cabeza y señala hacia aquí, mi padre le sonríe. Y él se aleja en dirección a la entrada.

¡Viene hacia acá!

Voy corriendo hacia la puerta y la cierro con llave. Me alejo unos pasos hacia atrás con la boca abierta, estoy jadeando. Cómo si hubiese corrido kilómetros. Tras unos minutos, eternos minutos, intenta abrir la puerta, pero no lo consigue.

Trago duro, todavía agitado.

—¡Jeremías, abrime!

Apoyo el oído en la abertura, saboreando sus palabras, su tono es suave como su piel, como sus labios.

¡No!

—Andate, por favor —suplico con los ojos llorosos. Con el corazón atorado en la garganta.

—Jeremías, abrime —Vuelve a pedir—. Está subiendo tu madre.

Abro la puerta con desespero. 

Para mi sorpresa no hay nadie en el pasillo.

Giro mi cuerpo en dirección a él y me sorprende tomándome de la cara, apoyando todo su cuerpo al mío.

—No te quise mentir, pero no me dejaste otra opción —susurra cerca de mi rostro.

Niego con la cabeza sin mirarlo.

Cómo si aquello fuese una buena excusa para mentirme.

—Me dijo tu padre que no te sentías bien hace rato.

—Estoy mejor.

—Pero, ¿qué ocurrió?

—¿Qué estás haciendo acá? —esquivo su pregunta.

—¿Acá en tu cuarto o acá en la finca?

—Acá en la finca y también me gustaría saber porque entraste a mi habitación.

—Son varias preguntas —dice con un tono de voz seductor, mientras reprime una sonrisa y no quiero que lo quiero haga. Quiero que sonría para mí ampliamente—. ¿Y la señorita?

—¿La señorita? —Su pregunta es desconcertante, y lamentablemente me baja de la ensoñación alejando su cuerpo de mí.

Siento frío, para estar en pleno verano.

—La señorita —confirma y asiente con la cabeza, se acerca al escritorio en donde tengo pequeños garabatos con su forma. Pero no profundiza en ellos—. ¿De qué hablaban ayer?

—De cosas sin importancia.

—¿Cómo cuáles?

—No sé, de mi madre, de la señora Ofelia —respondo, sin demasiado interés.

¿A qué viene este interrogatorio? Me está poniendo nervioso, más de la cuenta. Y no sé si es porque su acercamiento, o porque estamos solos en mi habitación, no confío demasiado en mis instintos ya que son impúdicos y carnales; llenos de pecados y por otro lado y no menos importante en cualquier momento podría aparecer mi madre. Y eso sí, sería un gran escándalo.

Da vueltas en círculos e inspecciona todo a su alrededor, se aleja y se va hacia el balcón aprovecho y guardo mis dibujos en el cajón y lo cierro con llave.

—No deberías confiar en ellas. Las personas no son lo que dicen ser, —dice de espalda a mí, se da vuelta y concluye firme mirándome serio—. Sos muy inocente, Jeremías.

¿Inocente?

No tengo nada de inocente ¿Por qué lo dice?

Vuelve acercarse a mí.

—Vos no tenés maldad, y hay gente que se quiere aprovechar.

—¿A qué te referís? Todos me subestiman, se piensan que soy un niño que no puede tomar sus propias decisiones.

—No creo que sea así, pero sí creo que tenés miedo. Mucho miedo, y el miedo paraliza. —Intenta acercarse, pongo mis manos en su pecho y lo alejo de mí.

—No soy un niñito, y no soy tu juguete que podés hacer lo que se te ocurra.

—¿Sabes lo que pasa? A vos te falta calle, —eleva la voz y parece indignado.

—¿Calle?

—Calle, experiencia —expresa, despreocupado haciendo gestos con las manos.

—¿Y vos sí?

—Sí, y no es algo que me enorgullezca. —Se acerca una vez a mí y yo me quedo inmóvil, estático sintiendo que puedo caer en la tentación en cualquier momento. Podría sucumbir ahora, en este preciso momento solo si él decide acercase unos milímetros más a mí, podría desvanecer en sus brazos para luego ser quemado en la hoguera, mientras Gregoria se fuma un cigarrillo y ve con satisfacción como mi cuerpo se consume por las llamas—. No sé dónde hubiese terminado sin la ayuda de Miguel, es como un padre para mí. Me encanta tu lunar.

¿Qué? ¿Mi lunar?

Cambia totalmente su tono de voz haciéndola más suave.

Llevo mi mano a mi mejilla izquierda y deduzco que habla de ese lunar.

Me ahogo en mis palabras y pensamientos y me quedo mudo sin saber qué decir.

Alza la mano y estira su dedo índice en dirección a mi lunar. Sus dedos tibios viajan y rozan mis labios de una forma prohibida, me quedo sin aliento y se aproxima aún más a mí tomándome el mentón con los dedos. Se acerca otro poco y siento su aliento fresco en mis labios.

—Quiero besarte ahora, Jeremías —susurra, en mi boca agarrándome de la nuca.

Y siento que en su confesión hay algo de pregunta.

¿Está pidiendo permiso para poder besarme?

Intentan abrir la puerta.

—Mi niño, le traje el almuerzo ¿Por qué siempre cierra con llave?

Los dos nos quedamos paralizados sin siquiera respirar.

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