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Capítulo 4: El almuerzo

No puedo ver con precisión su rostro, no distingo sus expresiones. Pero a pesar de todo, noto que viene a paso lento sin ninguna preocupación. Tiene el cuerpo erguido y los hombros alineados. Corre un mechón largo, que le pasa la frente. Solo está él en mi perspectiva, tiene puesta la mirada en mí y no rompe el contacto visual en ningún momento. A medida que se acerca dibuja una sonrisa pícara, esa misma que hizo en la parroquia; trago con dificultad al ver y sentir su cercanía.

—¡Buenas! —dice, mirándome a los ojos.

Su tono es tan tranquilo, tan impasible. Tiene el mismo semblante que en la Parroquia.

—Niño, yo me retiro.

Jorge se escapa y no lo culpo.

—¿Estás ocupado? —pregunta y mira hacia la señorita. Ella alinea la ropa, en un acto de permanecer lo más natural posible, creo que le afecta su presencia.

Él la mira, pero no saluda. Es tan petulante cuando se lo propone. Eso me irrita ¿Qué hace acá? Mi madre lo mataría si lo llegase a ver.

—Yo me retiro también, ¿si me disculpan?

Ninguno la observa.

Estamos teniendo una lucha de miradas. Pone su mano en los bolsillos. Rompo el contacto visual por un momento y me dirijo a la señorita.

—¿Me da un momento por favor?

Ella asiente y sigue acariciando a Azúcar.

—El que usted necesite —expresa con amabilidad sin mirarme. Solo tiene la mirada puesta en Lucas.  E intento sin éxito, una vez más, comprender sus señales. Vuelvo a él que me observa impaciente.

—¿Qué estás haciendo acá? —cuestiono, apretando los dientes. Mantengo la compostura como muy bien me lo ha enseñado mi madre.

—Pasaba por acá... Te fuiste tan rápido de la parroquia. No tuve tiempo de saludarte —expresa, cambiando el tono de su voz, haciéndola suplicante. Levanta la mano con intenciones de tocarme y esquivo su contacto, alejándome de él.

—Sabes que no podes estar acá.

—¿Por qué ella puede pasear con vos por la finca y yo no?

No está siendo racional y su rebeldía nos puede salir muy caro. Mira en dirección a ella.

—No seas infantil. Deberías irte —sueno rotundo.

 Es que estoy enojado. Fastidiado.

—Jeremías, hijo —Mi madre llama canturreando mi nombre, como jamás lo hizo en mis cortos años de vida.

Él se gira en dirección a ella, se rasca la barbilla y aprieta los labios reteniendo una sonrisa. No es momento de diversión.

La voz de mi madre me pone en alerta.

¡Por Dios santo!

"Que sea la última vez que soy testigo de su inmundicia"

Todavía siento dolor en la mejilla y las palabras de mi madre resuenan en mi mente dándome escalofríos.

Sin pensarlo demasiado agarro la muñeca de Lucas y lo esconde detrás de la caballeriza.

—Quedate acá —susurro, cerca de sus labios—. Por favor —suplico con el corazón en la boca.

Él mira hacia el agarre que le proporcioné sin saber que lo estaba apretando tan fuerte.

María se nos suma sin decir absolutamente nada y me toma de la mano.

—¿Hijo? —vuelve a llamar mi madre.

La señorita se adelanta, y sale agarrándome de la mano.

—Aquí estamos —pronuncia ella.

—¡Oh! ¡Qué guapos son! —exclama, Ofelia encantada.

—¿Qué estaban haciendo ahí?

María se acomoda la ropa y lo mismo hace con su peinado. Mi madre sonríe y no sé la razón.

—Solo le estaba mostrando la caballeriza —me justifico con la voz quebrada.

—Vengan que ya está el almuerzo —pide mi madre. 

Y no sé cuándo fue el día que ella lo haya anunciado. Todo esto es muy extraño; extraño e incómodo.

La señora Ofelia, mi madre y la señorita caminan delante de mí.

—Si me disculpan, tengo que hacer unas cosas aquí con Azúcar y en un momento estoy con ustedes.

Mi madre se gira, mira directo a mí y enmarca una ceja. Tiene una mirada arrogante, muy propio de ella.

Ellas se voltean y siguen su camino, hacia dentro de la casa.

—¿Cómo te ha tratado mi hijo? —pregunta mi madre, dirigiendo su mirada a María. Ya están lejos como para poder oír su respuesta.

Me quedo inmóvil hacia su dirección, hasta que desaparecen de mi vista.

Corro esos escasos metros de los que me separan de Lucas. Y él está sentado, apoyando su espalda en el establo, con un pedazo de paja en la boca. Tiene una expresión divertida en el rostro, que me irrita muchísimo.

—¿Por qué haces esto?

—Es muy bonita la señorita —no responde a mi pregunta. Se saca el pedazo de paja de la boca y sonríe ampliamente.

¿Qué?

—Sí, lo es. Deberías irte, por favor te lo pido. No te arriesgues. No sabes de lo que es capaz de hacer mi madre, si te llegase a ver.

—No le tengo miedo a tu madre.

—Deberías. Tenés que irte, por favor —suplico. Voy por la vía de la amabilidad. Me agacho y me pongo a su altura.

—¿Estás bien? ¿Te pegó otra vez? —indaga, con un tono marcado de preocupación, acerca sus manos a mi rostro, y está vez accedo a su contacto. Cierro los ojos y siento sus manos tibias y su suavidad, se transporta a todo mi cuerpo. Llegando a ese lugar tan mío y tan prohibido.

—Tenés que irte por favor —repito, cerca de su boca. Su aliento quema mi sangre. Y su cuerpo me lleva al cielo y al infierno al mismo tiempo.

—Está bien —susurra apenado, me besa en la mejilla, roza mis labios con los suyos mientras toma distancia. Se levanta y sale en dirección hacia la parte trasera de la estancia, se aleja con rapidez, y no voltea a mirarme. Salta el cerco, que divide nuestra propiedad, de la señora Ofelia. Y desaparece, dejándome un sabor amargo en la boca.

—¿Necesita algo, patrón? —su voz me asusta y la reconozco al instante reconozco su voz, es Roberto el capataz

Me volteo de inmediato y quedo en frente de él. Este hombre me da mala espina. Siempre me sigue a sol y sombra.

—No sé preocupe, estoy bien. Gracias —intento ser amable, aunque así no lo desease.

—Como lo veía por acá...

—Estoy bien, ya me retiro de todos modos —lo interrumpo.

Se me queda mirando, pero no dice más nada. Tampoco sé, si llego a ver a Lucas. Solo espero que no.

Vuelvo hacia la casa y ellas ya están sentadas en la mesa, incluído mi padre, el esposo de la señora Ofelia, Don Justino, mi hermano mayor Juan Cruz y la bebé mi hermanita menor.

—Te estábamos esperando —expresa mi madre. Sé que trata ser amable, nuevamente, finge una sonrisa complaciente en el rostro.

Me dispongo a sentarme y sigo con el estómago vacío.

Delia me sirve el almuerzo, veo el reloj que está arriba del hogar de leña y marcan las trece horas.

Es extraño comer tan tarde, sobre todo para mi madre que es muy estricta con el horario, en realidad es estricta para todo; deduzco que hizo una pequeña salvedad por los recientes invitados.

Otra vez la mesa se llena de lujo innecesario, sacando la platería, las jarras y las copas de cristal. Odio toda esta fachada de "familia perfecta".

Y mis pensamientos se dirigen de nuevo a un muchacho de ojos color almendra, de tez oscura y labios carnosos. Me retuerzo en el asiento, y mi madre me dedica una de esas miradas fulminantes, que a esta altura creo solo las tiene reservadas para mí.

—Como ustedes saben el próximo domingo es mi cumpleaños y la familia Alcorta De Noble serán mis invitados de honor —habla, pero tiene puesta la mirada en mí ¿Por qué? Ahora, sonriente, le dedica un guiño a la señorita María. Ella se sonroja y mira también hacia mí. Y luego a mi padre, y vuelve la vista a su plato repleto de comida.

—Aquí estaremos —responde, Don Justino con su voz ronca, por el tabaco. Es un gran fumador de pipas; tiene una gran colección en su casa.

Mi hermanita, la pequeña Eva tira su plato al piso, derramando toda la comida al suelo. Mi madre pega un grito, asustándola a la bebé. Ella llora sin consuelo, me levanto y la agarro tratando que se calme.

—Déjela, Jeremías. Para eso tenemos el personal —vocifera, mi madre.

Miro directo a mi padre, pero no hace nada.

Delia se acerca y toma a la pequeña, que llora sin consuelo. Me agacho, juntando todo lo que ha derramado mi pequeña hermana. La mujer, lleva a la pequeña a su corral. Y viene directo hacia mí.

—Deje, mi niño. Siéntese a comer —susurra, agachándose.

La pequeña sigue llorando. Y a mí se me parte el alma.

—Así es Jeremías un sentimental, no puede ver llorar a su hermana —mi madre se excusa. Todos me miran como si fuese un bicho raro. Sobre todo mi hermano mayor. En la iglesia nos enseñaron a no odiar, y amar al prójimo, pero a él lo odio. Hoy no fue a la Parroquia con la excusa de qué tenía que estudiar. Sé que eso es mentira, pero mi madre es muy permisiva con él. Solo yo voy a la iglesia. Yo, el pecador.

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