Capítulo 36
Tengo en mi mente todos los acontecimientos recientes y solo uno me causa felicidad saber que Delia en mi abuela que ella es mi familia. Qué esa mujer me sirvió toda la vida en ésta casa, sea carne de mi carne.
Golpean la puerta de mi habitación.
-Va -grito.
Me acomodo la ropa lo más rápido que puedo.
-Adelante.
-Mi niño, su madre lo manda a llamar.
-¿Qué quiere?
-No lo sé. ¿Qué tiene en la boca?
-¿En la boca?
-Sí, tiene negro -explica.
-Delia, estuve pensando en lo que me dijo -cambio de tema y me limpio la boca con las manos.
-¿En qué, mi niño? -Ella inclina la cara a mí.
-En ir tras él -susurro mirando mis pies.
-¡Oh, hijo! Eso es una muy buena noticia -expresa con una sonrisa en el rostro-. Yo lo voy a ayudar, no sé preocupe por eso.
-No sé cuando me iré todavía, Delia -sueno cabizbajo, es que lo estoy. No quiero estar un día más en esta casa-. No la quiero dejar sola.
Ella se acerca a mí y yo me siento en la cama.
-No sé preocupe por mí, hijo. Yo ya estoy grande y me sé cuidar muy bien sola. ¿No le parece? -asiento con la cabeza-. Hoy vienen a cenar la señora Ofelia y la señorita María -informa.
-Dígale a mi madre que no me siento bien para recibir visitas, pídale disculpas de mi parte -expreso lleno de fastidio-. Es más, dígale que me he muerto.
-¿Cómo dice algo así, Jeremías? -reta, dándome un puñetazo en el brazo.
-¡Auch! -me quejo.
-No sea infantil.
-Lo lamento, -me disculpo sincero refregándome el brazo.
Ella sale de la habitación arrugando la frente y dedicándome una mirada desaprobatoria.
Qué poco le duró la tristeza a mi madre, ya anda haciendo de las suyas. Esas tres son las personas más vil, cruel y manipuladoras que conocí en mi corta vida.
Ya me he bañado, no he cenado todavía, aunque no tengo hambre pensé que Delia iba a traerme algo de cenar. Debe estar muy ocupada.
Golpean la puerta y voy corriendo a abrirla.
¡Es ella!
Me encuentro con María en el umbral de la entrada con las manos entrelazadas.
-¿Qué haces acá?
-Vine a saludarte, Jeremías.
-Ya me saludaste, ya te pones ir.
-Jeremías, por favor. Hablemos.
¿Hablar? Ahora quiere hablar.
-¿De qué querés hablar?
-Tengo que aclararte muchas cosas. Te fuiste tan pronto de la pensión que no nos diste tiempo a explicarte nada. Sé que es mucha información o estarás muy confundido por todo.
-Tengo mis razones, María.
-Lo sé, por eso estoy aquí. Dejame pasar por los menos cinco minutos.
-Pasá -digo de mala gana.
Ella se acerca a mí para saludarme con un beso pero me alejo de inmediato de ella.
-No es necesario el contacto, María.
-No tengo mucho tiempo, Jeremías. Tu madre y la mía están con "Las damas de la beneficencia" reunidas en la biblioteca. Jeremías, mirame, por favor.
Levanto la vista y la observo.
-Lamento todo lo que pasó entre nosotros, en serio. También lamento lo que viste, Jeremías. Yo amo a tu padre, lo amo en verdad. Él está muy mal por eso se fue a Mendoza.
-Mendoza no es el mejor lugar -digo sin pensar.
-¿Por qué lo decís?
-No me hagas caso. ¿En algún momento te sentiste atraída a mí? -pregunto, sin haber meditado siquiera la pregunta en la cabeza.
-No, sos un chico tan hermoso, pero no de esa manera.
-¿Y por qué me besaste?
-Impulso quizá.
-¿Y si yo no me detenía?
-Lo ibas a hacer. Sabía que estabas muy metido con Lucas, Jeremías.
-Vos lo supiste siempre -afirmo y ella asiente con la cabeza-. Pero casi lo hicimos en el cumpleaños de mi madre.
-Yo estaba muy mal porque ella no sé merece el hombre que tiene -que tenía-, y vos estabas mal por Lucas, porque se había ido con la señorita Luisa, el alcohol...
-Pero sos mi tía, María.
-Pero vos no lo sabías...
-Pero vos, sí -ataco.
-Lo sé, no soy el ejemplo de pureza.
Soy consciente de eso.
-Sos catequista.
-Otra mentira de Ofelia, Jeremías. Todo lo que sé lo aprendí aquí en Buenos Aires. Joaquín está muy mal. Habla con él.
-No lo sé, ni siquiera sé qué haces aquí en mi cuarto.
-¿Me seguís queriendo, Jeremías?
-No lo sé -vuelvo a decir-. No quiero saber más nada de sus secretos, ni los tuyos, ni los de Ofelia ni los de nadie -subo el tono de voz.
-Te extraño. -Me quedo en silencio, agarrándome del respaldo de la silla-. Sos muy cruel cuando te lo propones.
No me lo propongo.
-Es momento de irte, María.
Ella me mira con los ojos vidriosos y más grandes que de costumbre, no me interesa. Inclusive ya nada me sorprende desde que la ví revolcándose con mi padre.
Sale disparada de la habitación.
Pensar que yo también tuve deseos hacia ella.
¡Me aborrezco!
Toda mi maldita familia es una mentira. Yo soy una mentira. Yo, el maldito pecador.
Tengo que ir tras él. No aguanto un día más lejos suyo. Lo necesito, siento asfixiarme en mi propia miseria.
Ellos se rasgan sus embestiduras mostrando a la sociedad orgullosos de la familia perfecta y feliz que, por supuesto, no lo somos.
A cada momento me convenzo que Lucas es mi destino que alguien osó en separarnos. Alguien llamado Gregoria.
Me tiro en la cama y observo arriba del ropero la valija, la misma que utilicé para ir a Mendoza.
"Ve con él, mi niño"
•••
Quizá fuí muy duro con María la otra noche, se me viene a la mente sus ojos grandes pidiendo clemencia, implorando mi perdón. No soy Dios para perdonar. No soy nadie en realidad.
-¿A dónde están todos, Delia?
-Hijo, por fin bajó de su habitación. Están en la cena benéfica en la casa de la Señora Ofelia.
No la debería llamar señora.
¡Qué hipócritas!
-Sí, lo lamento, Delia. ¿Usted cómo hace? Siempre se la ve tan bien. Es admirable la fuerza de voluntad que tiene.
Me dedica una sonrisa, pero sus ojos emanan tristeza.
-La procesión va por dentro, mi niño -expresa acariciándome el rostro-. Creo que es momento, Jeremías.
Trago con dificultad y las entrañas se me retuercen.
-No hay nadie en la finca, hijo -explica, tratándome de calmar.
Asiento con la cabeza y voy hacia mi cuarto.
Bajo la valija y acomodo algo de ropa, no sé cuánto tiempo me iré, si me quedaré allí, si volveré. Lo único que sé con certeza es que necesito de él. Por los menos unas horas, días o toda la vida.
Mis manos están temblorosas, voy hacia la mesita de luz y saco la carta toda arrugada que no tuvo el valor para entregarme y la guardo en el bolsillo de mi pantalón.
Pienso en mi viejita y lamento en el alma dejarla; dejarla con su verdad y con la mía. Con nuestras culpas y pecados.
Que nosotros sepamos la verdad es más que suficiente. Ella no quiere nada de Enrique y yo mucho menos. Él prometió no mentir y no cumplió con su promesa. Todavía me pregunto cómo hizo para vivir con una verdad tan pesada y dolorosa.
Delia ingresa a la habitación, se acerca a mí y me abraza.
-Es momento de irme, abuela.
-Oh, hijo. -Me abraza con fuerza y comienza a llorar.
-Sabe que no me gusta que llore, por favor, no lo haga ahora; no ahora que me voy.
-Le traje algo -dice y se separa de mí me entrega un sobre -. Son mis ahorros, hijo. Úselos.
Se limpia las lágrimas con un pañuelo que saca del bolsillo de su delantal.
-No puedo aceptar algo así.
-Por favor, guárdelo. Por todo esos regalos que nunca le dí.
Sonrío y la abrazo de nuevo.
-Todo irá bien, hijo. Confíe en Dios. Él siempre tiene algo guardado para nosotros.
-Gracias. -Ella se me acerca y me besa en la frente.
-Lo amo, mi niño.
-Yo también a usted. Cuide a la pequeña, por favor.
-Lo haré.
Bajo las escaleras a toda prisa como un maleante, un malechor.
Camino lo más rápido que puedo y me dirijo hacia el conventillo.
En el camino me topo con Joaquín.
-¡Jeremías! -grita.
Sigo mi camino sin siquiera mirar, me llama en reiteradas ocasiones pero no me interesa en verdad. Me aferro a la valija con fuerza.
Creo que está borracho no sabría decirlo con exactitud.
Mi objetivo es otro. Lucas.
Llevo al conventillo y siento náuseas producido por mi incipiente nerviosismo.
Camino unos cuantos metros hasta llegar a su puerta.
Golpeó la puerta con los nudillos y me retiro unos pasos hacia atrás mirando hacia ambos lados.
El señor Miguel abre la puerta y me observa algo sorprendido.
-Disculpe Señor que venga a esta hora.
-¿A dónde se dirige, hijo? ¿Sucedió algo? -interrumpe-. Pase, por favor.
Entro sigiloso a su casa y me da escalofríos este lugar, me hace sentir cerca de él.
-Le vine a pedir... -carraspeo-. La dirección de dónde se encuentra Lucas, por favor.
Levanto la mirada esperanzado.
-Hijo, yo...
-Por favor se lo pido. Necesito verlo, Miguel. Sé que es mucho lo que le estoy pidiendo y va en contra de sus principios. Le prometo que solo será un momento. -Mi voz se quiebra y retengo con todas mis fuerzas mi llanto-. Lo necesito, Miguel. Por favor.
-Espéreme aquí -desiste.
Él va hacia su habitación y yo me quedo aquí mirando su humilde casa y me trae los recuerdos más agridulces que he tenido.
-¿Tiene dinero? ¿Cómo va a llegar hasta ahí?
Asiento.
Me da vergüenza decir que Delia me dió los ahorros de toda su vida.
-No lo sé.
-Es un viaje largo, hijo. Deje que yo lo lleve al puerto por lo menos. No me cuesta nada.
Una vez en el auto, el silencio es demasiado tenso entre los dos. No sé qué decirle en verdad, recuerdo los encuentros con Lucas y sospecho que él sabe de nosotros.
-Formaron una linda relación -comenta y presiento que no es eso lo que quiso decir, que lo que dijo, lo dijo sin pensar.
-Sí, creo que sí -susurro un poco incómodo. Me aferro a mi valija con fuerza.
Es que en verdad no lo sé.
Llegamos al puerto.
-¿Le puedo pedir algo más?
-Dime, hijo.
-No le diga a nadie que estuve en su casa. Ni mucho menos a dónde me dirijo.
-Puede confiar en mí, hijo. Espero que usted también pueda encontrar sus respuestas. Rezo todos los días por usted.
-Se lo agradezco.
-No sé preocupe. Ve con Dios.
Me embarco en el lujoso Hollywood, la motonave más pomposa de por aquí, me ha costado más de la mitad de los ahorros que recibí de Delia. No es que me agrade el lujo, solo es que, no hay otro transporte que me lleve a Misiones.
Todos aquí me observan como si fuese un bicho raro, es que en cierto punto lo soy, voy en busca de un monaguillo, que ya no lo es, y que en este momento se encomendó a Dios, dejándome. Sí, lo soy. Soy un bicho raro.
La noche está demasiado tranquila y templada.
Resuena en mi mente la charla que tuve con Miguel fue de lo más incómoda y poco esclarecedora.
Todos aquí hacen alarde de su dinero, me siento tan fuera de lugar, me acomodo en un rincón y el sueño de apodera de mí o debe ser la lejanía de todo el calvario de estos últimos días.
Son más de tres días de viaje suficientes para carcomer mi cerebro hasta dejarlo hecho trizas. Todas las teorías que tengo en mi mente ninguna me convence y me llevan a un camino más frondoso aún y lleno de desdicha.
Llegando a Misiones todo es muy diferente desde el clima, el paisaje, la flora y la fauna; el color del agua es de un marrón profundo, la humedad me sofoca más que la de Buenos Aires.
Estos tres días de viaje realmente fueron muy tortuosos, nos hemos quedados varados en más de dos ocaciones. Mi nerviosismo y desesperación ha aumentado varios niveles. Diría que mi humor en este preciso momento es muy voluble y lo único que quiero en este instante es pisar tierra firme y caer en los brazos de un morocho de ojos color almendra.
No voy a negar que la vista es espectacular, hay aves de todo tipo y tamaños, cada uno con un sonido y color diferente. La selva es espesa y de un color verde profundo, pero nada es más imponente que él.
•••
Por fin mis pies tocan la tierra colorada, me aferro fuerte a mi valija. Está nublado y no he comido casi nada en estos últimos días, tengo un gran nudo en la boca del estómago que me lo impide. Mi dieta se basó en jugo de naranja y un poco de pan, solo eso.
En el puerto me acerco a unos de los hombres y consulto sobre la dirección que me dió Miguel. El hombre comenta que son solo unas cuantas cuadras, que me voy a dar cuenta porque la parroquia está en frente de la Municipalidad.
Hago lo que me dice el hombre y camino unas cinco cuadras por la calle Yrigoyen, doblo hacia la izquierda y me "choco" con la Parroquia, como muy bien me instruyó aquel caballero.
Veo a la gente inmersa en su tarea, hay pequeños negocios. Almacén, verdulería y hasta un pequeño barcito. Me siento observado, debe ser por mi apariencia. No he dormido ni tampoco higienizado en estos últimos días.
Tengo demasiada sed y la boca reseca. Mis labios están cuarteados por el calor y la creciente deshidratación. Siento una gran opresión en la boca del estómago y suma un síntoma más a mi calvario. Me aferro con fuerza a la valija, respiro hondo y me encamino hacia la entrada.
Subo las escalinatas de la parroquia, se la ve demasiado descuidada y pequeña. La fachada es de machimbre de color blanco y la pintura se está descascarando. Los macetones de los costados están llenos de maleza que opacan la belleza de las flores del lugar.
Abro la puerta de entrada de la humilde parroquia y ésta cruje como todas.
Contemplo la sencillez del lugar atónito. Tiene un pequeño altar con el mismo Cristo crucificado que en la de Buenos Aires, su mirada gacha y en pena me da escalofríos, las gotas de sangre en su frente, imagino su martirio, su sufriendo y su pena para salvarnos.
-Salvarnos -susurro, acercándome al altar.
Paso mis dedos por los bancos y están impecables, ni una partícula de polvo. Gregoria estaría satisfecha.
La puerta lateral se abre y me pongo en alerta.
Levanto la vista y me encuentro con un morocho que arruga la frente al verme.
-¿Jeremías?
Cierro los ojos por unos segundos disfrutando del sonido que produce su voz.
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