Capítulo 3: El paseo
Me quedo unos minutos en la misma posición que me dejó Delia, antes de la interrupción que hizo mi madre, recapacitando mis acciones.
Miro hacia mi escritorio y agradezco a Dios que no haya visto los dibujos que habían hecho la noche anterior. Todos y cada uno de ellos con la misma forma, con la misa silueta y la misma esencia.
Voy directo a ellos y los hago añicos. Estos quedan esparcidos en toda la habitación gracias a la ventolina que ingresa de la ventana.
Apoyo mi cara en el escritorio y duele un poco por el golpe recibido de Gregoria. Pero eso no es lo que más me duele. Quizá mi dolor radica en la falta hacia ella. Mi falta, mi pecado.
Maldigo mi mala fortuna, me maldigo a mí y maldigo a Lucas por aparecer en mi camino, en mi vida.
Tomo fuerzas y me levanto de donde me encuentro, tirando un poco mis rodillas ya que la sangre se secó y se está formando una pequeña costra.
Observo los fideos fríos en mi escritorio y me apena tanto la preocupación de Delia hacia mí. Ella solo quería hacer sentirme mejor, y en verdad que no lo merezco.
¡Por el amor de Dios! Ya no soy un niño, pero no lo comprende. No debería invocar a Dios, siendo una persona pecadora.
Me dirijo al cuarto de baño y decido darme una ducha, tendré que pedirle a Delia que me prepare algo de agua caliente. Me miro al espejo, y me veo desalineado. La gomina no duró lo que esperaba. Nada es lo que espero.
Y me observo con detenimiento. Acerco mi cara al golpe que me dió Gregoria y es uno de los tantos, podría haber sido mucho peor.
Me veo tan delgado y sucio. Y no es que no me haya higienizado. Lo sucio y la putrefacción vienen de otro lugar. De mi ser impuro y pecaminoso.
Sé que arderé en el infierno. Sé que seré torturado hasta morir y que Gregoria estará orgullosa por eso.
Desvanezco ese pensamiento de inmediato y mi reflejo me recuerda lo infeliz que soy. Sonrío sin ganas y llevo mis manos a mi garganta y luego a mis labios cierro los ojos por unos segundos y él vuelve a mí. Como ráfagas, como dagas filosas adentrándose en mi piel, en mi carne. Imagino sus labios carnosos y prohibidos recorriéndome el cuerpo. Mi cuerpo reacciona ante tal pensamiento y siento un hormigueo recorrerme entero.
¡Basta!
Tengo que terminar con esta desfachatez.
Me pongo algo de ropa, sin abrochar mi camisa y salgo de la habitación, enfurecido por donde se dirigen mis pensamientos. Bajo las escaleras en busca de Delia, para que caliente agua por mí. Necesito un baño, agua caliente; eso hará que me relaje. Aunque sea, solo por un momento. Camino unos pasos hacia el pasillo hasta llegar a las escaleras, bajo los escalones a toda prisa. Delia se asombra al verme, me llama la atención su expresión, frunzo el ceño y miro de costado confuso.
—¿Qué pasa? —indago.
—Tienes visitas, mi niño —responde, nerviosa.
Pongo mi vista hacia la sala. Y la sobrina de la señora Ofelia se para al instante al verme. Si mi madre me viera en estas condiciones estaría muy enfadada.
Abrocho los botones de mi camisa enseguida, con una rapidez que me sorprende, pongo la camisa adentro del pantalón y me dirijo a ella.
—Señorita —Me inclino, y ella extiende su mano hacia mí con intenciones que la bese. Me quedo unos instantes quieto pensando si besar su mano o no. Hago lo que intuyo que quiere y me decido por besarla en el dorso de su mano, ella sonríe tímida ante mi cercanía.
Tiene puesto un bello vestido blanco con flores color rosa que le llega a la rodilla, no lleva medias finas como mi madre y en la parte de arriba, tiene un volado hecho de puntilla blanca.
La señorita sonríe tímida. Aunque no sabría decirlo con firmeza.
—Por favor, llámeme María.
—¿Vino usted sola? — pregunto, ya que no veo a nadie a su alrededor.
—No, con mi tía Ofelia, pero ella se fue con su madre al escritorio —responde, pronunciando cada palabra con lentitud y coquetería.
¡Ah!
¿Y ahora qué haré con esta muchacha?
Los dos estamos nerviosos e incómodos. Hay un silencio que podría cortar cualquier cosa que se le proponga. Esto es tan embarazoso. Me sudan las manos y me las refriego con disimulo.
—Les traje algo para tomar —nos dice Delia.
Ella aparece con una jarra llena de limonada fresca en una bandeja de plata. Imagino que fue mi madre la que ha obligado a sacar la platería, con una vanidad innecesaria.
—Porque no la llevas a ver el jardín, mi niño. O a la caballeriza. —Delia toca mi mentón y quita su mano de inmediato, ya que tiene prohibido hacerlo delante de las visitas, delante de Gregoria. Delante de todos.
Ella debe ser cariñosa solo cuando estamos a solas. Otra regla de mi madre.
Abre grande los ojos al darse cuenta de lo que acaba de hacer. La miro negando con la cabeza haciendo una sonrisa.
—Me encanta la idea —expresa, la señorita llena de entusiasmo dando un pequeño salto en su lugar aleteando sus palmas en forma de aplausos.
Delia se aleja apenada y se queda en la arcada que conecta el comedor con la sala.
—¿Está lista? —pregunto a la señorita.
Ella asiente emocionada. No lo entiendo, solo iremos a caminar. La tomo del brazo y ella me sonríe accediendo.
—La limonada estaba deliciosa —susurro a Delia, mientras me alejo. Ella sonríe en respuesta a mi cumplido.
El día está precioso, no hay ni una sola nube; pero sí algo de viento, los rulos rojizos se le sueltan de su peinado prolijamente recogido. Caminamos hacia la caballeriza, y ella me suelta emocionada una vez más al ver el pequeño potrillo de mi yegua Azúcar. Azúcar es una yegua que me la regaló mi abuelo, lleva con nosotros muchos años. Ella es preciosa al igual que su potrillo.
—¿Puedo tocarla? —asiento con la cabeza y pongo mis manos en los bolsillos y me alejo unos pasos. Azúcar es dócil y cariñosa.
La señorita está encantada, y me alegra que así sea. Por lo menos eso la distrae y no está encima de mí. Me pone muy nervioso que esté tan cerca y quiera tocarme.
¿Por qué ella querría tocarme?
—Su madre me invitó a su cumpleaños el próximo domingo —dice de espaldas, tomándome desprevenido.
¿Qué? ¿Por qué mi madre haría eso?
Me formulo la pregunta, y al instante la contesto yo mismo.
—¿Y, usted qué respondió? —pregunto, tratando de disimular mi frustración.
—Que estaba encantada y agradecida por su invitación. Ella se alegró por mí —comenta, entusiasmada. Y su mirada me incomoda.
No lo dudo. Dirijo mi mirada hacia un costado tratando, una vez más, de ocultar mis emociones.
—¿Qué es esa expresión? Es de muy mala educación ese tipo de gesto hacia una dama.
—Lo lamento tanto.
No sé cual habrá sido mi cara, pero de seguro que no fue nada bueno.
—No se haga problema fue una broma —expresa, divertida y yo respiro—. ¿Le puedo hacer una pregunta?
—La que quiera —respondo impaciente.
Todo este circo es una tortura sé que ella no tiene la culpa, ella es muy amable, pero quiero que esto termine de una buena vez.
—¿Usted...?
—Llámeme Jeremías por favor, me hace sentir mayor que me trate de usted —la interrumpo— ¿Qué me iba a preguntar?
—No es nada.
Está inquieta, y manda señales que no soy capaz de descifrar ¿Qué quiere saber?
—¡Niño Jeremías! —grita, Jorge. Los dos nos volteamos. Y el pobre hombre viene corriendo hacia mí.
—¿Qué sucede? —pregunto, acercándome a él.
Se agacha recobrando el aliento, tomando sus rodillas.
—El muchacho —expresa, agitado.
¿El muchacho? ¿A qué se refiere?
—¿Quién?
—Niño, el muchacho trigueño. El monaguillo —afirma.
¿Lucas? ¡Lucas! ¿Qué hace acá? No debería estar acá, mi madre se pondrá furiosa, más que furiosa; colérica, si lo llegase a ver.
La señorita se acerca a nosotros.
—¿Ha ocurrido algo? —indaga con preocupación.
—No— digo, nervioso de nuevo sin mirarla.
Tengo toda mi atención puesta en dirección a Jorge, pero no dice más nada. Miro hacia el mismo lugar donde apareció el jardinero, y allí entra él. Lucas. Se me seca la boca al verlo. Viene a paso lento, sin ninguna preocupación. Con las manos en los bolsillos, lleva una camisa de color manteca, con los primeros botones desabrochados, dejando al descubierto su vello, tiene puestos tiradores y pantalón marrón oscuro. El viento, despeina sus rulos. A lo lejos busca mi mirada y me encuentra al instante. Trago con dificultad, y no puedo despegar la mirada de él, es tan sugestivo, tan prohibido.
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