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Capítulo 26

Mi corazón se fue tras de sus pasos
El pobre estaba hecho pedazos
Y entre mis manos, mis manos yertas,
las esperanzas quedaron muertas
Si hay algo que jamás yo te perdono es que olvidaste aquí, con tu abandono, eso tan tuyo, ese algo tuyo que envuelve todo mi ser...

Roberto Goyeneche.

Me encamino hacia la iglesia y ruego a Dios que Gregoria no se haya percatado de mi ausencia.

Joaquín viene detrás de mí y aunque él no tiene la culpa, ayuda a que mi humor siga empeorando.

-¿Recuerda algo de Mendoza? -pregunta esperanzado.

-Sí, pero nada de usted -suelto de muy mala gana.

-¿Usted? ¿Jeremías, por qué me tratas de usted?

-Es que no lo conozco o mejor dicho no lo recuerdo.

-No te preocupes ya te vas a acordar.

Entramos​ a la parroquia, por la misma puerta lateral donde había salido hace un momento y María me observa y arruga la frente.

-¿Te sentís mejor? -susurra.

Asiento con la cabeza.

La verdad que no lo recuerdo y en este instante me importa muy poco el recordarlo o no.

¿Qué quiere?

Pide hablar con mi padre y espera a que termine la misa y se encamina a él.

No veo a Lucas por ningún lado. Se fue y creo que es lo mejor.

¡Se va! ¡Se va, Jeremías!

¿Y qué puedo hacer al respecto?

¡Nada!

María viene a mí y se la ve tan feliz. Ella está radiante, su traje amarillo patito le queda pintado. Tiene puesta una bella capelina que resalta sus rasgos. Es tan preciosa.

-¿Qué pasa? -pregunta y toca mi antebrazo.

-Se va.

-¿Lucas?

Asiento con la cabeza.

-¿A dónde?

-¿Vos no sabías nada? -niega con la cabeza-. A Misiones.

-¿A Misiones? ¿Por qué tan lejos?

-No tengo la menor idea. Vos debes saber algo. ¿No escuchaste nada?

-Si supiera algo de Lucas sería la primera en decirte, Jeremías -Lleva su mano al pecho y finge estar ofendida. Yo me cruzo de brazos.

-Mostrame esos hermosos dientes. -Se saca la capelina y se acerca a mí y apoya su frente a la mía juguetona. Reprimo una sonrisa.

Escuchamos que carraspean.

-¿Interrumpo?

Nos separamos de inmediato y el juego finaliza.

-Papá ¿Pasó algo?

-No, es que... -respira hondo-. Tu madre te llama.

-Ah.

Observo a María y está inquieta ella agacha la cabeza y apenas mira a mi padre en cambio él no le quita la mirada.

¿Qué está pasando?

-¡Ernesto! -Gregoria llama.

¿No me llamaba a mí?

-Si me disculpan. Mi padre se aleja y se encamina a Gregoria. Ella sostiene a la pequeña en brazos.
Ellos se quedan intercambiando palabras y por la efusividad de mi madre presiento que no es nada bueno. Ella aprieta los dientes y su mandíbula se tensa. Ella solo sabe disimular de esa manera. Sé que está cabreada. La conozco muy bien.

-Yo también me voy -interrumpe María.

-Vos y yo tenemos que hablar -ordeno mientras la tomo del brazo.

Levanta las cejas y me señala con la cara algo. Me doy vuelta y él aparece. Se queda conversando con Miguel este asiente y él se retira. Se voltea mientras se aleja y me observa mientras lo hace.

Estoy petrificado, tengo la boca seca y trago dificultad.

-¡Jeremías! -me llaman-. Pongo mi vista a la voz que me nombra. ¿Hijo? Vamos a la finca.

-Prefiero caminar si no es molestia. ¿Sabe qué es lo que quiere Joaquín?

-Sí, cosas sin demasiada importancia.

¿Sin importancia? Vino hasta aquí, ¿solo para nada? No me convence lo que dice mi padre.

-Si usted lo dice.

María va detrás de Ofelia y Don Justino. Juan Cruz tiene a la pequeña en brazos y mi madre está hablando con Miguel.

Aprovecho la ocasión que todos están distraídos y me voy hacia la parte de atrás de la parroquia.

Escucho que los autos arrancan y eso me da la pauta de que estoy solo. Me siento en las escalinatas. Saco de mi bolsillo un cigarro que tenía armado y lo prendo.

Observo el cigarro y sonrío como un idiota.

Su boca cerca de la mía.

"Aspirá"

"Ahora largalo"

Se viene a la mente una vez más nuestra noche en el albergue. Y son de esos recuerdos, lindos y amargos al mismo tiempo. No fue hace mucho que estuvimos juntos. Qué me enseñó el camino, un camino que estaba dispuesto a recorrer juntos.

Me muerdo el labio inferior incrédulo.

Río sin ganas.

Una vez consumido mi cigarro emprendo viaje hacia la finca.

Siento el cuerpo más pesado que otros días.

¿Será la humedad? ¿Será que sé que no voy a verlo más?

Puede ser un poco de ambas.

Una vez en la finca la fiesta está en todo su esplendor. Mi madre ama las fiestas pomposas y yo las detesto con toda el alma.

Tengo demasiado calor. Subo a mi habitación y me saco el traje. Me gustaría quedarme aquí todo el día, la semana, meses.

Comienzo a desvestirme y ponerme ropa más cómoda. No encuentro mis zapatos, quiero los otros de color marrón pero no los encuentro. Busco debajo de la cama y nada. Abro mi armario y comienzo a revolver debajo. Y me encuentro con la caja. Él me dió su caja pero no la llave. Tendré que romperla.

Mis sospechas son que el abuelo tenía una amante. Creo que no tiene nada de malo de hecho se quedó con la abuela. ¿Por qué pedía en su lecho de muerte que lo perdone? ¿Por qué yo? Y no Juan Cruz. Él no estuvo. Es probable que si el hubiese ido también le hubiese pedido que lo perdone.

Sigo buscando y me encuentro con el sobre que me dió Teresa. Decido de una vez por todas terminar con todo este misterio. Está sellado con cera y rompo el papel.

Golpean la puerta.

-¡Niño! -Delia llama.

-Voy -grito. Todavía estoy a medio vestir. Solo tengo puesta mi camisa sin abrochar, la bermuda y un solo zapato.

-¿Qué hace así vestido?

Miro hacia mi cuerpo.

-No encuentro mi zapato. ¿Usted lo vió? -digo y me hondo de hombros.

-Está en el lavadero.

-¿Y que hace ahí?

-El otro día pisó caca, mi niño -explica-. Ahora se lo alcanzo. Su madre anda preguntando por usted.

-Lo imaginé.

-Le digo que en un momento baja.

Asiento con una sonrisa en el rostro.

-¿Usted está mejor? -pregunta e instintivamente agacho la mirada. Ella me corre el pelo de la cara y me acaricia la mejilla-. No agache la mirada. No está mal sentirse triste de vez en cuando. Pero que no se le haga costumbre se lo digo por experiencia.

-¡Delia! -mi madre llama.

Ella me suelta y baja rápido las escaleras.

-¡Voy señora!

Voy hacia el lavadero ya que Delia no me trajo mi zapato.

Mi madre preparó un gran almuerzo invitando a la misma gente desagradable que para su cumpleaños.

La pequeña Eva estuvo muy llorona toda la jornada. Debe ser porqué pasa de brazo en brazo. Incluyendo los míos.

-¿Qué sucede, preciosa? Ella se refriega los ojos con sus pequeñas manos.

Beso su frente y noto que está muy caliente. Delia pasa cerca de mí y la llamo.

-Creo que Eva tiene fiebre -comento.

-Démela. Vamos a lavarle la cara y cambiar ese atuendo. Hoy es un día muy caluroso -comenta ella.

-¡Delia! ¿Qué hace con la niña?

-Señora creo que tiene fiebre -dice, preocupada-. La iba a refrescar.

-¿Y a usted quién le dió permiso? Para eso está Emilia. A usted se le paga por hacer otras cosas.

-Madre, no es necesario todo esto. Déjela que la refresque.

-¿Y a usted quién le dió vela en este entierro? ¿Dónde andaba? 

Me mira de arriba hacia abajo levantando las cejas.

-Me fuí a cambiar.

Mi madre le saca a Eva de los brazos de Delia y se encaminan a la mesa principal.

Estamos al aire libre y hay unas cinco mesas repleta de comida y bebidas. Cómo siempre mi madre ostentando su dinero.

Mi madre le hace señas al fotógrafo y luego a nosotros para que nos acerquemos a la mesa familiar.

Una vez todos reunidos la pequeña Eva comienza a vomitar todos se sorprenden. Es sólo una bebé indispuesta. Mi madre le pasa la niña a mi padre y se va hacia la casa asqueada.

Yo solo pienso en Eva, que no se siente bien. Juan Cruz, se retira también maldiciendo que ensució sus zapatos. Yo me acerco a mi padre.

-Deberíamos llamar al médico. Eva no está bien.

Mi padre asiente con la cabeza.

Delia se nos acerca.

-Démela, Ernesto -pide y me padre se la entrega de inmediato.

Mi padre anuncia que la fiesta ha culminado que la pequeña se descompensó.

Ella entra a la cocina con la niña en brazos y yo voy detrás suyo.

-Jeremías ayúdeme. Vamos a bañarla. Pobre criatura -dice Delia por lo bajo.

Lleno un tacho con agua fría

-Ponga un poco de agua caliente de aquella olla -expresa y me la señala con el mentón mientras continúa desvistiendo a la bebé.

Coloca a la pequeña. Ella comienza a llorar con fuerza y mi corazón se estruje. Mojo su cabeza y acaricio su mejilla.

Estos tachos son muy grandes caben dos cerditos tranquilamente. Están hechos de chapa o algo por el estilo.

-Va a estar todo bien, preciosa. Es solo un mal día. Solo eso. Ella me mira y su llanto disminuye.

-Eres un gran hermano mayor. Serás un gran ejemplo para ella, Jeremías. Ella seguirá tus pasos.

Solo deseo que no lo haga. Qué no siga mi camino.

Mi padre entra a la cocina un poco agitado.

-Ya mandé a llamar al médico. ¿Cómo está mi niña? -Él se encuentra preocupado por Eva. Y yo también lo estoy. Está muy decaída. Es tan impropio en ella.

Golpean la puerta.

Solo deseo que sean buenas noticias.

-¿Hijo?

Apagado el cigarro y corro hacia la puerta.

-Delia, ¿tiene alguna noticia de la pequeña?

-Aún nada. Vino Joaquín a verlo.

-Dígale que no estoy Delia, por favor.

-Ya le dije que te estaba. No me haga mentir.

-Enseguida bajo, dígale.

Él se aparece detrás de ella, me sorprende y me frustra su atrevimiento.

-¡Jeremías, que bueno verte!

Entra a la habitación sin que le dé permiso y Delia se retira sin decir nada.

-¿Qué lo trae por estos lugares? -pregunto, tratando de ser amable.

-Vine a verte.

-¿A verme?

Asiente con la cabeza.

-¿Le puedo hacer una pregunta?

-La que quiera.

-¿Dónde se hospeda?

-En una pensión cerca del conventillo ¿Lo conoce?

-Fui un par de veces.

Y fueron más que suficientes, con Lucas siempre lo es.

-¿Qué es eso tan importante que lo trajo hasta aquí? -mi pregunta lo sorprende.

-Cuando volví a la finca y me enteré que el abuelo había fallecido... él fue tan bueno con mi familia, y demasiado permisivo con mi padre -Agacha la mirada y se queda en silencio-. ¡No puede ser que no te acuerdes de mí! ¿Cuánto tenías cuándo viniste a Buenos Aires? ¿Cuatro? ¿Cinco?

-Estaba por cumplir seis.

-Más a mi favor. Crecimos juntos, hasta que tú ...

Escucho ruidos y él se queda en silencio.

-¡Delia! ¡Delia! -mi padre la llama desesperado.

Bajo las escaleras a toda prisa y voy hacia él.

-¡Papá! ¿Qué pasó? ¿Cómo está Eva?

-Hijo. Se apoya en mis hombros-. Sigue igual. Tenemos que quedarnos con ella.

-Yo voy con ustedes.

-No, hijo, por favor quedate acá. Te necesito acá. ¿Juan Cruz?

-Creo que salió.

-¡Delia! -vuelve a llamar.

Joaquín baja las escaleras y se queda a un costado. Mi padre lo mira serio. Pero no dice nada.

Al cabo de unos segundos Delia aparece.

-¿Ernesto, cómo sigue todo?

-Delia por favor, prepare ropa mía y de Gregoria y algún refrigerio rápido.
Hijo, ve a la casa de Miguel y llamalo. Decile que venga con suma urgencia, necesito de sus plegarias. Decile que lo espero hasta tres.

¿Yo tengo que ir?

-Yo te acompaño -dice Joaquín.

-Prefiero ir solo -sueno rotundo. Mi padre se va a la biblioteca.

-Vengo en otro momento -expresa Joaquín un poco apenado.

-Creo que es lo mejor -confieso.

Me encamino hacia la puerta y mi padre me llama.

-¡Jeremías! Llevate el coche. -Y tira las llave y las alcanzo en el aire.

Me subo al auto y todos eso recuerdos de mi noche en el albergue aparecen centelleantes por mi mente.

Arranco el auto y me encamino hacia el conventillo. Pensé cruzarme a Joaquín por el camino pero no lo veo por ningún lado.

Una vez en la casa de Miguel el estómago comienza a dolerme.

No quiero verlo.

Respiro hondo y bajo del auto, tomando valor. Qué en este momento es nulo.

Golpeo las manos y veo que alguien se asoma de la ventana.

Pasan unos minutos y Lucas sale de adentro de la casa.

-¿Está Miguel? -pregunto antes de que diga algo.

-Sí, pasá. Está adentro.

-Prefiero esperarlo afuera.

-Está por llover, Jeremías. No seas terco.

Esquivo con todas mis fuerzas su mirada y me concentro en ignorarlo.

Está de musculosa blanca y lleva puestos tiradores. Lucas es hermoso en todo momento.

Se queda en la entrada y me extiende su mano dándome a entender que ingrese a la vivienda, él se queda en el umbral de la puerta viéndome fijamente.

Contengo la respiración cuando se acerca a mí.

Cierra la puerta con llave. Y se queda en un rincón con las piernas cruzadas.

-¿Podés llamarlo?

-¿A quién?

-A Miguel -expreso con fastidio.

-No está.

-En ese caso me voy. 

Me acerco a la puerta y él se pone delante de mí.

-Vas a tener que pasar sobre mi cadáver.

-¿A qué estás jugando, Lucas?

Se apoya en la puerta y niega con la cabeza.

-¿A qué estoy jugando? 

-¿Querés irte? Mírame a los ojos y decime que te querés ir. Decime a los ojos que me querés dejar, Lucas. ¡Decilo! -grito con desespero. 

Él se queda en silencio con la mano apoyada en su cadera, mientras intento sin éxito abrir la puerta. 

Estoy cansado de sus juegos. De sus malditos juegos.

Lo agarro de la cara, apretando sus mejillas lo acerco a mí.

-Me quiero ir, Lucas.

Él se suelta de mi agarre y me besa. Yo opongo resistencia y me aparto de él.

Forcejeamos y arranca los primeros botones de mi camisa. Nos quedamos inmóviles. Hasta que me agarra la cara y me lleva a su boca. Sigo resistiéndome, debo hacerlo. Hace más fuerza, abre su boca y yo en un intento de tomar aire hago lo mismo.
Nuestras lenguas se encuentran sedientas, necesitadas una de la otra. Presiona mi nuca y me trae más a él.

Comenzamos a besarnos con desespero, lujuriosos llenos de pasión desmedida.

No quiero dejar de hacerlo, quiero morir y resucitar en su boca como el mismísimo Jesús Cristo.

Lleva sus manos a mis nalgas y me presiona a su erección, gimo en respuesta a su brusquedad. Toca mis pectorales y rozando con sus pulgares mis tetillas, vuelvo gemir pero esta vez más fuerte, más ronco. El cierre del pantalón comienza a molestar a mi creciente erección, presiona mis costillas con sus manos, sigue descendiendo y en ningún momento nuestras bocas se han separado.

Acaricio su erección con él pulgar y él sonríe en mis labios.

Se separa y se agacha frente a mí.

Estoy demasiado agitado y demasiado excitado. Mi parte racional dice que me vaya, pero no quiero hacerlo. Estoy ciego, ciego de amor. 

Él me observa igual agitado que yo. Y comienza a desnudarme, algo que tanto le gusta hacer.

Saca con fuerza mi cinturón, baja el cierre, mete su mano tibia en mi bragueta y despoja mi erección. Se humecta los labios y se lo lleva a la boca. Juega con mis testículos. Y yo me aferro a las paredes. Mi miembro desaparece de su boca, lo raspa con los dientes.

Sigo ciego. 

Grito. Gimo. 

Lo tomo de la nuca y comienzo a moverme, de una forma bestial, carnal. Aprieto los dientes y me hundo con saña en su boca.

Gimo con ímpetu en cada embestida.

Dándole todo de mí. Él no se queja. A él le gusta.

Rasguña mis nalgas y yo lo embisto más y más. Tiro de su pelo con fuerza, él me deja hacerlo. Y deposito todo mi semen en su boca.

Me acomodo la ropa sin mirarlo, me doy media vuelta, abro la puerta y salgo de su casa, dejándolo todavía de rodillas.

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