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Capítulo 25

Ten compasión de mí, oh Dios,conforme a tu gran amor; conforme a tu inmensa bondad, borra mis transgresiones. Lávame de toda mi maldad y límpiame de mi pecado.

 Salmos 51:1-2  

Me alejo de él. Y sus palabras me resultan demasiado chocantes, demasiado dolorosas. Es como sentir que tu piel se desprende de tu cuerpo. Quizá mi alma ha sido devastada, o solo quizá sea yo.

—Jeremías.

Estoy confundido demasiado de hecho. No comprendo lo que me dice. Sus actos se contraponen a sus palabras.

¿Qué estoy haciendo acá? No debería haber venido. Nada de lo que dice tiene sentido.

—Jeremías— me vuelve a nombrar.

Levanto la vista.

—No comprendo. No te comprendo —Expreso perdido.

—Es lo mejor. Para vos, para mí.

—¿Qué se supone que tengo que hacer?

—Nada.

—¿Nada? Entonces venir hasta aquí. Arriesgarme de la manera que lo hice no lo valió. Valió "nada".

—No dije eso, Jeremías.

—Es una decisión que la vengo evaluando hace ya tiempo.

—¿En qué momento?

—El estar solo en Mendoza me dí cuenta que hay muchas personas que necesitan de mi ayuda. Y decidí encomendarme a Dios. Ya estoy grande para ser monaguillo en unos meses cumplo veinte y que esté todavía en la iglesia es gracias a Miguel.

—Yo también te necesito, Lucas —confieso.

—No digas eso.

—Entonces... ¿Todo esto es mentira?

—¡No! —Viene a mí y me toma de la cara con las manos. No lo quiero mirar, su contacto me lastima—. Jamás mentí con respecto a mis sentimientos hacia vos. Todo lo que hice fue a conciencia y no me arrepiento de nada. Absolutamente nada de lo que hice. Mis mejores días son los que pasé con vos en Mendoza.

Siento como si esto fuese una despedida y creo que lo es.

¿Todas son así de dolorosas? ¿Todas duelen de esta manera?

—Mirame, por favor.

Levanto la vista y mis ojos se encuentran con los suyos. Intento con todas mis fuerzas retener mi llanto pero no lo consigo.

—No, por favor no llores.

Mis lágrimas caen por mis mejillas, siento el gusto salado de mis propias lágrimas. Me siento patético.

Soy débil. Débil de cuerpo y alma.

Gregoria tiene razón en todo lo que dice de mí. Todo esto es una pérdida de tiempo. Nada de esto es correcto y yo estoy aquí en este conventillo llorando como un maldito marica. Una persona que nació torcida y descarriada eso es lo que realmente soy.

¡Basta!

Hasta aquí he llegado. Todo tiene un límite y yo transgredí todos y cada uno de ellos.

Me suelto de mala gana de su agarre.

Camino hacia la puerta, ciego de dolor.

—Esta va a ser la última vez que estemos solos en una habitación. Jamás vas a volver a verme así, Lucas. Que quede en tu conciencia el daño que me estás provocando. Me arrepiento de todo lo que vivimos juntos.

—No digas eso, Jeremías. Yo... — se interrumpe y mira hacia el suelo.

—¿Vos qué? —grito lleno de rabia.

—Yo te amo.

Voy directo a él.

—No vuelvas a decir una cosa así ¿Escuchaste? —expreso apretando los dientes, lleno de furia-. Vos no sabes lo que es el amor, Lucas.

Salgo del conventillo peor de lo que vine. No tengo la menor idea de la hora. Y apresuro el paso.

Comienzo a correr con una necesidad asfixiante. Siento la angustia en la garganta estrangulándome.

Tras varios minutos corriendo llego a la finca de María y como habíamos acordado, ella me espera en el jardín de invierno.

—Hola —digo, con pocos ánimos y todavía agitado por la corrida.

—¡Por fin volviste! ¿Qué pasó, Jeremías?

Voy hacia ella y la abrazo con fuerza. Ella acaricia mi espalda y trato con todas mis fuerzas, que a esta altura son muy pocas, retener mi llanto.

—Hablame, Jeremías —pide todavía abrazados.

Me separo de María.

—Él se encomendó a Dios, -digo jugando con mis pulgares nervioso y enojado.

—Cómo? —pregunta arrugando la frente.

—Lo que oíste. Él quiere ser cura o algo así. Dijo que había gente que lo necesitaba y por eso se encomendaba a Dios.

—¿Y vos?

—Y yo ¿qué?

—¿Qué va a pasar con vos?

No sé, y ya no quiero hablar, el poco ánimo que tenía se desintegró al igual que mi corazón.

—Seguro que está confundido. Y puede ser también que le tenga miedo a tu madre. ¿No te lo pusiste a pensar?

—Gregoria dijo que me iba a mandar a España si nos llegaba a ver una vez más juntos.

—¿Vos crees que sea capaz de algo así?

—No lo sé. Mi padre no lo permitiría.

—Sí, tu padre tiene un gran corazón.

—¿Qué te sucede con mi padre? Cada vez que lo nombras se te hacen unas "cositas" en los ojos— pregunto con fastidio.

—Nada, Jeremías. Lamento todo esto en serio.

—Yo también. Perdón. Estoy realmente alterado.

De verdad que lo lamento.

—¿Querés comer algo? Le pido a Juana que prepare algo rápido.

—Te lo agradezco quisiera irme a mi casa si no te molesta.

—Está bien.

—Gracias por ayudarme.

-Para eso somos amigos. ¿No te parece?

Asiento con la cabeza.

Una vez en la finca voy directo a mi cuarto. Mientras subo las escaleras me cruzo a Juan Cruz.

—¡Hola, hermanito! ¿Viste al monaguillo hoy? — indaga petulante. Su cara me da asco.

No estoy para sus burlas.

Lo tomo de la camisa y aprieto mis dientes con rabia.

—¿Cuándo va a ser el día que me dejes en paz?

—¡Jeremías! —Grita Gregoria—. ¡Soltalo!

—Te salvó tu "mamita". ¿Quién es el marica ahora?

Voy directo a mi cuarto ignorando los retos de Gregoria hacia a mí. Nada de lo que diga me interesa, si ella quería separarme de él lo ha conseguido.

Sigue golpeando la puerta con los puños. Ignoro sus golpes y sus gritos. Ya nada me interesa.

Armo un cigarro y me siento en el balcón.

Dios me regala un hermoso atardecer, los colores van del violeta al naranja. Una hermosa vista es la que brinda, digna de apreciar. Si no fuera porque mi ánimo está hecho trizas me pondría a dibujar.

El cigarro se consume en mis dedos. Y así estoy yo. Así me siento. Consumido. Rendido.

¿Tanto duele? ¿Es normal que duele de esta manera?

Me lo merezco por haber pecado. Este es mi castigo.

No he comido nada en todo el día y siento una terrible puntada en el pecho. Cómo si alguien me estuviese acuchillando.

—Golpean la puerta.

Hijo, ábrame por favor. No comió nada en todo el día. Sé que está despierto.

¿Cómo lo sabe?

—No tengo hambre. Gracias, Delia.

—Por favor, ábrame.

Qué mujer tan terca y tediosa.

Me levanto del suelo y abro la puerta de mala gana.

En sus manos tiene una bandeja con sopa, jugo de naranja y florero pequeño con un jazmín recién cortado.

Cómo conoce mis gustos esta mujer.

—Le hice un poco de sopa de arroz como a usted le gusta -informa con su voz tan cálida como siempre.

—No tengo hambre.

Me hace sentir un niño malcriado, que en verdad nunca lo fui.

—Pruebe una cucharadita, por lo menos.

Deja la bandeja en el escritorio. Y me observa cautelosa. Pone sus manos cruzadas delante de su delantal.

—¿Qué pasó con su hermano?

—Nada, ya sabe cómo es. Siempre me molesta.

—Pero usted no es así. ¿Por qué reaccionó de esa manera?

Me quedo en silencio sin saber que decir.

—No estoy bien, Delia. Eso es todo.

—Ya veo ¿Es por su abuelo?

—No.

Por favor confíe en mí. Hable conmigo.

Las peticiones de Delia me ponen incómodo.

—¿Es por su amigo que se encuentra así? —indaga cautelosa.

La miro pero no contesto nada.

—¿Es eso verdad?

Niego con la cabeza.

Ella se acerca a mí y me lleva hacia la cama. Me toma de la mano y la acaricia. Tiene puesta su mirada en mi mano y no dice nada.

—Yo...

—Ella levanta la vista de inmediato.

—Yo... —carraspeo—. Me enamoré, pero no es correspondido. Es todo.

Pongo mi mirada hacia la ventana ya está anocheciendo.

—¿Y, por eso está así?

Asiento con la cabeza, mordiéndome el labio inferior.

No debo llorar. Tengo que ser fuerte de una buena vez por todas.

Ella palmea mi mano.

—El amor a veces es un poco complicado, hijo. Creo que las personas lo hacemos complicado. No debería sufrir. Usted no se lo merece. El amor y la muerte son cosas inevitables en esta vida. El amor es algo maravilloso. ¿Puedo saber quién es esa persona?

La miro directo a los ojos y niego con la cabeza.

—¿Conozco a esa persona?

Asiento.

—Creo que debe tomar distancia y recapacitar un poco. El amor no es algo de todos los días. Si realmente esa persona lo ama, va a volver a usted. Y si no vuelve es que nunca lo amó.

Frunzo el ceño tratando de darle algo de forma a lo que dice Delia.

—No lo torturo más. Coma algo, por favor. Hágalo por mí.

—Está bien. Comeré por usted.

—Así me gusta.

Sus palabras alivian mi espíritu mal trecho. Siempre su calidez y afectividad no me hacen sentir tan solo. Y, por un lado, aunque no le haya contado todo, me siento comprendido.

¿Qué pasará si le cuento a Delia de Lucas?

Creo que no podría soportar algún tipo de rechazo de su parte.

Ella sale de la habitación satisfecha, ya que pudo sacarme algo de información.

Estamos todos reunidos en la Parroquia, hoy bautizan a la pequeña Eva. Está tan bonita con su vestido blanco y su moño de encaje en la cabeza.

Mi madre como siempre está impoluta. Lleva puesto un traje de color celeste, hermosa, como siempre. Mi padre, Juan Cruz y yo tenemos un traje similar.

La idea de volver a la iglesia me inquieta e incómoda. No tengo ganas de verlo. De hecho no quiero saber nada que tenga que ver con él. Ya mi semana ha sido de lo peor. Estuve muy disperso y demasiado fastidioso. Creo que con el tiempo voy a estar mejor. Y que todo esto será un amargo recuerdo que quedará grabado en mi memoria.

La misa al fin comienza. María se sienta a mi lado y me brinda una cálida sonrisa. Agradezco tenerla como amiga. Mi madre nos sonríe al vernos juntos. Ella me codea y yo le guiño un ojo.

El padre Miguel aparece.

—Bienvenidos a la casa de Dios para celebrar este bautismo. Que este encuentro con el Señor reavive nuestra fe y que su paz y alegría estén ahora y siempre con ustedes.

—Y con tu espíritu -todos respondemos al mismo tiempo.

—La comunidad cristiana los recibe con gran alegría. En su nombre, yo los marco con la señal de la cruz; y vuestros padres y padrinos los marcarán con la misma señal de Cristo Salvador.

Mis padres y los padrinos se acercan al altar.

E—n aquel tiempo, Jesús acercándose a los once discípulos, les dijo: "yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo los he mandado. Y yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo"

—Estimados hermanos: Roguemos a nuestro Señor Jesucristo por esta niña que va a recibir el Bautismo, por sus padres y padrinos y por todos los bautizados.

—Escúchanos Señor —decimos.

—Para que, por el misterio de tu Muerte y Resurrección, hagas renacer a esta niña y la incorpores a la santa Iglesia. Oremos.

—Para que, por medio del Bautismo y la Confirmación, los hagas fieles discípulos y testigos de tu Evangelio.
Oremos.

—Para que los conduzcas a la felicidad de tu Reino, por medio de una vida santa. Oremos.

—Para que ayudes a sus padres y padrinos a iluminar la vida de estos niños con el ejemplo de su fe. Oremos.

-Para que conserves siempre en tu amor a sus familias. Oremos.

-Para que renueves en todos nosotros la gracia del Bautismo. Oremos.

Tengo mi vista puesta en la pequeña y en mis padres. Los padrinos son la Señora Ofelia y Don Justino. Los míos y los de Juan Cruz no lo recuerdo.

-¿Estás bien? -susurra María.

-Sí, ¿por qué me lo preguntas? Hace una señal con el mentón y dirijo mi mirada a dónde me señaló.

Y ahí está él. Tiene puesto una camisa blanca y un pantalón negro, similar a la última vez que lo ví. En su mano derecha alcanzo a ver qué tiene un anillo en el dedo índice y el mismo Rosario que le cuelga en el cuello. Tiene una mirada distante.

Trato de enfocarme a la misa. Pero vista se posiciona donde él se encuentra.

-Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte.

-Amén.

-Todos los Santos y Santas de Dios. Ruega por nosotros.

-Que el poder de Cristo Salvador los fortalezca: en señal de los cual los ungimos con el óleo de la salvación, por el mismo Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Cierro los ojos y mis recuerdos me envuelven.

"Quiero que me sientas, Jeremías"

-¿Qué es esto Lucas?"

-Óleo de los catecumenos

-¿El que se usa en Bautismos?

-El mismo.

Su sonrisa pícara, sus besos.

-Amén -todos gritan. Y me devuelven a mi realidad. A mi maldita realidad.

Le ponen en el pecho el óleo de los catecúmenos a Eva.

Cierro los ojos una vez más y nuestra noche en el albergue aparece centelleantes en mi mente. Sus gemidos, su confesión. El delirio de escaparnos juntos.

"¿Qué te ata a Buenos Aires?"

"Quiero estar siempre así con vos, Jeremías"

Sus palabras resuenan una y otra vez. Una y otra vez.

Esto es una tortura.

-Oremos, hermanos -grita Miguel.

Siento que me falta el aire. Y decido salir de la parroquia.

-Permiso -pido.

-¿A dónde vas?

-No me siento bien, María. Me falta el aire.

-Voy con vos.

-Dejame solo -mi tono es demasiado duro.

Me escabullo y salgo hacia una puerta lateral de la parroquia.

El sol da directo en mi rostro y tomo una gran bocanada de aire. Me inclino y pongo mis manos en las rodillas como si hubiese corrido kilómetros.

Quiero gritar pero no hago y me quedo en silencio recobrando el aliento.

Siento unos pasos acercarse y veo unos zapatos negros con hebilla plateada.

-¿Te sentís bien? -preguntan.

Levanto la vista y me encuentro con un joven que ronda unos veinte o veinte dos años.

-Sí, gracias.

-¿Su gracia?

-Jeremías, ¿y el suyo?

-Mi nombre es Joaquín. Estoy buscando a la familia Sandoval de Robles, ¿Usted la conoce?

-Sí, yo soy un Sandoval de Robles.

-¿Vos sos Jeremías?

Viene hacia a mí y me da un abrazo bastante efusivo.

-Soy yo Joaquín -dice todavía abrazados.

Frunzo el ceño tratando de recordar.

Me separo de él y lo inspecciono.

-Soy el hijo de Raúl. Raúl el capataz de su abuelo.

-¿Joaquín? ¿Hermano de José? ¡Sí! ¡ya lo recuerdo!

-No se acuerda de mí ¿verdad?

-La verdad es que no. Lo lamento. ¿Qué lo trae por acá?

-Tengo noticias de Mendoza -dice Joaquín.

-¡Jeremías! -grita- ¿Y este quién es?

-No es de tu incumbencia. Nos podrías dejar solos, por favor.

Lucas me observa.

-¿Podemos hablar?

-Yo me retiro, Jeremías -dice Joaquín.

Lucas no aparta su mirada de mí y yo hago lo mismo.

-¿Jeremías? -cuestiona levantando las cejas- ¿De dónde te conoce? ¿Conociste a alguien?

-Deberías medir tus actos, Lucas. Ya no hay nada que nos une. Y tampoco sé si algún día lo hubo.

-Lo hay -afirma con demasiado ímpetu.

-No hables en presente. Ya no hay nada entre vos y yo.

-Salí de la misa porque no te ví y pensé que te había pasado algo.

-Eso no es asunto tuyo, Lucas.

Ruego a Dios que no diga más nada, porque no lo voy a poder resistir.

-¿Cómo estás? -pregunta y acerca su mano a mi rostro y yo me alejo de su contacto.

-No hagas esto -pido.

-Tenes razón, Jeremías. La semana que viene me voy a Misiones, quería que lo supieras por mí.

-Que tengas buen viaje -expreso reticente.

Me doy media vuelta y me encamino de nuevo a la parroquia. Dejándolo solo; solo con sus palabras y pensamientos.



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