Capítulo 22
—¿Cómo has estado, María?
—Bien, lamento lo tu abuelo.
—Gracias.
La agarro de la cintura y la separo de mí.
—¿Qué tiene? —pregunta.
—¿En dónde?
—En la cara.
Me muerdo el labio inferior en desaprobación absoluta. No estoy de ánimos para soportar a María. Estoy desganado y triste.
En este preciso instante pienso en él. En cómo habrá amanecido, si me odiará por haberlo dejado ¿Me perdonará algún día?
—¿Quiere caminar?
—¿Cómo sabía que ya había llegado?
Lo vimos entrar. Su finca está pegada a la nuestra, Jeremías. ¿Lo recuerda?
—Sí, no soy un tonto.
—Vamos —manda.
—Déjeme saludar a la señora Ofelia.
Me acerco a ella y la señora me pone la mejilla.
—Lamento lo su abuelo, niño. Mi más sentido pésame. Ha estado en nuestras oraciones su abuelo.
—Se lo agradezco.
La señorita María tironea de mi brazo y yo me alejo de Ofelia.
—¿A dónde quiere ir? —pregunto.
—Dónde quiera.
—¿En algún momento nos vamos a dejar de tratar de usted?
—No creo. Además, ya me acostumbré a hacerlo.
Nos dirigimos hacia la parte del parque, dónde mi madre tiene un pequeño jardín y unas hamacas Me recuerda cuando lo ví a Lucas besándose con esa señorita que no recuerdo el nombre.
—¿Qué sucede está muy pensativo?
Ella me agarra del brazo y no acercamos al jardín.
—Está muy callado.
Pongo mis manos en los bolsillos y me encuentro con el papel que me dió Lucas.
—¿Sabe algo de Lucas?
Levanto la vista y la miro.
—¿A qué se refiere?
—Nada no me haga caso ¿Se quiere hamacar?
Sinceramente, no.
Asiento.
Comenzamos a hamacarnos y cierro los ojos mientras me deslizo una tibia brisa despeina mis cabellos y olor a rosas me embriaga. Mis recientes recuerdos me transportan a nuestro beso en el rosedal en Mendoza.
Niego con la cabeza para poder borrar ese delicioso recuerdo.
—Lo extrañé— dice rompiendo el silencio. Inclino mi cara hacia ella.
—Yo también —miento.
No quiero ser descortés.
Ella sonríe y pone la vista en sus zapatos de hebilla color blanco.
—Gracias por estar aquí, conmigo, María —susurro, y esta vez sí con sinceridad.
—De nada. Los amigos deben estar en las buenas y en las malas. Realmente lamento la muerte de Enrique.
—¿Usted, lo conocía?
—¿Por qué lo pregunta? — dice confundida arrugando la frente.
—Porque como lo nombró.
—Lo habré escuchado por aquí.
Los días transcurren sin demasiadas emociones he retomado mis clases y todos los días es la misma rutina. Todavía no me he atrevido a revisar el sobre ni mucho menos la caja. Me cuesta armarme de valor.
Gracias a Dios Gregoria está mucho más tranquila, debe ser porque paso todas las tardes en la finca y que Lucas está a miles de kilómetros lejos de mí.
María me cuenta cómo le están yendo las clases de catequesis. Y pasamos casi todas las meriendas juntos. Ella es muy pintoresca y divertida.
Hoy van a ser veintitrés días desde que volví de Mendoza. Cuento los días como si fuese un prisionero buscando su libertad.
No hay día que no me despierte con una erección matutina y aunque no recuerdo lo que sueño. Tengo la sensación que es con él.
La distancia se hace cada vez más agobiante, aunque intente mantenerme en movimiento y hacer todas las actividades que se le ocurren a Gregoria, él no sale de mi cabeza.
Sus palabras, su mirada me persiguen todo el tiempo y me recuerda la infelicidad que siento. No solo por haberme escapado, sino también por el estado en qué lo dejé.
Intento convencerme que lo hice fue lo correcto y que fue por su bien. Esa es mi intención, que él siempre lo esté. Y me planteo que es mejor así, la distancia, aunque sea dolorosa y egoísta.
Sí. Él está mejor en Mendoza. Sin mí.
—Golpean la puerta.
Pase.
—Hijo, la señorita María vino a verlo. Delia arruga la frente, pero como es tan respetuosa no dice nada. Conozco esa mirada. Diría que la conozca más que a mi madre.
—Dígale que pase, Delia.
A los minutos María aparece en mi habitación.
—Jeremías. ¿Qué hace en la cama a esta hora de la tarde? Mire el hermoso día que es hoy —recalca.
—Hoy no tengo muchas ganas de salir.
Se acerca y se sienta en la cama yo me corro haciéndole un lugar.
—¿Qué te pasa?
—¡Me tuteó! Deberíamos haber jugado una apuesta. Hubiese ganado.
—Pero no jugamos y no me cambies de tema. Podés confiar en mí, Jeremías.
—¿Puedo?
Asiente con la cabeza.
Me acomodo en la cama con las manos en mi nuca.
—Vamos a hacer algo— propone.
Reprime una sonrisa y la noto inquieta.
Hoy lleva un hermoso vestido de gasa blanca con unas sandalias color marrón. Tiene el pelo recogido.
—¿Qué?
—Vos me haces una pregunta y yo debo responder y vos tenés que hacer lo mismo.
—Está bien. Primero las damas —digo.
—Nombre completo —inquiere.
—Fácil. Jeremías Sandoval de Robles.
—¡Que apellido! —se burla.
—Más respeto— reto—. Ahora me toca a mí. No vale mentir, María.
—¿Cómo se llamó su primer novio?
—Joaquín. Ahora a mí.
—¿Te enamoraste alguna vez?
—Sí.
—¿Ahora lo estás?
—Esas son dos preguntas, María. Y sí ahora lo estoy.
Ella chilla de emoción ante mi respuesta.
—¿Es de por acá?
—Estás haciendo trampa —La acuso.
—Contéstame— ordena un poco mandona.
—Sí.
—Es acaso... —hace una pausa—. ¿Emilia?
Niego con la cabeza.
¿Quién me mandó a hacer esto? Sé a dónde quiere llegar, creo que todo este tiempo quiso saber lo que hay entre él y yo, mejor dicho había. Ahora ya no hay nada.
Se muerde las uñas se queda en silencio unos segundos y elabora otra pregunta.
¡Vamos, María ve al grano!
¿La hija de los Figueroa Alcorta?
Vuelvo a negar con la cabeza.
Ella aprieta los labios pensativa.
—¿Yo?
Comienzo a reírme.
—No, no sos vos.
—Me tuteaste.
—No es una mujer —digo de inmediato. Me incorporo y me pongo serio.
Quizá con eso se anime.
Se queda callada unos segundos.
—¿Lucas? —susurra.
Asiento con la cabeza sin mirarla.
—Lo supe siempre te estaba haciendo sufrir.
—¿Cómo lo supiste?
—Jeremías, lo que hay entre ustedes se nota a kilómetros de distancia. Ahora entiendo porque me trataba mal. Además, yo también voy a las misas.
—Él nos vio cuando nos besamos en el parque —explico.
—No me lo recuerdes que me llena de vergüenza.
Se tapa la cara mientras los dice.
—Pero eso es parte del pasado. Ya dijimos de ser amigos ¿Te acordás?
—Sí, me acuerdo.
—María... Vos...
—¿Qué?
—No me hagas caso.
—Decime, Jeremías.
—Es que me parece extraño que lo tomes tan natural.
—El amor lo es, tontito.
Sonrío ante su comentario.
Estoy en la habitación de Eva, esta niña crece a pasos agigantados. La señorita Emilia está tejiendo a crochet mientras nosotros jugamos en el suelo. Eva es una dulzura de niña, tiene los cabellos color caoba al igual que mi madre, pero a diferencia de Juan Cruz y de mí, ella tiene ojos oscuros.
—¡Jeremías! —grita María, esta mujer no se puede quedar quieta un segundo—. ¡Jeremías, han vuelto!
Me levanto de un salto.
—Ahora vuelvo —Le digo a la pequeña ella sigue con su sonajero y ni se inmuta.
Observo a señorita Emilia, me sonríe y asiente con la cabeza.
Corro hacia la sala.
La cara de ansiedad de Delia me lo confirma. Al verme sonríe y se queda apretando la rejilla que sostiene en las manos.
Abro la puerta y veo a mi padre bajar del auto y voy corriendo hacia él.
—Hijo— dice soltando la valija. Me toma de la cara ¿cómo está mi niño?
—¿Cómo viajaron?
—Muy bien, hijo.
—¿La abuela cómo se encuentra?
Solo tengo preguntas y más preguntas.
—Ha mejorado mucho este último tiempo, gracias a Miguel y a Lucas ¡Qué gran chico! Nos ayudó muchísimo con ella.
—Ah —hago una pausa—. ¿Y ellos? ¿Están en su casa?
Mi padre no responde de inmediato o será mi ansiedad. Realmente no lo sé.
—Miguel está en su casa y Lucas...
—¿Qué pasa con él? — pregunto de inmediato demasiado nervioso.
—Él... —se interrumpe—. Decidió no regresar.
—Ah, lo entiendo —finjo mi mejor tono de naturalidad como el que hace Gregoria. Agacho la mirada y tengo un nudo en la garganta estrangulándome.
—Sí, eso es lo que nos dijo, que vos lo ibas a entender y apoyar. Sé que formaron una linda amistad en Mendoza. Lucas se encaminó a Dios, ahora.
¿A Dios? ¿Y eso que significa?
Las palabras de mi padre no ayudan a mi estado, asiento con la cabeza y dibujo una sonrisa en el rostro.
María aparece y saluda a mi padre un poco tímida, tímida realmente. Ella le dedica una sonrisa encantadora que podría desarmar cualquier cosa que se le proponga. Ella pone sus manos en su espalda. Mi padre la observa y le sonríe también. Ella agacha la cabeza y vuelve a él.
Tras varios minutos de juego de miradas entre ellos mi padre decide entrar.
—¿Qué pasó, Jeremías?
—¿Qué fue eso, María? ¿Estabas coqueteando con mi padre?
—¡No! No me atrevería.
—Pero, si juntase valor ¿lo haría?
—Él es casado —responde.
—Esa no es la respuesta a mi pregunta, María.
—¿Dónde está Lucas? —pregunta para desviar el tema.
—No quiero hablar.
—¿Qué pasó? ¿Está aquí en Buenos Aires?
—No volvió.
—¿Cómo?
—Lo que oíste no volvió. Y no va a volver. Mi tono se eleva al igual que mi malestar y mal humor.
—No puede ser, Jeremías. Tu madre tuvo algo que ver. Estoy segura. Él no puede hacer eso.
Ella intenta acercarse.
—Por favor no me abraces, María. Sucumbiré aquí.
—¿Querés estar solo?
Asiento con la cabeza.
—Vamos a la licorería -la tomo de la mano.
—¿A la de Don Lucho?
Me frena.
—Sí.
—¿Quieres ahogar pena, verdad? Jeremías, yo no puedo ir a la licorería. Mandalo a Jorge que vaya a comprar. ¿No tenés algo en tu casa para beber?
—Sí, pero la bebida Gregoria la tiene contada hasta la última gota. Todo es importado y muy costoso.
Una vez en mi habitación. Jorge nos trae una bolsa de madera con licores adentro. El pobre hombre se excusó y traje varios ya que no sabía mis gustos. Es que yo tampoco los sé.
—Antes de comenzar a tomar debes comer algo. Te va a caer mal la bebida, Jeremías.
—Yo solo quiero tomar, así me olvido un poco de él y del dolor que siento en este momento. No quiero oír tus sermones ahora. Cerrá la puerta y que no entre nadie.
—Hoy va a ser una noche muy difícil— bufa por lo bajo.
—Vos fuiste la que insistió con mi amistad —digo enfurecido.
—No tienes que tratarse así, Jeremías. Si no te apetece mi compañía me voy.
—No, ven. Perdón. Es que me siento como la mierda. La mierda misma.
¿Alguien que me explique todo esto que está pasando? Él no volvió y me dejó lleno de dudas.
Abro la botella y le doy un sorbo, uno largo. Quema mi garganta, pero no importa. Miro la botella y tiene el dibujo de un hombrecito.
—Jorge nos trajo whisky.
—De a poco, Jeremías.
—Dejá de regañarme.
Tomo otro sorbo y otro.
Estamos sentados en el balcón y solo hay silencio y en mi mente tengo millones de preguntas, interrogantes e hipótesis de porque no volvió y ninguna respuesta me convence. Todas me conducen a un camino oscuro y desolado.
—Habrá tenido sus motivos en no volver, Jeremías —interrumpe mis reflexiones.
—Sí, uno mucho más importante que yo.
—No digas eso. No estás en su posición no sabes lo que le pudo ocurrir. Estás armándote una historia de la cual no sabes nada. No sé qué tendrás en tu mente, pero me dice que no es nada bueno. Y ya deberías parar. Te estás haciendo daño a vos mismo. Y no lo voy a permitir.
—Quiero fumar.
—¡Jeremías! Para ya.
—¿Está mal fumar acaso? —Tomo otro trago—. Consíguele a tu amigo un cigarro, por favor —suplico.
—¿De dónde?
—Don Justino tiene mucho tabaco.
—Está bien, lo intentaré.
Se levanta de donde está y su pollera se levanta y puedo apreciar sus muslos. Tiene una bombacha clara que contorneado su trasero.
Me retuerzo en el piso al ver su cuerpo.
—Ya vuelvo —dice y yo le soy otro sorbo más al whisky.
Me quedo en silencio, en el silencio exterior ya que el interno está batallando sin tregua.
Él encontró a alguien mejor, alguien seguro de sí mismo. Una persona con valor y moral. Sin miedo a lo que siente y mucho menos vergüenza. Pero por qué no me lo dijo. ¿Por qué no tiene el valor de decírmelo en la cara? ¿Yo, hablando de valor? Comienzo a reír como un desquiciado. ¿Yo? La persona más cobarde que existe en este planeta.
Ese soy yo. Si tendría que haber una palabra que me describa, creo que cobarde va muy bien conmigo.
Jeremías, el cobarde suena bien para una obra de teatro o para un tango. Sí, un tango para él.
¡Oh! Su voz cuando cantaba esos tangos. Su mirada.
Le voy otro sorbo al Whisky, pero la botella está vacía. La sacudo para ver si sale alguna gota consoladora, pero nada, sigue vacía.
Vacía.
Hay dos palabras que me identifican.
"Cobarde y vacío".
—Jeremías, llegué. Tu madre preguntó por vos.
—¿Qué le dijiste?
—Ya me encargué de ella.
Ella viene hacia a mí y arma el cigarrillo. Pasa su lengua por el papelillo lo enrolla y me lo entrega.
-No sos una señorita cómo las otras señoritas -digo tratando de prender el cigarro, pero fallo en el intento. Ella lo saca de mi boca y lo prende por mí.
Ella comienza a reír.
—Ya estás borracho, Jeremías. Y no, no soy como las otras señoritas.
—Las señoritas no saben armar cigarrillos —confirmo.
—No, no creo que lo sepan.
—¿Qué más haces qué las demás no hacen?
María comienza a hablar, pero por alguna razón que desconozco no la escucho. Ella gesticula, pita su cigarro y me lo entrega.
—Él me enseñó a fumar.
—¿Qué? ¿Y qué tiene que ver con lo que te estoy contando?
—Estábamos en un albergue. ¿Y sabes lo que me dijo? Qué él quería estar siempre así conmigo. Y yo le creí.
Yo le creí...
—¿Por qué le creí?
Mis ojos se llenan de lágrimas e intento retenerlas.
—¡Oh! Jere. No llores. — Ella se acerca a mí y me abraza.
—Te dije que no me abrazaras.
—En este momento lo necesitas.
Me aferro a ella y comienzo a llorar. Es un llanto controlado o por lo menos lo intento.
Me agarra de los hombros y me separa de ella. Me limpio las lágrimas de la cara con vergüenza y ella me mira.
—Por favor, no llores —dice y yo me centro en sus labios que se lo humecta sugestivamente.
Me acerco a ella y la tomo de la cara con la vos manos y la beso.
—¡Jeremías!¡no! Estás borracho —exclama apartándose de mí.
—Sí tenés razón. Perdoname.
—¡Jeremías! ¡Jeremías! —grita.
Golpean la puerta con insistencia.
Abro los ojos y ya es de día, la maldita luz de la ventana da directo en mis ojos quemándome. Me incorporo y un terrible dolor de cabeza me voltea, aprieto los ojos confundido y mareado.
—Jeremías, si no me abre la puerta la tiro abajo.
—¡Voy! —grito de espalda a la puerta.
—Te doy cinco minutos, Jeremías —gruñe, y los pasos de sus tacos se van alejando.
Me siento en la cama y me encuentro desnudo. Veo las botellas vacías esparcidas en la habitación al igual que mi ropa voy a las prendas y observo también ropa de mujer.
Me quedo inmóvil al escuchar un quejido.
Me volteo y observo a la señorita María desnuda del otro lado de mi cama. Se puede apreciar su espalda y sus muslos al descubierto.
Estoy petrificado, boquiabierto e intento recordar lo que hice la noche anterior, pero mi cabeza no me brinda demasiada información de hecho, es casi nula.
La señorita María, se da vuelta y me observa y yo me tapo las partes con las manos.
—¿Qué fue ese ruido, Jeremías? —pregunta adormilada.
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