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Capítulo 2: La decepción

—Señor Jesucristo... vives y reinas por los siglos de los siglos.

—Amén.

—La paz del Señor esté siempre con ustedes.

—Y con tu espíritu —todos en la parroquia respondemos. Miro de vuelta a Lucas, y él está inmerso en su tarea. Acomodando las hostias y el vino.

—Danos la paz.

Mi madre se persigna con demasiada rapidez, y sé que el juego de miradas con Lucas durante la misa me va a salir muy caro. Ella sale hecha una furia conmigo del brazo. Partimos a paso firme hacia las escalinatas, ni siquiera soy capaz de mirarla a los ojos. A penas relojeo su expresión y me indica que no es nada bueno. Mientras bajamos los escalones me tropiezo y caigo de rodillas, raspándome por arriba de la tela. Arde un poco. Pero sé que lo merezco. Ella ni se inmuta ante mi caída y mi cara de dolor. Me toma del brazo clavando su uñas y me deposita detrás del coche de mi padre haciéndome tambalear cuando me suelta de su agarre. Se quita el guante de encaje y sé lo que viene después de esto. Tomo aire para poder decir algo, pero su golpe no me da tiempo y me propicia de un cachetazo sonoro y doloroso en la mejilla izquierda haciéndome voltear el rostro a un lado.

—Qué sea la última vez que soy testigo de su inmundicia —susurra, apretando con fuerza los dientes, tiene los ojos inyectados. Me apunta con su dedo índice hermosamente pintado con el mismo color carmesí de sus labios.

Asiento con la cabeza mirando mis zapatos de charol llenos de polvo. Me siento avergonzado, humillado y culposo por el sufrimiento que le hago padecer a mi madre.

—¡Gregoria! —Las mujeres del club de la iglesia la llaman. Mi madre respira hondo, se acomoda la ropa y pone de nuevo su guante.

Siento todavía el calor en mi rostro producto de su golpe.

—¡Alinee esa ropa! —ordena, con el tono justo que solo ella sabe mantener. Hago lo que me pide y meto mi camisa de nuevo adentro del pantalón, acomodo mi cabello que salió disparado por el golpe y lustro mis zapatos con mis propios gemelos. Sacudo un poco mis rodillas y me quejo cuando toco mis raspones por sobre la tela—. Todo esto es su culpa, no la mía. Piense en eso.

Lo sé. Sé que es mi culpa y que todo esto es por mi causa. 

Asiento con la cabeza gacha con la angustia atorada en mi pecho. No es momento de ser un chiquillo, no es momento de llorar. Cierro los ojos con fuerza reteniendo mis lágrimas, para que ninguna salga derramada, para que ninguna salga de mí traicionándome.

—¡Ahí estás, querida! —dice la mujer del dueño de la caballeriza que está junto a nuestra finca, su nombre es Ofelia, la misma señora que nos saludó en la entrada—. Te fuiste tan pronto mi querida, que pensábamos que no te ibas a despedir de nosotras.

—¡Oh! Lo lamento tanto, es que mi hijo se descompensó, —comenta mi madre y me siento peor aún. Ella se avergüenza de mí. Lo sé.

—Hijo, querido, ¿Te sentís mejor? —pregunta con un tono muy apacible la mujer.

—Sí, ya estoy mejor. Gracias por su preocupación —respondo avergonzado. Mi madre no me quita la mirada.

—Pensé que sería bueno ir a tomar el té a su casa si no le incomoda, me gustaría llevar a mi sobrina, así habla un poco con su hijo —le habla directo a mi madre; se alejan unos pasos de mí. Y la señora le comenta algo por lo bajo, pero no llego a oír con exactitud.

Me quedo inmóvil, hasta que mi madre aparece de nuevo, despistándose de la señora.

Mi madre le comenta a mi padre que las señoras de la iglesia, irán a la hora de la merienda. Mi padre se queda en silencio y niega con la cabeza.

Subimos al auto, y quedo mirando hacia la ventanilla, hasta que el coche arranca y Lucas sale de la parroquia y me saluda con la mano, tiene una hermosa sonrisa, sus dientes blancos resaltan aún más. Y yo culposo no soy capaz de moverme. Ni siquiera estoy respirando. A medida que nos alejamos, exhalo con fuerza y largo todo el aire de mis pulmones. Mis manos están sudadas y las refriego en mi regazo.

Mi madre está muy callada y es muy impropio en ella, mi padre le ha preguntado en varias ocasiones, que le sucedía, pero ella; siempre usa la misma respuesta tediosa "nada". Pone sus gafas negras. Y saca su mano saludando cual princesa.

—Jeremías, ¿tenés algo que ver con lo que le sucede a tu madre? —pregunta mi padre con un tono conciliador.

No soy capaz de responder. Niego con la cabeza y mi padre me observa, a través del espejo retrovisor.

Somos muy pocas las familias que tienen auto. Aunque la parroquia no queda muy lejos de nuestra casa, mi madre prefiere el lujo y yo prefiero caminar; pero a ella no le agrada y mi opinión no es tomada en cuenta.

Llegamos a mi casa y bajo del auto a toda prisa y Jorge, nuestro jardinero, saca su sombrero de paja al verme.

Está podando la ligustrina, como muy bien le ordenó mi madre. Es un hombre mayor, me da mucha pena que siendo tan grande siga trabajando. Mi madre dice que cada uno tiene un destino, el destino de Jorge es que sea jardinero. No me convence mucho su teoría. 

—No es necesario, Jorge —expreso ofuscado.

Solo quiero encerrarme en mi cuarto y hundirme en libros, en dibujos. Nada que tenga que ver con esta realidad.

Camino hacia el porche hecho de mármol blanco, entro a la sala y visualizo a Delia en la cocina. Me saluda con la mano y veo que está amasando algo, esa señora cocina divinamente. Subo los escalones de dos en dos. Hasta llegar a mi cuarto. Cierro la puerta con llave. Me quito el saco y me tiro de espaldas a la cama extendiendo mis brazos. Tapo por unos segundos mi cara con la almohada y no puedo sacarlo de mis pensamientos ni un segundo. No puedo aunque lo intento, es imposible.

Mis rodillas me arden y saco mi pantalón para que la tela no se me pegue. 

El golpeteo de la puerta me asusta. Y ruego a Dios que no sea mi madre.

—¿Por qué siempre cierras la puerta, mi niño?

Es Delia, que alivio.

Me levanto de mala gana y abro la puerta de mi habitación escondiéndome detrás de ella. 

—Te traje el almuerzo. Tu madre está muy enfadada contigo, mi niño.

—Lo sé —digo resignado—. No tendrías que haberme traído el almuerzo. No lo merezco.

—Pero... ¿cómo dice eso? ¿Qué ocurrió en tus piernas? —Pregunta, con tono de preocupación. 

—No es nada. Solo me caí al bajar las escalinatas. 

Tiene algo de verdad y también mentira. 

A Delia la conozco desde que soy un pequeño. Es muy difícil mentirle, ya que me conoce como la palma de su mano.

Frunce el ceño y me mira esperando una respuesta. Sé que la sabe y yo solo me quedo mirándola, para que con esa acción entienda lo que ocurrió. No es la primera vez que Gregoria hace algo así y dudo que sea la última. 

—No tengo hambre. Gracias igual por traerla —digo, intentando distender el ambiente. 

Ella se queda en silencio y deja en plato en el escritorio restándole importancia al asunto de la comida. 

—Hay que limpiarlas bien, sino van a infectarse y nadie quiere eso —expresa en un suspiro, con su dulce tono y me recuerda cuando era pequeño. 

—No es necesario es solo un raspón, Delia. Además seguro me va arder  —me quejo haciendo pucheros. 

—Solo serán unos minutos. Lo prometo y le juro que no arderá. 

—¿Lo promete?

—¿Alguna vez le mentí?

Niego con la cabeza y la veo desaparecer de mi habitación. La espero en la punta de mi cama con mis manos dentro de mis piernas. La sangre ya se ha secado y ruego a Dios que no me haga arder. 

Ella viene con unos trapos húmedos y alcohol en su mano.  

Trago saliva al ver que apoya ese trapo en mi pierna y sopla mi rodilla. Me quejo un poco cuando raspa la herida. 

—Aguante un poquito más, mi niño. 

Ella alza la mirada mi rostro y yo agacho la cabeza. 

—¿Qué ocurrió? —consulta, tomándome del mentón. Acribillándome con sus bellos ojos celestes. 

Me hundo de hombros. 

—Lo de siempre —respondo con la voz ronca. 

Ella acaricia mi mejilla la misma que recibí el golpe de Gregoria. 

—Necesitarás hielo, mi niño. Se está inflamando. 

Los ojos comienzan a picarme y de veras no quiero llorar. Agacho la vista a mis pies descalzos. 

—¿Quiere probar la pasta que le hice? —Indaga, intentando de cambiar el ambiente entre los dos. Levantando mi rostro con su mano tibia. 

—¿Y la salsa? ¿De qué está hecha? 

—Pruébala y verás.

—¿Por qué lo malcría así? Te dije que nada de comida para Jeremías, y aquí estás.

Los dos nos exaltamos.

—Disculpe, señora.

Delia agacha la cabeza deja el trapo en mi escritorio y se va disparada hacia la puerta.

—Ella no tiene la culpa, yo le pedí la comida.

—No intentes defenderla —expresa con enojo, se va vuelta y relojea mis rodillas pero no dice nada. Solo las mira y siento que está orgullosa de su labor—. Vine para avisarte que te prepares, en una hora va a venir la sobrina de Ofelia.

—¿La catequista? —pregunto, de inmediato.

—La catequista —confirma, con la frente en alto.

Insisten en socializar con ella, es una hermosa chica. Pero me hace sentir muy incómodo.

—Hacela sentir cómoda. Sé que podes hacerlo —su tono es tan petulante. Ni siquiera es capaz de pedir disculpas o mostrar arrepentimiento por haberme lastimado—. Una hora, Jeremías —repite. Y sale de mi habitación.

—¿Cuándo vas a dejar de tratarme como un niño descarriado? —pregunto, sin saber de dónde saqué el valor para haber formulado esa pregunta.

Se gira hacia mí.

—Cuando dejes de comporte como tal —responde al segundo, furiosa—. Vives en este techo y mientras yo viva vas a hacer lo que yo mande ¿Quedó claro?

No respondo y sale de la habitación de una buena vez.

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