Capítulo 19
Lucas se apoya en mi pecho y entrelaza las piernas en las mías. Yo acaricio sus rulos que me cosquillean la cara.
Estamos en trance, en un silencio satisfecho con las respiraciones pausadas.
—¿Te gustó? —susurra sin mirarme.
—¿Y a vos? —replico, casi a la defensiva.
No sé si estuve bien.
—Mucho. —Sonrío satisfecho y orgulloso de mí mismo.
A mí también me gustó, pero no soy capaz de exteriorizarlo.
Hace menos de un mes ni siquiera sabía que se sentía masturbarse.
Lucas me lleva por un camino vertiginoso y repleto de experiencias nuevas.
Él se levanta y se incorpora.
—¿Qué pasa? —pregunto alarmado.
—Nada.
Se vuelve a colocar en mi pecho.
—¿Te puedo preguntar algo? —cuestiono con la voz baja.
—Lo que quieras —responde de inmediato.
—Vos... cómo... hace... cuánto...
—Hace cuánto que soy puto ¿Eso me querés preguntar? —interrumpe.
—Bueno... no tan así. Pero creo que sí. Esa es mi pregunta.
—No sé bien con exactitud. Pero creo que todo empezó de chico, de muy chico.
Se pone boca arriba y coloca una mano en su nuca y la otra en su torso. Mira hacia el techo con melancolía. Y la luz naranja del hogar se refleja en su cuerpo trigueño.
—Mi madre me tuvo de muy chica y como ya sabes ella no sé pudo hacer cargo de mí, apenas podía con su vida. Y decidió llevarme a un orfanato. Ni siquiera recuerdo su rostro, ni la calidez de sus caricias, quizá sea porque nunca las hubo.
Lucas está demasiado melancólico. Mi pregunta, quizá, lo llevó a ese lugar tan horrible, a sus raíces, a su madre abandónica.
—Esos lugares no son para cualquiera, yo no estaba en buenas condiciones de salud y las monjitas del convento me aceptaron. Mi madre me dejó cual paquete y ellas muchas opciones no tenían. Yo tenía unos cuatro o cinco años y estuve ahí hasta los siete. Y esos años fueron los peores de mi vida.
Respira hondo, hace una pausa y continúa con su relato.
—Había chicos más grandes que yo. Y compartíamos la misma habitación, eran habitaciones grandes que entraban unas treinta camas más o menos. Ellos siempre me trataban mal. Sé que me lo merecía yo sabía que no era bueno, siempre fui un hijo de puta. —Sonríe mientras lo dice—. Pero ellos me ganaban. Abusaron de mí los años que estuve en el orfanato. Me hacían hacer cosas que un pebete no debía hacer. Que hayan abusado de mí no me hace puto, solo quiero decir... no sé porque te conté algo así —expresa contrariado.
—Porque confías en mí, Lucas.
Trago saliva y me lo quedo mirando. Su mirada está perdida en algún lugar de la habitación y me invade un terrible dolor. Imaginarlo tan pequeño y sufriendo. Es inconcebible.
Me acerco a él y acaricio su cara. Él se voltea y me mira a los ojos.
Sus malditos ojos que se sumergen en mí interior y me inspeccionan entero.
—Eso pasó hace mucho, Jeremías. No te sientas mal por mí.
—Lo sé. Pero...
—No hay peros. Eso pasó hace muchos años, ya. Eso es parte del pasado. Agradezco a Miguel de haberme salvado la vida.
Quiero salvarlo, salvarlo de todo mal, incluido el mío.
—¿Volviste a ver a tu madre? —pregunto con la voz rasposa.
—No. No tuve la necesidad de saber nada de ella. ¿Qué puedo esperar de una persona así? ¿Y vos Jeremías? ¿Cuándo te diste cuenta que te gustaba?
Toda la tensión y la seriedad se disipan y se acerca más a mí.
—Desde el primer día que te ví en la iglesia —confieso—. Todavía no puede creer que esté aquí con vos.
Me tapo la cara lleno de vergüenza.
—No te escondas, Jeremías. Me agarra las manos y las quita de mi cara.
—¿Por qué decidiste ser monaguillo? — pregunto para cambiar de tema.
Sonríe pícaro ante mi pregunta.
—Sabía que la sonata blanca es el símbolo de la pureza, pero que en algunas personas representan todo lo contrario. Y también sabía que alguien me iba a pescar —responde divertido.
—Ah, ¿sí?
—Aunque al principio te costó reconocerlo. Acá estamos ¿no?
Todavía me cuesta. Es una lucha interna la que batalla en mi interior todo el tiempo. Creo que en cualquier momento saldré de aquí corriendo y me iré a la primer iglesia que encuentre a rezar hasta que mis rodillas sangren.
Se sube arriba de mí y me agarra de las muñecas sorprendiéndome.
—Nunca sentí nada igual por nadie, Jeremías.
Me quedo en silencio y no sé qué responder.
—Tus confesiones me dejan mudo, Lucas —culpo.
Sonríe satisfecho y se acerca a mí cuello. Aspira con fuerza estremeciendo todo mi cuerpo.
—¿Qué colonia usas? —pregunta.
—¿En serio querés saber que colonia uso? -cuestiono levantando mi pelvis.
—El niño Jeremías quiere jugar. Entonces hay que obedecer al patrón.
Comienza a besarme como lo hizo en el auto o creo que con mayor intensidad.
El estar piel con piel intensifica cada sensación. Un roce por más minúsculo que sea con Lucas se magnífica y mis sentidos se agudizan.
Juega con su lengua en mi cuello, mi oído vuelve a mi cuello y ahora se centra en mi boca. Me suelta las muñecas y yo aprovecho que mis manos se encuentran libres para poder tocarlo.
Nuestras respiraciones comienzan a ser más erráticas y el calor comienza a invadir la habitación.
Nos besamos una vez más con la misma intensidad. Y no sé si su confesión me hizo recapacitar o compadecerme de él, pero ahora lo comprendo un poco más. Lucas me toma el mentón y me aprieta haciendo que me incline más a él. Nuestras erecciones no tardan en llegar y él comienza a refregarse en mi cuerpo. Y yo lo sigo incoherente.
Me siento un transgresor de mis propios sentimientos.
Las horas transcurren y seguimos en esta habitación acurrucados y en silencio.
—¿En qué pensás? —pregunta rompiendo el silencio.
Sonrío y no respondo.
—Como le gusta el misterio al patrón.
—Seguís insistiendo con eso —digo con picardía—. Vas a tener que trabajar en mi casa.
—¿En serio lo decís?
En realidad, lo decía en broma.
—Debería hablar con mi padre. Y ver qué opina. ¿En serio te gustaría trabajar en la finca?
—Sí eso me permite verte todos los días. Sí, por supuesto.
—Pero...
—Siempre hay un pero para vos. Ya sé cuál es tu pero.
—No hablemos de ella.
Lucas se me acerca y corre mi pelo y lo acomoda detrás de la oreja. Acaricia con su pulgar mi labio inferior y toca mi lunar.
Se humecta los labios y vuelve a mi boca.
—Y si no volvemos Si nos quedamos acá, Jeremías ¿Qué nos ata a Buenos Aires?
—¡Lucas estás loco! —exclamo separándome de él.
Me mira fijo y yo hago lo mismo.
—Es solo una idea, Jeremías. Dejame soñar —expresa con las manos en la nuca y mirando el cielo razo, sonriente lleno de picardía y buen humor.
—Deberíamos volver ¿Qué hora tenés?
Me incorporo y me siento en la cama.
¿Por qué dice esas cosas?
—Van a ser las tres ¿Ya te querés ir?
—En realidad, no. Pero no quiero problemas.
—Dale, Jere. Vení.
Me agarra del hombro y me tira hacia él.
—Fue solo un pensamiento.
—Lo sé. Lucas, mi vida es muy diferente a la tuya. Y aunque no me guste tengo que cumplir órdenes.
—Lo sé, lo sé. Solo decía nada más.
—A veces me gustaría ser como vos -confieso.
—¿Cómo yo? —pregunta incrédulo.
—Sí, vos sos libre. Vos hacés y deshaces a tu antojo.
—Vos también lo podrías hacer.
Lo dudo mucho.
Agarro mi ropa que está tirada en el suelo y comienza a cambiarme. Lucas sigue en la cama pensativo y en silencio.
Una vez vestidos salimos por el pasillo y Lucas le devuelve la llave al muchacho.
Este se inclina y me mira.
—No te pases de vivo —Lucas le advierte.
Yo agacho la mirada avergonzado.
El muchacho le dice algo al oído y él asiente.
¿Por qué siempre es tan misterioso este hombre?
Subimos al auto y comienza a cantar una canción a capela.
—Fue a conciencia pura,
que perdí tu amor,
nada más que por salvarte;
hoy me odiás y yo feliz,
me arrincono pa' llorarte.
El recuerdo que tendrás de mí,
será horroroso,
me verás siempre golpeándote,
como a un malva'o;
y si supieras bien, que generoso,
fue que pagase así,
tu gran amor.
Sol de mi vida,
fuí un fracasa'o;
y en mi caída,
busqué de echarte a un la'o.
Porque te quise tanto,
tanto, que al rodar;
para salvarte,
solo supe hacerme odiar
La canción es implícita, pero me centro en como gesticula y cierra los ojos al cantar. Yo lo observo idiotizado y me atrevo a decir perdido en este hombre. Me palmea la pierna y sonríe, yo niego con la cabeza y me acerco a besarlo.
Tras casi media hora conduciendo por la ruta desierta y oscura llegamos a la finca.
La entrada está demasiada oscura y solo nos reciben los perros de la abuela. Abrimos la puerta de la entrada lo más sigilosos posibles tratando de qué nadie se percate de nuestra presencia.
Subimos las escaleras en silencio, Lucas me toma de la mano y yo lo miro alarmado. Me tira hacia él y me caigo en su pecho.
—¿Qué? —susurro cerca de sus labios.
—Nada.
Me corre el pelo de la cara, agarra mi nuca y me besa en la boca. Saca su lengua y se encuentra con la mía vivaz y sedienta de él.
¡No!
—Lucas, acá no —murmuro separándome de él.
—¿Cómo hacés para controlarte?
—No lo sé. Debería ir cada uno a su habitación.
Lucas abre la puerta y yo me lo quedo mirando, se voltea y sus rulos tapan su bello rostro, pero a pesar de eso puedo apreciar la hermosa sonrisa que me dedica y confirmo a ésta altura que la tiene reservada para mí. Aprieto los labios reteniendo la mía y entro a la habitación.
Me quedo inmóvil agarrado del picaporte cuando veo una sombra negra al pie de la cama.
—Cerrá la puerta —ordena.
Está todo oscuro y solo la ilumina la claridad que proviene de la noche estrellada.
—¿Qué hace acá?
—Yo soy la que hace preguntas, Jeremías —gruñe— ¿Se puede saber dónde estuvo?
—No es de su incumbencia saber donde estuve. Debería irse a su cuarto, no es hora para que una mujer casada ande sola por los pasillos.
—Jeremías, te lo advierto, no me desafíe. No sabe de lo que soy capaz —habla bajo, pero lo hace con ímpetu.
—Sí, lo sé. Lamentablemente, lo sé. Es una mujer sin escrúpulos que se anda revolcando con el primer hombre que se le cruza.
Se acerca a mí llena de furia y sé a la perfección que me excedí. Levanta la mano y yo espero el golpe, cerrando los ojos, y apretando la mandíbula.
—¡Vamos! ¡Pégueme! Es lo único que sabe hacer —desafío.
Baja la mano y forma un puño al costado de cuerpo. Se queda inmóvil frente a mí y se la ve afectada. Y yo todavía no sé de dónde saqué el valor para enfrentarme a ella.
—Ya que no me obedece voy a tener que tomar otra medida. Prepare su ropa que en media hora salimos —dice mirando su reloj de muñeca.
—No me quiero ir.
—No se lo he preguntado. Su abuelo ya está muerto, ya no hay nada más que hacer aquí —habla con total desprecio. Como si la muerte de mi abuelo si no significase nada—. Todo esto fue una pérdida de tiempo.
—¿Cómo se atreve hablar así de mi abuelo? No voy a ir con usted.
—Lo va a hacer. ¿Usted quiere que su amiguito, el negrito la pase mal? No me desafíe. No me haga repetir las cosas. Sabe lo tiene que hacer.
¡No!
Gregoria es capaz de cualquier cosa y no estoy dispuesto a arriesgarme.
Hago lo que me pide y comienzo a poner la ropa en la cama.
—¿Me podría dar un poco de espacio por favor?
Levanta el mentón, aprieta los labios, se cruza de brazos y se encamina hacia la puerta.
—Media hora, Jeremías —ordena, marcando una sonrisa en sus labios.
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