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Capítulo 14: Cuatro paredes

Algo me despierta. No sé si es la luz, el silencio o el vacío carcomiendo mi interior hasta llegar a mis huesos.

Miro hacia mi cuerpo y observo las sabanas sucias.

Gregoria viene a mi mente, pero no solo ella sino sus golpes y sus gritos golpeteándome el cráneo. 

Suspiro con pesadez, dejando salir el aire. Pesado y espeso. Mis labios están cuarteados y tengo demasiada sed.

Ella no puede lastimarme. Está lejos me convenzo.

Me siento en la cama y llevo mis manos a mis sienes presionándolas.

Abro la puerta, sigiloso y meto en el baño sin demasiadas vueltas, sin esperar que el agua se temple.

Cierro los ojos y me sumerjo hasta cubrir mi rostro. Me agarro de los costados y me quedo así varios minutos, hasta no poder contener más el aire. Me incorporo y abro la boca tomando una gran bocanada de oxígeno.

Siento su boca en mi cuerpo, en cada parte de mí.

Sonrío como imbécil.

Una vez limpio, me cambio y me observo en el espejo. La imagen es la misma, pero algo hay diferente en mí.  Me acomodo el cabello hacia un lado, pero en esta ocasión no le coloco gomina.

Voy a mi cuarto, saco las sábanas y me siento en el colchón pelado.

Miro hacia la ventana, me acerco al balcón. Y veo a los perros de la abuela corretear. Van y vienen con una ramita.

El abuelo.

Voy a ver cómo amaneció.

Bajo las escaleras y todo está en demasiado silencio.

Entro a la cocina y la veo a Teresa lavando unos platos de espaldas a mí.

—Buenos días, Elvira.

De da vuelta con lentitud.

—Buenos días, hijo. ¿Cómo durmió?

—Bien, ¿por qué lo pregunta?

—Por nada, niño.

¿Qué me pasa?

—¿Qué va a desayunar?

—Lo que tenga a mano. ¿Dónde están todos?

—Salieron al pueblo.

—Ah, ¿Lucas estaba con ellos?

—No, hijo.

Eso significa que está aquí. Mi humor cambia.

—Gracias.

Me acomodo en la gran mesa de la cocina. Y Elvira me ha preparado una taza de chocolatada con galletitas y me explica que ella misma las preparó.

Son exquisitas.

Viene a mi mente Delia. Desearía poder saber cómo se encuentra. La extraño demasiado.

Ella siempre las palabras justas. Ella sabe qué decir y en qué momento decirlo.

—La comida de anoche estuvo deliciosa —miento, ya que no probé bocado.

—Me alegro que le haya gustado. Lucas se encargó de traer los platos sucios anoche, es un encanto de muchacho.

—Sí que lo es.

Ella me dedica una sonrisa y una vez emerge la incomodidad. Siento que se me está yendo de las manos haciendo que se me cierre el estómago. Decido ir a caminar por la finca.

—Gracias por el desayuno.

—Pero no probó bocado —reprocha.

—Lo lamento —me disculpo con sinceridad.

Voy hacia la finca, la mañana está fresca y agradezco haber puesto ropa abrigada. Tengo el buzo que me tejió Delia el invierno pasado.

Camino hacia la caballeriza y me encuentro con José.

—Buenos días, patrón.

—José, ¿Cómo estás?

—Acá andamos —dice y agacha la mirada.

—¿Pasó algo?

—No lo quiero molestar con mis problemas. Ya bastante tiene con los suyos.

¿Qué problema?

¿Qué sabe de mí?

—Digo, por lo de su abuelo. El patrón siempre ha sido muy bueno con mi familia. Siempre le voy a estar agradecido —agrega.

Ah.

—Contame qué te anda pasando.

—Mi madre no quedó bien del último embarazo.

—¿La llevaron al médico?

—De eso se encarga su abuelo. Pero... —se interrumpe.

—¿Puedo ir a verla?

—No lo quiero molestar, patrón.

—Jeremías por favor. Dígame Jeremías —pido.

—Acá estabas —su voz me pone en alerta, erizando mi piel.

Lucas.

Todo lo que necesito en este momento.

Suspiro hondo, un poco nervioso, pero aliviado de que esté cerca.

Me acerco a él.

—Hola —susurro.

¡Mierda!

Quiero besarlo.

Está tan hermoso hoy. Tiene puesto un pantalón gris con una camisa blanca con tiradores. Sus zapatos gastados bien lustrados.

—¿Cómo dormiste?

—Como pude. Perdón, por lo de anoche.

—No te preocupes. Yo estoy bien. ¿Estás ocupado? —Mira directo a José—. Buenos días, José.

El muchacho asiente con la cabeza.

—Lucas, él me estaba comentando que su madre no está bien. Podrías acompañarme a su casa, por favor. Quizá podemos ayudarla.

—Si José no tiene problemas, yo tampoco.

—¿Está muy lejos la casa? —pregunto a José.

—No. Podemos ir a caballo. ¿Le parece?

—Sí, no hay problema.

Me acerco a la caballeriza y observo la yegua de mi abuelo.

—Que viejita está —digo impresionado—. Ella es la madre de mi yegua, Azúcar.

—Sí, recuerdo cuando nació.

—No me acuerdo de vos, debe ser que hace mucho que no vengo.

—Yo era muy tímido y no salía de atrás de la falda de mi madre. Usted debe tener la edad de mi hermano el Joaquín.

—Tampoco lo recuerdo.

¿Joaquín? Su nombre me deja pensando.

Miro a Lucas que quedó de espaldas a mí.

Tras unos quince minutos de cabalgata. Llegamos a la precaria casa de José.

Dejamos atados a los caballos al portón.

—Yo me quedo acá. Llamame si necesitan algo. No lo quiero invadir —dice por lo bajo, mirando a José.

—Gracias por acompañarme.

—Un placer, Señor —Se burla.

Hago una media sonrisa y voy directo a José.

—Venga, pase.

—Permiso.

—Mamá, mire a quién le traje.

Se acerca a su madre, que está echada en una cama maltrecha y gastada. La casa huele a humedad y a humo.

Pienso en la vida que pudo haber tenido Lucas de pequeño y se me eriza la piel, pensar en un crío que padeció todo este martirio. La falta de comida, el calor de un hogar.

Quizá por eso no quiso entrar.

Miro hacia lo que vendría ser una habitación y se ve a una bebé que duerme en un pequeño moisés de mimbre deteriorado. La imagen es muy triste. Se me encoje el corazón. No entiendo cómo el abuelo permitió que esto sucediera. Cómo permitió una situación así.

La madre de José, no debe superar los treinta años.

—José, ¿Cómo se llama tu madre?

—Elvira, patrón.

—Señora Elvira, ¿cómo se siente? —susurro, poniéndome a su altura.

La tomo de la mano y ella solo balbucea. Llevo mi mano a su frente y deduzco que tiene fiebre. Recuerdo los cuidados que recibí de Delia cuando era tan solo un pequeño crío.

—José, pone en un tacho agua fría y paños. ¿La bebé cómo se alimenta?

—Mi madre le da el pecho.

—Señora, ¿cómo se siente? —vuelvo a preguntar.

Ella toca mi rostro, pero balbucea y habla solo incoherencias propio de la fiebre.

El muchacho viene con las cosas que le pedí.

—José, ¿dónde se encuentra su padre?

Escurro un trapo y se lo pongo en la frente.

—No sé, patrón, hace varios días que no aparece.

—Tenemos que llevarla a la finca. La bebé necesita un mejor cuidado. Si usted me lo permite.

—Sí, como usted mande.

—José, quedate con ellas. Yo voy a la finca hablar con mi abuelo y mi padre.

Salgo de la pequeña casa y me dirijo a toda prisa hacia la finca. Dejo el caballo en la puerta sin atar y entro a la casa corriendo. Y sé que Lucas está detrás de mí, quizá solo con esa acción me siento protegido y de alguna manera me da valor.

Volteo a mirarlo y él me brinda de una cálida sonrisa y yo se la devuelvo encantado.

Mi padre y el señor Miguel están en la sala conversando con el abuelo.

Estoy agitado apenas puedo hablar.

Mi padre se levanta de inmediato de su asiento.

—Hijo, ¿Qué pasó? —pregunta alarmado.

—La... mamá... la... bebé... —hablo agitado y entrecortado. 

—Hijo, respire por el amor de Dios.

Respiro hondo y comienzo a contarle lo sucedido.

—Deberíamos traer a la bebé acá. La señora está muy mal. José me contó que no sabe nada de su padre hace varios días.

—Esto es mi culpa —mi abuelo se reprocha.

—¿Por qué lo dice abuelo?

—Hijo, dígale a Teresa que prepare unos de los cuartos de arriba. —El no responde a mi pregunta.

—Está bien, abuelo.

—Estoy muy orgulloso de vos, hijo —dice mi padre.

Voy hacia la cocina y me encuentro con Elvira con unos platos en la mano cuento exactamente lo mismo, y ella se espanta al contar mi relato.

Lucas aparece en la cocina y por alguna razón que desconozco ella le ofrece un mate, quizá con él, ella se siente más cómoda que conmigo. Lucas se hace querer tan fácilmente. Él le acaricia la espalda y le dedica una sonrisa.

Me quedo en medio de la cocina, inmóvil sin poder coordinar una acción. Lleva la bombilla a la boca y me aferro con fuerza a la mesa de algarrobo. Él frunce el ceño y caigo en cuenta de dónde me encuentro.

Él se acerca a mí, sin demasiado tapujos, acaricia mi espalda delante de Elvira y yo me siento incómodo. Encojo mi cuerpo para poder alejarme de su agarre.

—¿Estás bien? —cuestiona, buscando mi mirada.

Estaría mejor, si estuviésemos los dos solos.

Asiento con la cabeza y salgo de la cocina.

Vuelvo a la sala con los hombros pesados por mis actos y acciones.

—Jeremías, quedate acá —ordena mi padre.

—¿La abuela?

—Se fue a hacer unas compras —responde el abuelo.

—Nosotros vamos a ir con Miguel y vamos a ver la situación. Es probable que la traigamos acá —explica mi padre.

—Sos muy valiente, hijo —dice el abuelo.

No creo que lo sea.

—Me gustaría estar en mi cuarto, por favor —pide el abuelo.

El señor Miguel lo deja en su habitación.

—¿Quiere qué me quede con usted?

—No, hijo. Ocúpese de qué todo esté en orden. Por favor, le pido.

—Está bien, abuelo. —Le beso su frente y me voy de la habitación.

Subo los escalones de dos en dos hasta llegar a unas de las habitaciones vacías.

Saco del armario las sábanas blancas y comienzo a tender la cama. En el cabezal hay un pequeño crucifijo.

Y flashes de lo que hice anoche me apuñalan.

Está bien que sienta culpa por lo que hice anoche. Dios me está dando una lección, por ser un impuro y descarriado.

Termino de armar la cama. Y observo un pequeño florero vacío.

Se me ocurre cortar algunas flores, para que la mamá de José se sienta a gusto en la finca. Bajo y me dirijo hacia el rosedal de la abuela.

Corto algunos pimpollos.

—¿Necesitás ayuda? —Su voz resuena en todo mi ser, y creo que se tomó muy en serio el hecho de que iba a cuidarme.

Me volteo a mirarlo y sonrío.

Lo que hice anoche viene a mí y me siento culpable.

—¿Dormiste bien anoche, Lucas? Yo... Lamento lo que pasó. —expreso, entregándole un pimpollo.

Él me sonríe y asiente con la cabeza.

—Gracias, bonito.

—No me llames así, te pueden oír.

—Es lo que sos —afirma, confiado. Revoleo los ojos en desaprobación absoluta de lo que dice—. ¿Te miraste al espejo?

—Un par de veces —bromeo.

Tira de mi mano y me lleva a las rastras.

—¿Qué haces? ¿A dónde me llevas? —sueno divertido, pero en realidad estoy preocupado.

—Voy a corroborar lo que estoy diciendo.

—¿Ahora?

Asiente, mirando hacia mí.

Tironea mi cuerpo y subimos las escaleras, reteniendo la risa.

Me hace pasar al baño y yo me siento algo nervioso.

—¿Qué estamos haciendo acá, Lucas?

—Mirate. ¿Qué ves?

Me agarra de los hombros y me obliga a mirarme al espejo. Se pone detrás de mí y levanta mi mentón para que pueda visualizar la imagen de un infame, de un pecador. De una persona que solo merece castigo. De una persona infeliz, en lo largo y ancho de la palabra y si me permiten extenderme un poco en mi descripción, un hijo de puta. Un hijo digno de Gregoria.

—¿Y vos? ¿Vos qué ves en mí?

—¿Yo? ¿Tenés tiempo? —Sonríe y yo hago lo mismo—. Deberías sonreír más seguido. Este lunar me vuelve loco, Jeremías.

Agacho la cabeza, un poco avergonzado.

Se humecta los labios y me toma de la cara.

Me besa la mejilla y yo cierro los ojos, disfrutando su contacto cálido y húmedo.

—¿Podés dormir conmigo hoy?

—¿Es lo que querés?

—Sí. Yo... Necesito tenerte cerca, ¿podrías hacer eso por mí?

Sonríe apretando un poco los labios.

—Para mí, sería un placer, Jeremías.

Alzo la vista y me encuentro con par de ojos almendras, bien abiertos, expectantes. Llenos de calidez.

Me acerco un poco más él, hasta sentir su aliento en mi nariz y mis labios. Cierro los ojos y su boca se encuentra con la mía. Lucas sabe dulce y su saliva se siente espesa como la miel. Mi cuerpo se acopla a él. Mis extremidades se aflojan cuando hace presión en la parte baja de mi espalda. Abre un poco más la boca y siento su lengua, moviéndose de forma indebida en mi interior, recorriendo cada centímetro de mí, recordándome que estoy vivo. Que de mi sangre la sangre fluye a caudales, y que mis pulmones inhalan la mayor cantidad de oxígeno. Mi entrepierna hormiguea y sin que pueda controlar mis emociones y mi cuerpo, sale de mi boca un jadeo doliente y suplicante. Pidiendo todo y nada a la vez. Porque no sé dónde me llevará el todo y a la vez no me puedo conformar con nada.

—Te deben estar buscando, Jeremías —dice, alejándome de él.

Carraspeo para poder enfocarme.

—Tenés razón. Yo... tengo que ir a preparar el cuarto de... —Me interrumpo con la garganta seca—. Más tarde hablamos.

Él me queda mirando, pero no dice más nada.

Nos quedamos así unos segundos, eternos e interminables segundos, y me alejo de él. Disfrutando y padeciendo al mismo tiempo de su lejanía.

Me arden los labios y siento mi ropa interior húmeda.

Los gritos de Gregoria vienen a mí de inmediato, recordando mi falta.

Entro a la habitación y aspiro con fuerza el dulce aroma, apoyando en la puerta una vez cerrada. Me arrastro hasta llegar al suelo y me quedo unos minutos allí.

—Dios, perdóneme, he pecado. No solo en pensamiento, sino también de acción. No sé si merezco su perdón, pero lo necesito. Padre usted que todo lo ve, necesito que acepte a su hijo descarriado. Soy la oveja negra de la familia. Necesito que me perdone. Por favor, haga que la madre de José se cure, que mejore de su salud y que el abuelo deje de sufrir, y por favor no te lo lleves, no todavía.

Merezco castigo, lo merezco.

Golpean la puerta y el ruido me exalta.

—Adelante —digo y carraspeo.

—Hijo.

La abuela se me acerca.

—Te estaba buscando, vi a tu amigo en la entrada y le pregunté por vos.

—Ah. ¿Y qué te dijo?

—Que estabas acá. Me contó sobre la madre de José. La llevaron al hospital de la capital, no está muy bien de salud. José trajo a la pequeña para que le demos un mejor cuidado —cuenta.

—Yo le había preparado su cuarto —digo, apenado.

—Veo que cortaste algunas flores.

—Espero que no te haya molestado.

—No, Pachi, para nada.

—Yo voy a estar abajo. Elvira y yo nos haremos cargo de la niña.

Se levanta de la cama y se va.

La noche está en todo su esplendor con la pequeña en la finca y la madre de José en el hospital no hay demasiado movimiento. La tranquilidad de mi habitación me inquieta y desearía que él esté aquí. Que me bese, que me dé calor. Pero, por el momento eso no ocurre.

Voy al escritorio y agarro algunas hojas y comienzo a dibujar.

En mi imaginación siempre se encuentra él, en mi imaginación hay lugar para los dos. Hay lugar para fantasear que entre los dos puede existir la felicidad y la prosperidad. Que podríamos ser felices. Solo él y yo. Nosotros. Aunque sé a la perfección que es solo una utopía y que la realidad me dice que no podemos vivir de ella.

Que su carne es pecado y a la vez es mi oxígeno.

Suspiro con amargura, dándome cuenta hacia donde se dirigen mis pensamientos.

Golpean la puerta y escondo mis dibujos debajo de la almohada.

Abre la puerta y me encuentro con un bello morocho que me observa con un hermoso brillo en los ojos y siento que me ilumina con una sola mirada.

—Buenas noches —dice, divertido apoyándose en el marco de la puerta.

—Hola —expreso un poco tímido.

—¿Puedo pasar?

Le doy espacio e ingresa a mi pieza con un canasto de mimbre.

Lo deja apoyado en el escritorio y relojea mis hojas. Por suerte, para mí están en blanco.

—¿Qué trajiste?

—Alguna cosas, quizá con esto te sientas un poco mejor. Me dijo Elvira que ya comiste.

Asiento con la cabeza.

Solo él me puede hacer sentir mejor. Solo él.

Me siento en la cama un poco ansioso, juntando mis rodillas y poniendo mis manos entre mis muslos húmedos por el sudor.

—¿Qué tenés pensado hacer? —consulto, con la voz quebrada.

Él me mira y sonríe. Haciendo su bella sonrisa pícara.

Yo agacho la cabeza y me quedo mirando mis pies desnudos. Él me sorprende arrodillándose frente a mí.

—No hay nadie en la Finca, Jeremías. Solo el abuelo —cuenta, acariciando mis piernas con las manos abiertas, haciendo presión con los pulgares, rozando mis genitales.

Mi espalda se pinza y carraspeo en respuesta a sus toques.

¡Oh!

—Quise tenerte así, desde el primer día que te vi. Desde el primer día que tu padre nos presentó, ¿Te acordás ese día?

—Jamás lo olvidaría.

Él se recuesta a mi lado, tomándome de la cara y solo se queda así, mirándome fijo. Sin decir nada. Apoya su frente a la mía.

Si dios me permite la vida eterna reencarnaría y volvería a vivir este momento tan nuestro y tan íntimo.

—Quiero que seas mío en cuerpo y alma, Jeremías —dice, sin mirarme todavía con los ojos cerrados. Apoyando su nariz a la mía, respirando en mismo aire.

—Tengo miedo —confieso.

—¿De mí?

—Del exterior. De lo que hay detrás de estas cuatro paredes.

De Gregoria.

—No es necesario salir de estas cuatro paredes. Estas cuatro paredes serán nuestro refugio. 

Nuestro. 

Nuestro. 

Nuestro. 

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