Payraud
Luego de treinta minutos cabalgando a paso lento, Agatha y César al fin pudieron llegar a las afueras del poblado de Payraud, ubicado en el extremo norte del reino de Cerally.
Los dos extranjeros estaban cubiertos de sudor, tierra y arena, se veían un poco quemados por el sol, se sentían acalambrados de pies a cabezas por el duro viaje, y necesitaban hidratarse con urgencia.
Oscar, al bajar a tierra firme, soltó un exhalo largo y se estiró los brazos y piernas, queriendo maldecir a los cielos por su mala suerte. Ya Agatha, llevó su caballo —Gamall— a un arroyo cercano y lo dejó beber un poco de agua, mientras se ataba el cabello en una cola de caballo desastrosa.
—Aún no puedo creer que ese desgraciado se llevó a Camille... —el capitán mencionó a su corcel desaparecido.
—Lo vamos a encontrar, Oz... Mantén la calma.
—¿Y si no lo hacemos?
Agatha abrió su bolso encantado de nuevo y sacó a la cabeza de la quimera —todavía enrollada con su capa azul— de adentro.
—En ese caso, deberías estar feliz de tener un premio de consuelo —ella sonrió—. Con esto te podrás comprar hasta a un unicornio si es que quieres.
Oscar cruzó los brazos y contempló su propuesta en silencio, con una expresión indescifrable, por un minuto completo.
Luego, alzó las cejas, curvó los labios hacia abajo y dio de hombros.
—¿Sabes qué? ¡Hecho!
La pelirroja se rio de su reacción y le entregó el cráneo, para luego tomar las riendas de su caballo y hacerle una seña a su acompañante. Oscar la siguió al poblado sin más quejas.
Mientras caminaban, pudieron echarle una mejor mirada al lugar.
Las calles eran adoquinadas. Las casas que las rodeaban, construidas con entramados de madera, cuajados de zarzo y barro, y decoradas con yeso. Pozos y fuentes existían a cada cinco cuadras.
—¿Así que esto es Payraud?... —Agatha, poco impresionada, comentó en voz baja—. No te voy a mentir, se veía más imponente en las ilustraciones de mis libros.
—Payraud solía estar en mejor estado durante la Guerra Mágica, cuando estaba más activa. Era uno de los ejes financieros del reino de Cerally. Pero hoy en día solo sirve de posada para viajeros que quieren llegar a la capital. Hacen una parada aquí, comen, beben, se asean, duermen y después se van a Possadar, que es donde está ubicado el castillo real —Oscar explicó, mientras los dos avistaban en la distancia un pequeño grupo de hombres—. También es un verdadero Oasis para soldados que están cumpliendo sus campañas de primavera y verano...
—Espera, ¿y esos de ahí quiénes son? —la princesa lo cortó, al notar que dichos individuos los estaban observando.
—Esos son los guardias del alcalde, Midas.
—¡Alto ahí!
—¿Estamos en problemas? —Agatha le preguntó al capitán en voz baja.
—Aún no.
Los sujetos que a ellos se aproximaban eran altos, musculosos, y usaban una ropa negra, innecesariamente corta y provocadora. Decoraban dichos atuendos con cinturones, pulseras y arneses de cuero, púas metálicas, y cadenas. Para volverlos figuras aún más extrañas, todos tenían sus cabellos tenidos de azul y cargaban espadas largas, curvas, que casi tocaban el suelo de tan grandes.
—¿Quiénes son ustedes y qué quieren en nuestra ciudad?
—Oscar, su cabello... —Agatha murmuró, escandalizada.
—¿Eso es lo que realmente te está asombrando? ¿No vas a comentar nada sobre sus atuendos?
—¡Ahem! — el líder del grupo aclaró la garganta, acercándose más y más al par de cotillas.
—Somos soldados del reino de Calavaris, señor. Yo soy el capitán Oscar y esta es... mi escudera, Agatha —Oscar respondió con cierta molestia, como si ya conociera el proceder de los soldados muy bien—. Vinimos aquí porque queremos charlar con el alcalde.
—¿Queremos? —la joven le volvió a hablar en voz baja.
—Solo sígueme el juego.
—¿Y qué traen en esa bolsa? —otro de los individuos preguntó, apuntando a la capa de Agatha, que envolvía a la cabeza de Quimera.
—Es mejor si se lo mostramos... —Oscar respiró hondo y puso al objeto en el suelo, comenzando a deshacer el nudo que mantenía al envoltorio en su lugar sin apuro alguno.
Cuando los soldados vieron lo que ellos traían consigo, entraron en pánico. En vez de llevarlos al despacho del alcalde, los arrestaron y llevaron a la comisaría.
—¿No me dijiste que Payraud era un lugar seguro? —Agatha le indagó a su amigo, furiosa.
—Lo es. Sus habitantes solo son dramáticos —el capitán respondió, recibiendo una mirada de desprecio por parte de sus captores.
Pero la princesa, aunque angustiada, decidió confiar en la calma de Oscar. Él no parecía estar sorprendido por lo que había pasado y no se veía ni un poco nervioso, tan solo un poco... frustrado.
En la comisaría, fueron arrastrados al escritorio del jefe de la guardia local, el capitán Niko. Allí, notaron que el hombre parecía reflejar la misma desgana del forastero. Tenía una larga pila de papeles a su frente, a los que tenía que estampar y firmar, se estaba muriendo de calor, y su aburrimiento era crónico. Con un codo apoyado sobre la mesa y el rostro apoyado en su mano, parecía un estudiante de primaria, harto de las lecciones de sus maestros.
—Hagamos esto rápido, ¿sí?... ¿Ustedes quiénes son? —él indagó, mientras los extranjeros eran forzados a sentarse a su frente.
—Capitán Oscar, escudera Agatha. Soldados del reino de Calavaris. Queremos hablar con su alcalde —el joven se repitió, sonando cada vez más molesto.
—¿Hablar con Midas? ¡Ha! — Niko se rio sin mucha alegría, y giró los ojos—. Es más fácil matar a una Quimera a que él los reciba en su despacho.
En una jugada cómica, uno de los guardias que habían arrestado a Oscar y Agatha tiró el cráneo del animal sobre la mesa del capitán, derribando a uno de sus timbres de madera y haciendo volar a algunos papeles.
La visión de aquella cabeza de león, con dientes del tamaño de sus dedos y cuernos demoníacos lo hizo dar un salto hacia atrás y agarrarse su propio cuero cabelludo con espanto.
—Yo... —ojiplático, miró al dúo y tragó en seco—. Iré a-a hablar con él... Ya vuelvo...
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—Y así matamos a la Quimera, su señoría —Agatha terminó su cuento, mientras Oscar asentía a su lado.
Ambos estaban ahora sentados en un sofá dorado, adentro de una habitación igual de amarilla y resplandeciente. A su frente, sentado en su sillón con las piernas cruzadas, estaba el alcalde del poblado de Payraud, Midas.
Todo su cuerpo parecía estar hecho de oro, desde su piel, a su cabello, a sus ropas. Llevaba un par de guantes encantados en las manos, que eran la única cosa en todo su despacho a poseer un color distinto, por ser marrones. Él era un hombre corpulento, con un bigote bastante prominente bajo su nariz redondeada, y se veía fornido pese al tamaño de su torso.
—¿Y qué le pasó al príncipe? ¿César? — él le preguntó al dúo, con genuina curiosidad.
—Huyó de la caravana, señor. No sabemos dónde ha ido a parar.
—Pensamos que estaría aquí en el poblado, pero...
—Nadie más que ustedes ha llegado aquí hoy, por los rumores sobre el regreso de Vigario. La gente tiene miedo a viajar por estos lados y toparse con él —el alcalde comentó, entristecido—. Eso sí... es una pena que usted haya pedido su caballo y sus provisiones, capitán Oscar. Se arriesgó la vida para salvar la de ese hombre, y él lo abandonó, sin siquiera mirar atrás.
—Es un noble, señor. Tiene que hacer lo que deba para sobrevivir y preservar la línea de descendencia de Calavaris.
—Sigue siendo un hombre como tú y yo, aunque su sangre azul no sea igual a la nuestra —Midas afirmó con austeridad y luego miró al otro capitán presente en su despacho, el de su guardia—. Niko, pásame ese pisapapeles de ahí —señaló a su escritorio con la mano—. Como agradecimiento por sus heroicas acciones, señorita Agatha, y como pedido de disculpas de parte de Payraud por su pérdida, señor Oscar... — Midas se quitó uno de sus guantes y abrió su palma, dejando que su oficial depositara el objeto pedido sobre su piel. Al tocarla, el trozo de madera comenzó a brillar y en segundos, fue convertido en oro sólido—. Aquí tienen su recompensa.
—¿C-Cómo?
—No importa —Midas contestó de inmediato, cortando la pregunta como si hablar sobre el tema le doliera—. Solo, por favor... acepten el regalo.
Oscar y Agatha intercambiaron miradas asombradas, antes de asentir y recibir el lingote entregado por el alcalde. El hombre, disfrazando su melancolía con una sonrisa educada, se volvió a poner el guante marrón sobre la mano y miró a Niko.
—¿Están libres de irse entonces, señor? —el jefe de la guardia indagó.
—Sí. Deja que exploren Payraud y que pasen todo el tiempo que quieran por aquí. Eso sí, escóltalos al banco primero, para que puedan cambiar su oro por efectivo.
—A la orden —Niko asintió y le hizo una seña a los forasteros para que se levantaran.
Agatha, entregándole la barra a Oscar, se atrevió a hacer algo que ningún viajero había osado, a años. Estiró su propia mano hacia Midas, esperando que él la sacudiera.
—¿Segura? —el alcalde preguntó, con una mezcla de temor y vergüenza.
—Tiene sus guantes puestos, ¿no?... No veo que mal hay en despedirnos con formalidad.
El hombre, visiblemente tocado por su gesto, descruzó sus piernas, estiró su brazo adelante, y cubrió la palma de la princesa con la suya. Le dio una sacudida débil, insegura, pero amplió su sonrisa.
—Gracias, señorita.
—A su disposición, alcalde.
Oscar, sintiéndose inspirado por el coraje de su amiga, repitió el gesto, aunque con mayor apuro. Luego, los dos se giraron hacia la puerta y abandonaron el despacho junto a Niko, cargando consigo la cabeza de Quimera y el lingote regalado por Midas.
El político pasó los próximos quince minutos sentado en su sillón, mirando a la tela que cubría su mano con una expresión culpable. Cerró los ojos. Ignoró sus lágrimas. Escuchó una leve vibración a su espalda y se levantó, para mirar al espejo gigante que colgaba de la pared.
El objeto, que antes lucía tan dorado como el resto de sus muebles y ornamentos, ahora brillaba con un color verde, bastante intenso. En su superficie, el mandatario ya no veía más a su reflejo. Sino a la silueta de otro hombre, bastante más poderoso, sano y cruel que sí mismo.
—Midas...
—Aquí estoy.
—¿Sabes dónde están los responsables por la muerte de mi Quimera?
El alcalde vio al rostro de Vigario volverse más y más claro en el espejo y tragó en seco, aterrado.
—¿C-Cómo sabes que tu quimera?...
—No es de tu interés —lo interrumpió—. Solo responde a mi pregunta.
—S-sí...
—Sí, ¿qué?
—Sé dónde están... —Midas bajó la mirada a sus pies por un instante y cerró a sus manos en puños—. Están aquí en Payraud. Los acabo de conocer. Se llaman Oscar y Agatha, los responsables.
—Perfecto. Les mandaré un regalo de mi parte así que el reloj alcance la medianoche. Dile a tus guardias que tengan cuidado. Que dejen que ambos mueran, y que no se involucren en su castigo.
—Pero s-señor...
—¿Qué, Midas?
El alcalde tragó en seco. Sacudió la cabeza, sabiendo que discordar con el mago sería una locura. Pensando en otro tema de conversación, volvió a encarar al espejo.
—Me preguntaba si usted ya ha encontrado una c-cura para mi maldición... Se esparce tan rápido que ya me está costando comer solo. Todo lo que mi piel toca se convierte en oro. Y mis músculos...
—Paciencia, mi caro. Le hiciste un deseo a un Ifrit. Algo así de grave no es fácil de solucionar. Ya conoces su Ley.
—Toda magia tiene su precio.
—Así es... Pero en poco tiempo volverás a ser un hombre libre y rico, Midas. Ya no habrán miradas de disgusto de tu pueblo, de tus hombres, y no tendrás que soportar al asco de tu propia esposa. Solo debes seguir mis órdenes por mientras, y obtendrás todo aquello que tu corazón desee.
El alcalde enderezó su postura y miró a Vigario a los ojos. Si matar a los forasteros era lo que debía hacer para curarse, no tendría opción. Sería su deber hacerlo.
Por ello, se tragó su disgusto y respondió:
—Sí, señor.
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Nota de la autora: Más paneles...
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