Oya
Luego de terminar sus compras y de conseguirse una habitación doble en la posada local, Agatha y Oscar decidieron en conjunto ir a una taberna cercana, a cenar. Pagaron por una suntuosa y opulenta tabla de quesos y carnes, acompañada por un cuenco de vegetales cocidos. Combinaron dicho menú con el más caro de los vinos locales, un sauvignon noir.
Las barricas detrás del bar contenían una amplia variedad de sabores interesantes a los que proba, y ambos seguramente se hubieran divertido secando cada uno de los toneles si los tiempos fueran otros, pero aquella noche, se contentaron con pedir dos copas individuales.
Al final de cuentas, Agatha tenía una misión importantísima a la que pronto cumplir. Sí, Oscar se quedaría en el poblado, pero ella tendría que aventurarse por los bosques de Cerally, cruzar la villa Sauvignon, y encontrar el lago de Salmacis —que se rumoreaba, era donde la torre de la princesa Lily estaba localizada—.
Él podía embriagarse cuanto quisiera, pero no ella. Debía mantenerse alerta y energizada, a todo momento.
Bueno... eso no era del todo cierto. No era recomendable que él perdiera la cordura tampoco. Porque después de su batalla con la Quimera, y de oír los relatos de los supuestos avistamientos de Vigario por aquellos lados, era obvio que el lugar no era confiable. No podían acomodarse demasiado por allí.
Por eso, aunque sus bocas curiosas quisieran degustar cada tipo de brebaje disponible en aquella mágica taberna, ambos debían permanecer lo más sobrios y cuerdos posibles.
—Aún no puedo creer que no me hayas dejado usar el traje nuevo hoy...
—Esa es la palabra clave, Oz. Nuevo —La princesa se metió un trozo de jamón acaramelado a la boca—. Esos trajes, como tú mismo lo dijiste, los usaremos cuando nos encontremos con el Rey. Además, recuerda que todavía estamos en el medio de una misión... Tenemos que llevar puesta nuestra armadura siempre, en caso de que alguna emergencia nos tome desprevenidos.
—En eso te daré la razón... —Él sonrió, pese a su leve frustración—. Aunque esperaba impresionar a algunas chicas con mi ropa nueva hoy, te daré la razón...
Un grupo de bardos estaba tocando una placentera música a su derecha. El conglomerado poseía de todo. Un laúd, una lira, una cítara, una pandereta, una flauta y un tambor. Todos los músicos eran hombres, a excepción de la muchacha que tocaba la lira. Tenía un cabello lacio, de color similar al lino, trenzado en una corona. Oscar estaba encaprichado con su evidente belleza y talento, y Agatha no lo podía juzgar. Porque por dentro se sentía igual de fascinada por la joven.
—Deberías ir a hablar con ella... —la princesa comentó antes de beber un sorbo de su vino y mirar a cualquier otro lado que no fuera a la preciosa chica al otro lado de la taberna.
—Conquistarla sería una batalla perdida... Al menos vestido así, lo sería.
—¿Por qué?
—Debes saber que nosotros los soldados tenemos mala fama.
—¿Y por qué será? —Agatha no logró ocultar su ironía—. Tal vez si no tuvieran una amante en cada aldea de todos los siete reinos, su fama no sería tan horrenda.
—Bueno, sí... ¡Pero no todos los soldados hacemos ese tipo de cosas!
—No, algunos hacen cosas peores...
—¡Hey!...
Oscar iba a seguir hablando, cuando de pronto notó una sombra moverse a su lado. Al mirar en dirección a los bardos, sus ojos chocaron con el vestido amarillo de una mujer. Al subir su mirada, vio a posiblemente la dama más hermosa que ya había visto en todos sus años de vida en la tierra, de pie cerca de su mesa.
Su rostro parecía haber sido esculpido por los mismos dioses. Sus ojos tenebrosos reflejaban el abismo estrellado del firmamento. Y su piel negra, de una tonalidad tan oscura que solo podría compararse con el ébano, era absolutamente preciosa. La desconocida también tenía un cabello crespo, bastante voluminoso, que se asimilaba en proporciones al rizado de Agatha, pese a no poseer el mismo color.
El capitán sintió a Cupido flechar su corazón así que sus pupilas se encontraron. Y por un minuto, se le olvidó cómo hablar.
—Lamento interrumpir su cena, de verdad, pero necesito hablar con ustedes — la mujer les dijo, con una voz preocupada, tensa, que confundió a los forasteros—. Soy la esposa del alcalde de Payraud, Oya.
—Un placer —Agatha respondió, entre desconfiada y recelosa.
—Vengo aquí porque la seguridad de ustedes está en peligro —la dama añadió en voz baja, y por su expresión angustiada, ellos dedujeron que hablaba muy en serio—. Escuché una conversación de mi esposo con un... aliado suyo, unas horas atrás. Un troll se dirige al poblado. Alguien está detrás de ustedes. Se tienen que ir de aquí, ahora. O acabarán muertos.
—Espere un minuto, ¿cómo así?...
—Les puedo dar más detalles si me siguen afuera ahora mismo, porque compartir todo lo que sé por aquí es peligroso... —Oya miró de un lado a otro, aliviada por ver que la música de los bardos estaba distrayendo a la mayor parte de los demás clientes de la taberna—. Por favor... —Los volvió a ojear—. Vengan conmigo.
Agatha respiró hondo e intercambió una mirada con Oscar, preguntándole en silencio qué diablos debían hacer a seguir. Él, tragando en seco, tomó coraje y se levantó de su silla. La princesa, exhalando, hizo lo mismo. Si uno tomaba un riesgo, el otro debía hacerlo también. Está había sido la regla hasta ahora, y lo sería hasta que la joven partiera al rescate de la princesa.
La esposa de Midas, al verlos alzarse, relajó sus hombros y las facciones de su rostro. Luego, le hizo una seña al tabernero y apuntó a los platos de los viajeros. El hombre pareció entender lo que ella quiso decir y rápidamente envió a su hijo a empacarles el resto de la cena en un Bentari —una caja de madera de palmera usada en el Reino de Cerally para almacenar comida—. Con la merienda guardada, el trío salió afuera, a charlar.
—¿Y? ¿Ahora usted nos dirá qué está pasando? — Agatha indagó, comenzando a molestarse.
No le gustaba que le interrumpieran las meriendas.
—Lo haré, pero les debo pedir primero que por favor no piensen en mi marido como un villano, porque no lo es. Solo... se relacionó con la gente equivocada.
—¿Y eso qué quiere decir? —Oscar preguntó a seguir, también sintiéndose un poco inquieto.
—Midas... Bueno, para que entiendan por qué él hizo lo que hizo, deben saber primero que está bajo una maldición. Y que para la dicha no existe cura.
—Ya...
—En su desespero, él buscó la ayuda de alguien quien, un día, ya fue su mayor enemigo. Un hechicero poderoso, temido, que en sus ojos era la única esperanza que le quedaba de recuperarse...
—Vigario —Agatha completó la oración, frunciendo el ceño.
—El mismo —Oya cruzó los brazos—. Ustedes, al matar la Quimera hoy, creyeron que estaban haciendo un favor para la gente de este poblado. Y en verdad, sí lo hicieron... Pero también lograron enojar a ese maldito hombre. Y él ahora los quiere ver muertos, por haber ejecutado a una de sus mascotas.
—Eso hace sentido —Agatha contempló en voz alta, al fin encontrando el origen de la angustia de la mujer.
—Sí, pero ¿qué hay de la maldición de Midas? —Oscar hizo a sus cejas chocar—. ¿Es la responsable de sus poderes de transmutación? ¿Eso es lo que lo permite convertir a todo lo que toca en oro?
—Así es.
—¿Cómo logró caer él en el camino de esa maldición? —Agatha tampoco logró contener su curiosidad.
La esposa del alcalde en sí, viéndose más y más nerviosa, bajo la mirada al suelo llevó uno de sus dedos a la boca, para morderse la uña.
—Es... —sacudió la cabeza—. Una larga, larga historia...
—Pues hasta que el troll aparezca, tenemos todo el tiempo del mundo —la princesa de Primus insistió, dando un paso adelante—. Así que suelte la lengua, si es que quiere que nosotros le creamos el cuento y la ayudemos a proteger la ciudad. Porque si un troll viene en camino, no hay manera de que nos iremos de aquí y dejaremos a todos estos habitantes vulnerables.
Oya, sintiéndose acorralada, cerró los ojos y asintió.
—Bien... lo haré. Pero todo lo que les diga se quedará entre nosotros.
—Nadie sabrá de nada —Oscar afirmó, con una amabilidad mayor a la de su colega.
La mujer volvió a abrir los párpados. Estiró la postura. Dejó de morder sus dedos y comenzó a discursar:
—Midas trabajó en la casa de mi padre desde joven, así que lo conozco desde que tengo memoria. Fuimos mejores amigos por años. Pero solo fue cuando mi madre murió, cuando me di cuenta de que lo amaba, y él a mí... Me cuidó con todo su cariño y consideración. Me devolvió la alegría de vivir, cuando pensé que ya no podía sentir más nada. Y lo único que quise hacer, desde ese momento en adelante, fue casarme con él —Las esquinas de la boca de Oya se inclinaron hacia arriba, por un instante—. Pero para ese entonces, eso no era posible. Midas era un herrero pobre y humilde. Yo era de una familia respetada... Éramos de mundos completamente opuestos. Yo de la nobleza; él un plebeyo... Aunque obvio, nada de eso a mí me importaba. Todos los títulos, la gloria, el oro... nada. Para mí, él era mi verdadero tesoro.
—Hermoso, pero ¿qué tiene eso que ver con la maldición? —Agatha preguntó, impaciente.
—Pues, todo —Oya soltó una risa resentida—. La diferencia de clases entre nosotros hizo con que mi padre se pusiera furioso al enterarse de nuestra relación. Despidió a Midas y me forzó a comprometerme con un hombre a quien yo no amaba en lo absoluto. Me casé con aquel monstruo el mismo día en que Vigario les declaró la guerra a los siete reinos, y Midas fue convocado a luchar en su contra. Pero él... no aceptó dicho final. Así que, en una de sus misiones como soldado, se robó la lámpara de un Ifrit.
—¿Ifrit? —Oscar alzó una ceja, sin entender a qué se refería la mujer.
—Un Genio. Una entidad todo poderosa, que concede tres deseos a todo aquel que la invoque. Midas le rogó por dinero, poder y fortuna. El Ifrit se lo concedió, haciendo con que todo lo que sus manos tocaran se convirtiera en oro. Antes, claro, le avisó que toda magia tiene su precio, pero Midas... él aceptó el acuerdo de todas formas. Y volvió a rescatarme, ya bajo el efecto de este nuevo don — Oya explicó, y su volumen se volvió más bajo y luctuoso—. Aquella noche él brillaba más que las estrellas en el cielo. Apareció en el jardín de la casa de mi esposo y lo iluminó con sus rayos dorados. Juntos, huimos de ahí, sin jamás mirar atrás.
—¿Y cómo llegaron a Payraud? —Agatha fue la siguiente en indagar, con una actitud mucho más blanda y apenada a la previa.
—No llegamos... él fundó este poblado —la mujer explicó, orgullosa—. Esto antes era una villa diminuta y bastante miserable. Pero mi esposo decidió usar su poder para el bien, y le dio riquezas al pueblo más pobre de todo el reino. Con el oro que regaló los habitantes de este lugar pudieron construir más casas, edificios, negocios, comprarse animales, máquinas, y todo tipo de aparatos mágicos que antes nunca siquiera habían soñado con tener. Y por eso, fue electo alcalde, y no ha dejado su puesto desde entonces. Él ayudó a este poblado a crecer. Y en cambio... todos lo ayudaron a dejar sus días de herrero atrás. Podría haber vivido en paz aquí, para siempre, pero... —Oya sacudió la cabeza y lloró un poco—. Su ambición no fue saciada. Él quería más. Y por eso, sin mi conocimiento, mató a mi padre y a mi antiguo esposo, para que pudiéramos recibir sus riquezas...
—¡Eso es terrible! —Oscar exclamó.
—Lo es, pero empeora. Porque, tal como el Ifrit le había avisado, la magia tiene un precio. Y con cada acto de codicia y avaricia que él realizaba, su corazón se volvía menos y menos humano. Comenzó a transformarse en oro.
—Por todos los dioses...
—Sí. Es tan horrendo como suena —Oya suspiró—. Yo solo me di cuenta de la gravedad de la situación cuando él cayó inconsciente por primera vez. Todo lo que su piel tocaba se convertía en oro. Midas ya no tenía control sobre su poder. Fue... asustador. Pensé que se había muerto — admitió con un pesar profundo—. Cuando él volvió a sí, me contó todo esto, sin saltarse ningún detalle. Y entonces mi miedo triplicó. Porque me di cuenta que, al matar a mi familia, él había activado la cláusula del Ifrit... tenía que pagar el precio de su magia. En otras palabras, se había causado su propia destrucción... —Miró a los forasteros a los ojos—. Desde entonces, hemos intentado de todo para curarlo y frenar el avance de su maldición... Pero es imposible detenerla. Y ahora, yo solo lo puedo tocar usando guantes. ¿Besarlo? Apenas en mis sueños. Pronto ya no podremos estar juntos y él morirá... solo.
—Lo lamento.
—¿Entienden ahora por qué él está desesperado? ¿Por qué le rogó a Vigario su ayuda?
—Sí... —Agatha de pronto se vio bastante conmovida por la historia—. Siente que no tiene otra manera de sobrevivir.
—Así es... Y yo sé que eso no cambia nada de lo que él ha hecho. Amo a mi esposo, de verdad, pero Midas se cavó su propia tumba. Y ahora quiere cavar la de ustedes, por su miedo —la voz de Oya se partió y más lágrimas se cayeron por sus mejillas—. Pero yo... ya no soporto ver más muertes. Así que les ruego, huyan... Váyanse bien lejos de aquí y no miren atrás. El troll los matará a ambos.
—No vamos a huir —la princesa afirmó, con escalofriante solemnidad.
—¿Q-Qué?
—Ya se lo dijimos; no vamos a dejar a este poblado a la merced de un troll. Nosotros matamos a la quimera y enojamos a Vigario, así que nos toca proteger a este lugar también.
—No p-podrán ir contra él...
—No le tengo miedo a villanos, señora —Agatha dijo, sin demostrar una minúscula pizca de temor—. Y por eso mismo, ayudaremos a evacuar al poblado ahora mismo, venceremos a ese troll, y lograremos encontrar una cura para la maldición de su esposo. Todas las maldiciones tienen cura. Aprendí eso en mis clases de alquimia en la academia militar. Aún no es muy tarde para Midas. Lo lograremos salvar...
—Ags, no sé si...
—Oz —la joven lo cortó—. Tenemos que intentarlo.
El capitán, aunque nervioso por la idea de tener que vencer a un troll, y seguro de que no lograrían salvar al alcalde, hizo una mueca de desagrado y pavor, pero no volvió a contradecir a su colega.
Ella lo había salvado de morir carbonizado por las llamas de una quimera.
Él no podía darle la espalda ahora y huir.
Si ella quería hacerle frente a aquel monstruo... Tendría que permanecer a su lado. Era lo más correcto y justo a ser hecho.
—Tenemos que actuar rápido —Agatha dijo, poniendo una mano sobre el hombro de Oya—. Todo estará bien, pero me tienes que hacer caso y seguir mis instrucciones al pie de la letra, ¿de acuerdo?
La mujer, secándose sus lágrimas, asintió.
—De acuerdo.
—Dale... Entonces esto es lo que haremos...
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Nota de la autora: Algunos paneles de la historia de Oya y Midas en el comic original, más Oscar y Agatha cenando...
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