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La Quimera - Parte 1

Agatha y Oscar dejaron a la ciudad de los elfos un poco después del mediodía, sintiéndose agotados pero determinados en salir de Primus.

Las primeras veinticuatro horas que pasaron juntos lo hicieron charlando, descubriendo sus gustos y disgustos, y forjando una amistad que ninguno de los dos se había esperado obtener en dicho viaje.

Cuando la noche cayó y se vieron forzados a acampar, ella compartió su tienda de campaña con él, para que el pobre muchacho no tuviera que pasar la madrugada congelándose afuera, en su saco de dormir que ya había visto días mejores.

Muchas mujeres de su reino hubieran percibido dicho gesto como impropio y peligroso, pero Agatha no compartía sus ideas. Oscar le llegaba a la altura de los hombros en tamaño y —aunque fuera un militar entrenado, así como ella— no presentaba peligro alguno para su castidad o seguridad. Ella podía protegerse.

Además, el joven parecía ser confiable. Y este hecho se volvió aparente cuando, al acostarse a su lado en el refugio, automáticamente le dio la espalda y le deseó buenas noches, determinado en ni siquiera encararla mientras dormía.

Ella se rio de su actitud tímida e hizo lo mismo de vuelta, volteándose para que él pudiera conservar un poco de privacidad.

En los días siguientes, ambos lentamente se volvieron más cómodos con la presencia ajena. Para cuando llegaron a Candorra, dejando atrás níveas montañas y bosques de Primus, incluso se atrevían a charlar antes de dormir, y jugar a las cartas para pasar el tiempo.

Oscar había traído una baraja consigo entre sus pertenencias, pero no la había podido ocupar hasta chocar caminos con la muchacha. Y gracias a ellas descubrieron otra cosa que los unía: Su espíritu competitivo.

—¡Canasta de comodines limpia! ¡Agatha de Primus gana el juego! —ella se rio, cruzando los brazos.

—"Agatha de Primus"... —él sacudió la cabeza, recogiendo sus cartas para barajarlas de nuevo—. Ganas dos partidas y ya comienzas a hablar como si fueras de la realeza...

Bueno, ahí estaba algo que Oscar aún no sabía. Ella efectivamente era de la realeza.

La joven había decidido no decirle nada al respecto porque temía perder a la camaradería que había encontrado a su lado. No quería que él la comenzara a tratar de diferente forma solo porque ella había nacido en una cuna de oro.

Por una vez en su vida, solo quería ser... Agatha. No la "princesa Agatha".

Así que se quedó callada.

Y decidió hacerlo por el resto de su aventura.

—Por todos los Dioses, hace calor aquí... —ella se quejó, mientras galopaba por un camino de tierra junto a Oscar.

Para aquel entonces ya llevaban siete días de expedición. Se habían cruzado con algunas criaturas mágicas peligrosas, como Zlatorogs (rebecos azulados, de cuernos de oro, agresivos si eran irritados), Schneerams (muflones salvajes de Primus, infectados con un virus mortal llamado Schwarzmorr, que los hacía embestir sin razón alguna a cualquier humano que tuviera a la vista), uno que otro Jackalope (liebres con cuernos de antílopes, carroñeras, que lograban aprender y repetir frases como "vengan conmigo" o "por aquí", engañando a viajeros a seguir su voz y caer en barrancos y crevasses, para luego ser devorados), y una horda de Krampus (criaturas de aspecto demoníaco, con pelajes oscuros y patas de cabra, que aparecían por las noches para acechar y asesinar humanos ingenuos).

Por suerte, no habían sido atacados con gravedad por ninguno de estos extraños seres. Cada encuentro fue tenso y los dejó con el corazón en la garganta, sí... pero habían escapado de Primus sanos y salvos.

Ahora los dos estaban en Candorra, cruzando las estepas de Gilandro a través de la Ruta del Hombre Muerto. La nieve había desaparecido por completo y el frío también. Ambos extranjeros estaban sudando más de lo que habían sudado en todas sus vidas y el sol no les estaba siendo nada amable. Sus rayos dorados los azotaban con su calor y quemaban su piel sensible, acostumbrada a climas más fríos.

—¿Esta es tu primera vez en Candorra? —preguntó Oscar, mientras reducían un poco su velocidad y dejaban a sus caballos descansar.

Agatha recogió su cantimplora y bebió un poco de agua.

—Ya vine antes, cuando era pequeña. Pero hice mi viaje de carruaje —ella le ofreció el contenedor a seguir y el capitán le agradeció la consideración—. Y no me acordaba de este horrible calor...

—Vas a tener que comprarte unas cremas de protección solar en alguna apoteca... O si no te volverás un tomate. Tu piel parece ser demasiado fina.

—Parte de la maldición de ser pelirroja —ella bromeó, con una expresión que gritaba "autodesprecio".

—Al menos no te vuelves naranja igual que yo —Oscar no lo dejó barato, riéndose de sí mismo también—. Pero, en fin, no te perdiste de mucho desde tu última visita a este reino... Candorra no tiene mucho que ofrecer. Solo calor, sequías y hambre —Le devolvió la cantimplora, ya cerrada—. Con razón Vigario se volvió loco... creció aquí.

—Ay, por favor... Algo de bueno debe haber en este lugar.

—Bueno, sí hay algo.

—¿Qué?

—¡La comida! —él exclamó, con la boca ya llena de agua—. ¡Los candorreanos cocinan mejor que todos los otros habitantes de este continente, te lo juro! ¡Hacen unos frijoles negros que te volverán loca! ¡¿Y su carne asada?! ¡Oof! ¡Una delicia! —sonrió, sacudiendo la cabeza—. De hecho, ya hasta siento su olor en el aire...

—Oscar, creo que eso no es olor a carne asada.

—¿Huh?

—Espera —Agatha frenó el paso de su caballo y el capitán, confundido, hizo lo mismo.

La chica siguió su olfato y cabalgó hacia un camino que se extendía a su derecha. El sendero corría hacia un pequeño desierto que existía en el norte del reino, y que no quedaba demasiado lejos de dónde estaban. Ahí, el olor a quemado se fue intensificando. Hasta que de pronto, en la distancia, el par de viajeros logró ver el origen de dicho fuerte y nauseante aroma.

Una línea de carruajes incendiados rellenaba el paso. Entre la vegetación seca, la tierra árida y las nubes blanquecinas que cruzaban el cielo, yacía el escenario más devastador y macabro que ambos ya habían visto en sus vidas.

Los vehículos aún ardían con un fuego verde, inextinguible. Algunos cuerpos irreconocibles estaban esparcidos por aquí y por allá, negros al punto de parecer trozos de madera. Y moscas volaban por doquier, junto a carroñeros oportunistas.

—¡Agatha, espera! — Oscar exclamó, al observarla descender de su caballo, agarrar su escudo y salir corriendo por las ruinas que encontraron.

Dejando su propio animal al lado del de ella —sabiendo que ambos habían sido entrenados para mantenerse quietos en su lugar y esperar por el regreso de sus jinetes con resignación y paciencia—, él salió corriendo detrás de la muchacha.

—Ayúdame a buscar sobrevivientes —la pelirroja demandó, ojeando sus alrededores con una mezcla de temor y compasión.

—Creo que hay uno cerca de ese carruaje de ahí —Oscar señaló a la lejanía, donde efectivamente un cuerpo se arrastraba por el suelo, buscando una salida del incendio.

Los dos no perdieron su tiempo. Corrieron en la dirección del herido sin pensarlo demasiado. Pero mientras se aproximaban, el capitán notó algo que lo hizo frenar sus pasos y sujetar a Agatha del brazo, deteniendo su avance también.

—¡Oye!

—Ese es mi príncipe —Oscar la jaló hacia un costado del camino, para que se escondieran detrás de vagón volteado, y comentó con asombro.

—¿Huh?

—César Tamir de Calavaris, ¡es él!

—Ya, ¿y?

—¿Qué carajos hace él aquí?

—¡¿Yo qué voy a saber?!

—Agatha... —El capitán la frenó de nuevo—. Él se está ocultando de algo. Míralo.

Como dos niños traviesos, los viajeros se inclinaron por el costado del vagón y volvieron a observar al sujeto desde la distancia. Efectivamente, la muchacha lo reconoció. Si era el heredero al trono de Calavaris. Pero Oscar hacía un muy buen punto. Él no parecía herido, sino asustado. Se estaba arrastrando por el suelo porque no quería hacer ningún ruido y llamar la atención de algo... Pero, ¿qué?

La respuesta vino en segundos. Ambos escucharon un rugido áspero, profundo, digno de una criatura removida derecho de las profundidades del tártaro. Y al mirar hacia la izquierda del príncipe, ubicaron su origen.

Un león enorme, con cuernos rojos, ojos de gato y una cola que terminaba en la cabeza de una serpiente los estaba mirando. Y sus dientes filudos, largos, teñidos de carmesí, no eran un testimonio de su amabilidad.

—¡¿Una quimera?! —Oscar alcanzó a exclamar, antes que Agatha lo jalara de nuevo a la sombra del vagón y le tapara la boca con su mano.

Pero fue demasiado tarde.

La criatura los había escuchado.

Y su nuevo rugido prometía muerte.




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Nota de la autora: Paneles re contra viejos de este capítulo >>>

Esto me duele de mirar xd

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