El troll
El poblado completo fue evacuado dentro de cuarenta minutos. Oya se encargó de ir a su hogar y distraer a Midas con su cena, mientras Agatha, Oscar y el jefe de la guardia local, Niko, enviaban a los habitantes de Payraud al pueblo más cercano, la Villa Sauvignon.
El bullicio de los ciudadanos fue menor al esperado y, aunque todos estaban bastante molestos e infelices de dejar la ciudad, el temor a una posible aparición de Vigario los hizo moverse con rapidez y eficiencia. Las caravanas, carruajes y carretas dejaron los perímetros de la ciudad como hormigas saliendo de un hormiguero; en líneas prolijas y ordenadas.
Una vez todos se fueron, Oya reapareció. Tenía una expresión preocupada en el rostro y un brillo triste en los ojos. Al verla, Niko se le aproximó, con las manos en la cintura y el ceño arrugado.
—De acuerdo, señora. Ya no hay nadie aquí. ¿Me puede decir ahora por qué el alcalde hizo un acuerdo con Vigario? Confío en usted y por eso seguí sus órdenes, pero necesito saber qué sucedió entre ellos, porque toda esta situación me tiene angustiado...
—Fue por su maldición. Como sabes, ha estado empeorando. Mi esposo se desesperó y pensó que tal vez, ese desgraciado hechicero podría ayudarlo... Tomó la decisión equivocada, pero no por malicia. Sino por temor.
—Por temor o no, está apoyando a un criminal de guerra.
—Lo sé, Niko. Y sé que él deberá pagar por ello. Pero primero tenemos que lidiar con esto...
—El troll.
—Sí. Tenemos que matarlo, y evitar que todo el poblado sea destrozado por él. Además, no podemos dejar a esos forasteros ser asesinados aquí...
—Ellos no son mi mayor preocupación, señora. Su esposo lo es.
—¿Huh?
—Creo que a usted y al señor Midas se les olvidó que los trolls tienen una atracción enfermiza por cosas brillantes. Y es obvio que, al verlo a él, un hombre de oro, querrá raptarlo. No tan solo el pueblo será arruinado y los extranjeros ejecutados; el alcalde también estará en peligro.
Oya, tragando en seco, desvió la mirada.
—Él no pensó en nada de eso... estaba desesperado por encontrar una cura.
—Está perdiendo su mente —Niko sacudió la cabeza, molesto—. Pero eso no importa ahora... Hablaremos sobre su destino después. Tenemos que reunirnos con los demás. Así que... venga conmigo.
El jefe de los guardias entonces comenzó a caminar hacia el centro de la ciudad, siendo seguido por una derrotada y angustiada Oya. La Plaza de la Abundancia, donde estaba ubicada la dorada casa del alcalde, fue adonde se dirigieron. Oscar y Agatha ya estaban por allá, dándole instrucciones a los soldados a su alrededor sobre cómo atacar al troll de manera más efectiva. Habían recogido sus propias espadas y escudos y se veían listos para la batalla.
—¡Al fin llegaron! —la princesa exclamó, trotando junto al capitán hacia el dúo—. ¿Ya se fueron todos?
—Sí. Ahora solo falta sacar a Midas de aquí —la esposa del alcalde en cuestión dijo, cruzando los brazos.
—Pues vayan a buscarlo, y llévenselo lejos de Payraud y de la Villa Sauvignon. Huyan a algún lugar donde Vigario no pueda encontrarlo. Yo y Oscar nos encargaremos de derrotar al troll por mientras.
—¿Qué horas son? —Niko indagó a seguir.
—Las 23:45 —el capitán de Calavaris no se demoró en responder—. Tienen quince minutos para salir de este poblado.
—Vámonos entonces. Ahora —demandó el militar, tomando a Oya del brazo—. Yo escoltaré al alcalde a su carruaje y volveré enseguida a ayudarlos con la lucha, ¡lo prometo! —añadió mientras se iban de la plaza, apurados.
Cuando alcanzaron la puerta de la casa dorada, sintieron al suelo bajo sus pies vibrar y escucharon un gruñido grave, llamativo, resonando tras sus espaldas. Al mirar hacia el espacio que acababan de abandonar, Oya y Niko vieron en la línea del horizonte a una figura humanoide, verde, con una barba larguísima y un garrote en la gigantesca mano.
El troll había llegado antes de la medianoche.
Ellos ya no tenían tiempo al que perder.
—Diablos, es demasiado alto... —Agatha, aun en la plaza junto a Oscar, inclinó su cabeza a un costado y ojeó a la criatura con una mezcla de asombro y recelo—. Más alto de lo que pensé que sería.
—Y verde —su compañero completó, copiando su mismo movimiento—. Ojalá nuestra distracción funcione.
La "distracción" en sí era una barrera de muebles que atravesaba la calle, cubierta de combustible, a la que uno de los soldados de la guardia le prendió fuego con una antorcha.
Al ser quemada el brillo anaranjado de las llamas llamó la atención del troll, haciéndolo detener sus pasos para observarlo con cuidado.
Así que su movimiento cesó los arqueros de Midas lanzaron su lluvia de flechas, y los forasteros comenzaron a correr a sus propias posiciones de ataque. Agatha se movió a un edificio a su derecha, subiendo sus escaleras con apuro hasta llegar a la azotea. Oscar hizo lo mismo en una construcción a la izquierda.
Cuando arribó a la cima, él tomó distancia del parapeto. Esperó a que el troll volviera a avanzar para sacar a su espada de su vaina, y correr a toda marcha hacia la baranda. Tomó impulso, saltó, y de ahí aterrizó en sus hombros.
La princesa de Primus lo siguió con su propio salto, aunque por poco no logró aferrarse al troll. Terminó agarrándose de su barba y la usó como una soga para subir a su lomo. El monstruo sintió su presencia como un humano sentiría la de una mosca; no les dio la mínima importancia. Creyó que no lo podrían lastimar.
Y tristemente, estaba en lo correcto. Porque, aunque los dos forasteros sí lo intentaron —Oscar al clavar su espada en su cuello, y Agatha al tratar de cegarlo—, el daño fue mínimo, e inconsecuente. Con un manotazo del monstruo el capitán cayó de su hombro al aire libre, logrando sujetarse a una verruga verdosa a último segundo, evitando un aterrizaje violento. Con otro manotazo, y la princesa sufrió un destino aún peor, derrumbándose de las alturas derecho al duro suelo de la calle.
—¡AGATHA! —Oscar gritó, pero sus lamentos de nada sirvieron.
Eventualmente, su propio agarre en la superficie carnosa de la verruga se perdió. Él se estrelló contra la tierra con menos violencia que su acompañante, y aunque sí sufrió un terrible dolor de espalda, fue capaz de levantarse en unos cuantos minutos más y correr hacia ella, a ver sí seguía viva.
Por suerte, la pelirroja aún respiraba y tenía un pulso estable. Aunque sí parecía haberse roto la muñeca.
Al asegurarse de que Agatha estaría bien, él subió su mirada hacia el troll —cada vez más próximo de la casa de Midas—. Vio a los soldados del alcalde correr en su dirección, queriendo detenerlo, pero supo que todo esfuerzo sería en vano. Aquella criatura era demasiado peligrosa y poderosa. Nadie podría detenerla, y deberían haber supuesto desde un principio. Esta era una batalla perdida.
Adentro de la residencia en sí, el mandatario sudaba ríos. Estaba sentado en el suelo, en un rincón de su sala de estar, con sus ojos bien abiertos y su silueta temblando de miedo. Oya estaba a un lado, junto a Niko, intentando convencerlo a abandonar su refugio y huir de ahí con ella. Todos podían oír los gritos afuera, y sentir la vibración de los pasos del troll volviéndose más y más fuerte, haciendo a todos los muebles sacudirse y a las decoraciones de la casa tumbarse. Sabían que la temible criatura estaba cerca. Sabían que estaban en peligro.
—Midas, ¡no lo entiendes! ¡Tenemos que irnos ahora!
—¡NO! ¡NO T-TE VOY A LASTIMAR MÁS! ¡VETE DE AQUÍ, OYA! ¡VETE SIN MÍ!
—¡No puedo hacer eso! ¡No te puedo dejar morir en esta maldita casa!
—¡Ya soy un hombre muerto! —él lloró, encogiéndose aún más en contra de la pared—. Eso n-ni Vigario lo puede cambiar...
La mujer, al oír dichas palabras, sintió a sus ojos llenarse de lágrimas. Retrocedió unos pasos, respiró hondo, y abrió la boca para volver a insistir en su plegaria. Pero no pudo decir nada más. La ventana a su lado colapsó y su marco fue jalado hacia afuera, dejando un hueco enorme en la pared. En el vacío, el ojo verdoso del troll apareció. Al ver al vestido dorado de Oya, su interés se disparó. Su rostro se apartó de la propiedad y su mano hizo su camino al hueco. Pero, segundos antes de que el troll pudiera atrapar a la mujer entre sus dedos, Midas hizo su sacrificio final. La empujó lejos, tomando su lugar.
—¡NO! —Oya gritó, al ver al hombre que amaba ser raptado de su hogar por aquel repugnante monstruo.
—Hasta siempre, c-cariño... —el alcalde murmuró, mientras era elevado a las alturas por el puño cerrado del troll.
Sin nada más que hacer para salvarse a sí mismo, él decidió hacer lo único que podía para salvar a su ciudad. Sintiendo a sus costillas ser aplastadas por el firme agarre de la criatura, que estrujaba su torso con la misma inocencia juguetona de un niño, Midas usó sus últimas fuerzas para quitarse de la mano derecha su guante, y luego conectar su palma con la piel del troll.
Su don se activó. La superficie verdosa de aquel ser titánico se volvió dorada como un rayo de sol. Sus movimientos cesaron, para siempre.
Midas murió entre sus dedos congelados, convertidos en oro puro.
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