Capítulo veintiuno.
Gisela cerró de un portazo, con el rostro rojo de vergüenza, vociferó un montón de disculpas y huyó con pasos rápidos de allí.
― ¡Santo Cristo! ―exclamó, levantando las manos hacia arriba y volvió a la fiesta segurísima de que no borraría la imagen de su hermana mayor, a punto de hacer sexo oral a un hombre en el camerino.
Se acercó a la barra, y pidió un tequila doble.
En cambio, Virginia y Carlos se sobresaltaron y la morena gateó lejos del sofá con la falda subida. El corazón en la garganta, el pulso acelerado y la respiración agitada.
― ¡Mierda! ―chilló, cubriéndose la cara con ambas manos―. ¡Alguien vio!
Carlos se incorporó de un golpe, y entreabrió la puerta para echar un vistazo al pasillo. Bien, no había nada ni nadie. Suspiró, y volvió a encerrarse.
―Pensé que la puerta tenía pestillo ―masculló, arreglándose el disfraz frente al espejo―. Estamos en graves problemas.
Virginia se levantó del suelo, con las lágrimas escociéndole los ojos y se acomodó la falda. Se acercó a Carlos, y lo abrazó tomándolo por sorpresa.
―No sé por qué no pasé el seguro ―lamentó, sujetándose de esa espalda con fuerza―. Discúlpame, volví a cagarla.
―Tranquila, quien quiera que haya sido nos lo dirá ―le aseguró, pero solo para calmarla. Ni siquiera, él estaba sosegado. Imprimió un beso en su coronilla, y luego en la nariz―. Haré lo que sea, pero conseguiré esa persona.
―Gracias, otra vez. ―Lo cogió por la nuca y lo besó. Con lentitud, abarcándole ambos labios y preparando su lengua para introducirla en las paredes bucales. Lo llevó al mueble, y luego de sentarlo con cuidado, ella se acomodó sobre su regazo, su sabor era un deleite, la mezcla entre el whisky y el tequila era una exquisitez que probaría mil veces de esa boca masculina que ahora estaba siendo poseída por ella.
Sin importarle quien había entrado, sin acordarse de la advertencia de Chantal Andrade por la mañana y sin detenerse a pensar que ninguno se pertenecía.
―Ya va ―dijo, agitada. Se despegó del pelinegro y le pasó la yema de los dedos por la comisura, a fin de limpiarle el brillo que regó―. Necesito decirte algo.
―Te escucho. ―La sujetó por las nalgas, y la miró a los ojos. Ella le contó acerca de los comentarios, por parte del elenco, tal cual se lo dijo Chantal.
―Y ya con esto, mi preocupación es doble ―terminó por comentar, relacionando a la identidad desconocida que entró en el camerino.
Carlos se carcajeó, y enarcó una ceja.
―Nena, estás tan preocupada que ni siquiera has salido a la fiesta ―usó el sarcasmo con dureza―. Hasta en mi regazo, te ves muy cómoda.
―Es cómodo, nene ―ronroneó sobre los labios masculinos, y se acomodó mejor―. En un rato salimos, no quiero estar allá afuera.
― ¿Tienes en mente, alguna persona que pudo entrar así? ―inquirió, con la psiquis ocupada en ello.
―Gisela, Chantal, Guillermo, Martín, no lo sé ―suspiró―. Ninguno tiene derecho a entrar así, pudo haber sido cualquiera.
―Sabes que, si esa persona revela esto tendremos graves problemas ―expresó con miedo. La apretó contra su torso.
―Quédate tranquilo, no va a decir nada, porque no tiene argumentos para sus palabras ―le calmó, propinándole un beso en la frente.
―Las palabras tienen poder, dependiendo de la forma en que las digas ―verbalizó, suspirando―. En este medio, todo es creíble de una u otra manera, también terminan dañando a quien sea, no hay piedad, ni mucho menos empatía.
―Tienes razón ―concedió, dándole un pico y moviéndose un poco. Estuvieron rato tendido en esas, platicando de sus cosas, de lo que hicieron mientras no estaban juntos y como fueron de caóticos sus días.
Media hora después, optaron por salir fingiendo una demencia increíble; él por su lado y ella por otro. Se acomodaron sus vestuarios, y no estuvieron juntos en lo que restó de la fiesta. Únicamente, para tomarse las fotos y hacer un brindis en general. Se despidieron con pesar en pleno agasajo, como dos viejos amigos, con un difícil e incómodo beso en la mejilla.
Rumbo a su casa, Virginia le comentaba a Gisela con suma preocupación lo ocurrido en su camerino. La rubia contenía la risa, era inevitable no ruborizarse por lo que admiró, solo que pasaba desapercibida porque previamente ya sus mejillas se tiñeron de carmesí, debido al ajetreo en la fiesta. Escuchó a su hermana afligida, y quiso contarle que fue ella quien abrió esa puerta, que su secreto estaba a salvo por siempre. Sin embargo, le dejó hablar y calló. Además, no se encontraban solas, el chofer personal que Augusto asignó a Virginia conducía rumbo a la casa de la pelinegra, y luego se llevaría a Gisela a su apartamento.
―Puedes quedarte en casa, si quieres ―ofreció Virginia, largando un bostezo. Apoyó la cabeza, en el hombro de su hermana.
―No creo que sea buena idea, no quiero incomodar ―declinó con sutileza.
―No me incomodas, anda, quédate ―insistió la morena, y Gisela le dijo que sí.
Pasaron por un local de comida china, a fin de llevarle cena a Augusto y para ellas dos. El chófer fue quien se bajó a comprar, pues ninguna quiso salir así, ya no permanecían glamurosas. El maquillaje lo traían corrido, la cara roja, el cabello desordenado y el disfraz incompleto y desaliñado.
―Oye, ¿tienes alguna confianza con tu chofer? ―cuestionó Gisela, una vez estuvieron solas dentro del coche.
―No ―respondió, frunciendo el ceño―. ¿Por qué lo dices?
―Bueno, me has contado el incidente en la fiesta, teniendo en cuenta que él estaba oyendo todo y que estarías arriesgando tu pellejo si esto llegara a oídos de tu esposo ―explicó.
―Ah, no. No me importa mucho. Este es mi chófer personal, no habla con mi marido a no ser que sea necesario. De todas maneras, hablaré con él.
―Es lo mejor. ―Le asintió, y luego de varios minutos el chófer entró con la compra y arrancó el auto a la mansión.
(***)
Beso tras beso, caricia tras caricia; así eran los recesos de Virginia y Carlos. Sumergidos en su mundo, en el camerino de cualquiera de los dos; conversando sus cosas, sus temores, sus planes y alguna pregunta trivial.
La morena, acomodada en el regazo del hombre, que ahora lo prefería más que otro sillón donde también pudiera sentarse. Lo abrazaba por el cuello, mientras que él le sobaba la espalda y el cabello.
―Carlos, ¿cuál es tu color favorito? ―inquirió, besándole el mentón.
―Tengo varios, me gusta el azul, el naranja y el rojo.
―Uh, el rojo ―contestó seductora. Él asintió―. Por eso enloqueces, cuando María o yo misma van de rojo. Que increíble.
―Muy elegante y sexy te queda ese color ―confesó, acariciándole la mejilla con el dorso de su mano―. Te quiero mucho, Virginia. Estoy enamorado de ti, mira, como no tienes idea. Me encantas, me excitas, eres la mujer que nació para mí.
La emoción la embargó, quiso llorar por su tierna declaración de amor. Le sonrió y lo besó, suave, con caricias repartidas por el rostro y el cabello azabache; con ligeros movimientos sobre su pelvis, sintiendo cada segundo en el que ese miembro se endurecía sobre la tela de caqui.
―Carlos ―musitó sobre sus labios, controlando los jadeos que el cansancio de besarlo le provocó―. Hazme el amor.
Él la miró con lujuria, con un deseo incontrolable. Ella no tenía idea, de cuantas duchas de agua fría tuvo que echarse antes de irse a dormir. Porque, su esposa ni se le acercaba a lograr apagar esa llama divina que Virginia encendía en su placer.
Y, como el destino jugaba en contra de ambos; los llamaron para que regresaran al set. La labor los necesitaba.
Carlos soltó un improperio, estaba enojado y frustrado. Virginia, le causó ternura y lo tranquilizó con algunas palabras, prometiéndole que será en otro momento.
Las escenas que estaban grabando, eran de las últimas, sin embargo, se transmitirían a mitad de película. La pelinegra, se cambió el vestuario por un traje de falda y blazer de color negro, le acomodaron el cabello con la rizadora y le retocaron el maquillaje. Entre tanto, a Carlos le desaliñaron la camisa, le pusieron sombra oscura para resaltar unas ojeras de cansancio y le extendieron una copa con la imitación de un vino. Trataba sobre un juego de ajedrez, donde Esteban apostó una noche con ella si él ganaba. Lastimosamente, el guion dictaba que el empresario perdía y María se salía con la suya, exigiéndole una verdad que a él no le concernía.
Culminaron tarde, por lo que se despidieron en el mismo foro y cogieron cada uno su camino.
Virginia llegó cansada a su casa, encontrándosela vacía. Augusto llevaba días fuera del Estado de Miami, fue al mitin con los otros gobernadores. No negaba que se sentía en paz, tranquila porque no pondría otra excusa para no querer hacer el amor con su esposo.
Se metió media hora en la tina, consiguiendo destensar los músculos y despejar la mente. Escuchó la radio, tarareando una que otra canción hasta que salió y lo apagó. Con el secador, desapareció cualquier rastro de agua en su cabello y luego de enfundarse en bragas y una diminuta bata de satén, se acurrucó en la cama y cayó rendida.
Al día siguiente, llegó como nueva al plató; una sonrisa pintaba sus labios y el verde en sus ojos brillaban más que nunca. Saludó a todo el que se le cruzó por el frente, extrañándose de su alegre actitud por la mañana. Entró en su camerino, se cambió y al llegar al set escuchó a los presentes cantando el cumpleaños feliz.
Frunció el entrecejo, y con largas zancadas se acercó y con asombro y vergüenza adoptó una posición similar a la de sus compañeros y miró al cumpleañero.
― ¡Virginia! ―exclamó Martín, haciendo que Carlos volteara a verla. Se dedicaron unas miradas cómplices, y se sonrieron―. ¡Llegaste a tiempo, ya están repartiendo el pastel!
―Yo no lo sabía, lo siento ―se disculpó apenada, con las mejillas color carmesí y los nervios instalados en su estómago, provocándole un vacío emocional.
Ignoró a Martín y a los demás, y se lanzó a los brazos de Carlos. Se apretaron, y ella susurró otras disculpas al oído de él. El productor, que conocía a tras fondo esa relación; aprovechó y capturó el panorama con una fotografía. Total, no parecía nada comprometedor.
Virginia y Carlos, tomaron asiento en sus respectivas sillas ambos con un trozo de pastel y soda.
―No sabía que cumplías hoy, de verdad discúlpame ―musitó, viéndolo a los ojos―. Me siento mal, no te preparé nada, ni siquiera te traje un regalo.
―Me tiene sin cuidado, verte todos los días es más que suficiente para mí. ―Se encogió de hombros, y ella quiso besarlo. Tenía crema pastelera en la comisura de sus labios, y en cada gesto que él hacía Virginia enloquecía de deseo.
Sí, esa noche consumarían su clandestinidad.
Había empezado a maquinar una pequeña sorpresa para él.
Parte de sus recesos, los ocupó en hacer llamadas importantes a personas que de seguro le harían el favor de ayudarle con sus planes. Iba y venía entre el set y su camerino, con un constante apuro y los nervios bailándole en el estómago y la planta de los pies. Ni siquiera, sabía si podría consolidar la sorpresa, pero nada perdería intentando.
El director de la película, les anunció desde temprano que esa noche grabarían hasta tarde; excluyendo al cumpleañero, como regalo decidió dejarlo libre a las seis. Dada la hora, Carlos recogía sus cosas en el camerino. Sin embargo, quería despedirse de Virginia antes de partir a casa.
Donde él no sabía que le esperaba otra sorpresa más.
Salió al pasillo, y encontró a un miembro del elenco llegando a su camerino.
― ¡Carlos, hermano! ―exclamó, palmeándole el hombro―. Qué envidia, ya quisiera yo irme temprano hoy.
―Bueno, algunos nacemos con suerte ―se burló, y rodó los ojos―. Oye, ¿has visto a Virginia?
―Sí, quedó en el set. ―Levantó las cejas, sugestivo―. ¿Por qué?
―Necesito hablar con ella, gracias.
―Por nada.
Se encaminó allá, y la halló en una plática telefónica. Se posó tras ella, cruzado de brazos.
―Sí, Augusto, estoy por grabar...No, cariño, hoy llego tardísimo. ¿Qué?, oh, oh. Salgo a las once, no lo sé...Sí ―suspiró cansada―. Yo también, adiós.
Virginia se dio media vuelta, y chocó con el torso del hombre dueño de su corazón.
― ¡Auch! ―cerró los ojos, por el impacto y la sorpresa―. ¡Disculpa! ―Se carcajeó, y lo abrazó sin disimular―. ¿Cuántos regalos has recibido? ―Carlos mantuvo una pequeña distancia, luego de corresponderle al abrazo. La espina de los celos ejerció presión, debido a la conversación con el esposo de ella.
―Varios, varios ―dijo, sin importancia―. ¿En serio saldrás muy tarde?
―Sí ―expresó con tristeza―. Haré lo posible, a ver si logro escaparme.
―Bueno, yo iré a casa; quisiera descansar un poco. La espalda me duele mucho.
―Que mal que estés cansado... ―Mordió su labio inferior, provocándolo.
―Ah, ¿sí? ―Arqueó una ceja, aguantando la excitación que comenzó a crecer bajo su pantalón―. ¿Por qué lo dices?
―Le tengo un regalo muy especial, pero le duele la espalda. ―Realizó una mueca, y le toqueteó el pecho sobre la camisa―. Ni modo, Carlos. Nos vemos, cuídate. ―Empezó a alejarse despacio, contoneando sus caderas con clara intención.
―Espera ―la detuvo, sujetándola por la mano―. ¿Me especifica su regalo, señorita?
―Lamento decirle, que no soy señorita ―fingió lamentarse―. Mire, ahora soy señora. ―Le enseñó su dedo anular, arropado con la alianza matrimonial―. Usted puede ir a una dirección que le proporcionaré en media hora, nos vemos allá y se topará con el mejor regalo que hayan podido darle en su vida.
―Oh... ―exhaló, tragando saliva. El hormigueo lo devoraba poco a poco―. De pronto mi espalda mejoró. ―Ladeó una sonrisa, que le ocasionó un temblor en las piernas a la morena―. Estaré esperando con suma paciencia.
―Te quiero, cariño. ―Le dio un beso en la mejilla, y lo dejó de pie a las afueras del set―. Debo ir a trabajar ―moduló, guiñándole un ojo.
Él le dedicó una sonrisa, y se despidió con un movimiento de mano.
Condujo a casa, feliz, decidido y con un placer inigualable recorriéndole el torrente sanguíneo.
― ¡Feliz cumple, papi! ―gritó Cristina, lanzándose a su padre.
―Mi princesa, muchas gracias. Te amo, hija. ―Imprimió un beso en la frente, y el cabello de la pequeña de ocho años.
―Toma, papá; espero que te guste ―Cristina le extendió una hoja, con un dibujo que ella hizo a mano y una nota emotiva, que lo enterneció.
―Me ha encantado, preciosa. ―La cargó en sus brazos―. ¿Y tu madre?
―En la habitación, está terminando de arreglarse.
― ¿Qué?, ¿para qué? ―Entrecerró los ojos.
―Dice que quiere darte una sorpresa hoy.
―Entiendo. Torció los labios y subió a su recamara. Se detuvo en el umbral de la puerta, y admiró a su esposa terminando de colocarse una argolla―. Hola, Viv.
―Mi amor, feliz cumpleaños ―chilló, y se abalanzó sobre él, aunque ya lo felicitó por la mañana―. No tenemos mucho tiempo, arréglate.
― ¿A dónde vamos, Viviana? ―inquirió, con el pensamiento en cierta morena apasionada.
―Tranquilo, es una sorpresa. ―Le lanzó una mirada coqueta, y besó sus labios rápidamente.
Viviana desapareció de la alcoba, a fin de arreglar a Cristina para esa noche. Mientras que, Carlos en su desesperación redactó un mensaje a Virginia, para informarle un cambio de planes.
La morena, que rogaba con insistencia que se le concediera un permiso recibió lo que pedía con una emoción notable.
― ¡Gracias, Martín! ―exclamó regocijada, plantándole un beso en la mejilla al productor.
―Tendrás que venir el sábado y domingo, a grabar esas escenas ―advirtió.
―No te preocupes, lo haré. Adiós. ―Salió dando un portazo, y corrió a hacer una llamada.
Media hora después, Carlos, Viviana y Cristina llegaron a un restaurante lujoso donde una mujer cantaba con una melodía de piano de fondo y un saxofón.
Un maître los guio a una mesa, y repartió el menú escrito.
Viviana pidió vino tinto, mientras decidían su cena. Miró a Carlos, distraído, callado y esquivo.
Ella muy en el fondo, intuía con recelo los motivos del porqué su esposo permanecía tan distante allí.
― ¿Estás bien, cariño? ―cuestionó, sin evitar el dolor en su voz.
―Sí, Viviana ―contestó con sequedad, sin siquiera molestarse en mirarla.
Cristina, entretenida en su consola de vídeo juegos y su soda sabor limón, ignoraba el panorama tenso que sus padres instalaron.
El maître llegó a ellos nuevamente, y la rubia ordenó por todos. Veía a su esposo, tratando de conseguir una segunda opinión, pero fracasó. Ese hombre, con la mirada opaca y perdida en un punto del restaurante, el codo apoyado en la mesa y el mentón recostado en la palma de su mano; el semblante caído, no obstante; por dentro sentía impotencia, desespero, ansiedad y nervios, porque aún no recibía una respuesta aniquiladora por parte de Virginia.
La conexión de ellos se hizo presente, y en ese instante sonó su móvil con una llamada entrante. Tenía la comida servida frente a él, pero carecía de apetito.
―Con permiso ―dijo, incorporándose con el celular en mano y con el rostro iluminado, aunque su cuerpo temblaba de preocupación.
― ¿A dónde vas? ―Carlos le enseñó el teléfono, dándole una respuesta―. No, apágalo y vuelve aquí. Estamos en la cena de tu cumpleaños, por favor ―espetó, furiosa.
―Puede ser importante, iré a contestar. ―La dejó con la respuesta en la boca, y se marchó afuera del sitio.
Algunas personas le sonreían, queriendo acercársele a pedirle una foto o un autógrafo, sin embargo, se alejaban cuando le veían ocupado.
―Virginia, hola. ―respondió en susurros―. Dios, te pido una disculpa encarecidamente, yo―
―Estoy conduciendo a preparar mi sorpresa, chiquito ―dijo, y él se extrañó de que no estuviera enojada―. Cuando llegue te paso la dirección, no he revisado mi buzón de mensajes.
―Entiendo. Ohm... Creo que no podré ir ―expulsó con miedo. La línea quedó en silencio por breves segundos.
―Pero, ¿qué?, pero ¿cómo? ―chilló―. Tienes que estar bromeando, ¿verdad?
―Ya quisiera yo que fuera una broma ―siseó, frustrado, alborotando su cabello―. Viviana tenía algo para mí, no lo sabía; estamos cenando en un restaurante. Después vamos a otro lado, me lo ha insinuado camino aquí. Perdóname, en serio.
―No, perdóname a mí.
― ¿Por qué? No tengo nada―
―Por imbécil, hasta luego. ―Cortó la llamada, y aceleró con las lágrimas escociéndole los ojos.
―Uy, maldita sea ―masculló, apretando el móvil entre sus grandes manos.
Con el rostro contraído, caminó a la caja y pagó su cuenta. Después, llegó a su mesa y tomó asiento.
―Carlos, ¿qué pasa? ¿surgió algo?
―No pasa nada, Viviana ―escupió.
―Te ves mal, enojado. ¿Estás bien? ―insistió.
―No, maldita sea que no. Estoy cansado, me duele la espalda y por si fuera poco; acabo de... ―calló, cayendo en cuenta de las palabras que estaba a punto de expulsar.
― ¿Acabas qué? Termina de hablar ―exigió apretando los labios, para no llorar.
Cristina los miraba, paseando la mirada entre ambos; asustada de presenciar tan patética escena.
―No tiene caso, quiero irme a casa.
Viviana dejó la comida a la mitad, y salió pitando del restaurante con Cristina tomadas de mano.
―Mami, ¿qué sucede? ―cuestionó con inocencia la nena.
―No me siento bien, nos vamos a casa.
Sacó el coche del parqueadero, y no le importó dejar botado a Carlos; manejó sollozando hasta su residencia.
El hombre, le marcaba con insistencia a Virginia fallando en el intento. Se retiró con un perfil bajo, pero no consiguió su carro en ningún lado. Tomó asiento en el jardín trasero del lugar, evitando a toda costa los paparazzi, que para su divina suerte no merodeaban cerca de él.
Llamó infinidades de veces a su casa, a su esposa, pero nadie respondió. Ocupó en marcar a Virginia, y esta seguía ignorándolo. La chispa surgió en un momento, y buscó entre sus contactos el número de Gisela.
―Cuéntame, Carlos ―contestó adormilada la rubia.
― ¿Sabes algo de Virginia?
― ¿No estás tú con ella?
―Surgió algo y no pude corresponderle, pero necesito saber dónde está, de que va todo esto de su regalo.
―Dios mío... ―suspiró―. Mira, ella te iba a hacer no sé qué cosas, se escuchaba emocionada cuando me lo dijo... ¿qué hiciste que no estás a su lado?
―Mi esposa me llevó a cenar, luego de eso daríamos a otro lugar; yo no sabía nada. Ahora Virginia no me atiende el teléfono.
―Bueno, Carlos, ella debe estar muy enojada y dolida ―dio un bostezo, y le tomó un nanosegundo tomar aquella decisión―. Te dicto la dirección, ¿tienes donde apuntar?
―Sí, sí ―sonó aliviado. De su blazer, sacó un bolígrafo y dejó el móvil sujetado entre la oreja y el hombro y anotó en la palma de su mano―. Mil gracias, Gisela. Eres un solecito, te quiero.
―Arréglalo, y cuídala mucho, o si no te castro, ¿me entiendes? ―sentenció.
―Sí, mi Capitán ―bromeó, y cerró la llamada.
―Ay, estos problemas de adúlteros... ―soltó al aire la rubia, y regresó a su cama.
Entre tanto, Virginia se desanudaba la bata de satén para meterse bajo las sábanas y tratar de dormirse. Encendió el último cigarrillo de la noche, y le subió el volumen al reproductor de audio. Miró por el balcón de su apartamento, ese que le quedó de su soltería. Expulsó el humo caliente de su boca, y propinó otra calada al veguero.
Secó sus mejillas empapadas de lágrimas saladas, jadeaba de tanto que había llorado. Echó un vistazo a la estancia, iluminada únicamente con velitas que poco a poco se iban consumiendo. El comedor con la cena romántica más simple que se vio en la historia: pizza con mozzarella y un pastel de cumpleaños. En la sala de estar, globos y serpentina esparcidos por el suelo y el inmobiliario, la radio reproduciendo un CD de Barry White, porque se enteró que él era un fanático empedernido. Apagó el cigarrillo aplastándolo en el muro que sostenía parte del balcón y de camino a su habitación, sonó el timbre.
Su corazón palpitó, y corrió a mirar por el ojo de la puerta. Divisó a Carlos, y ahogó un grito desesperado.
― ¡Voy! ―exclamó, y corrió al sanitario a arreglarse. Lavó su cara, enjuagó su boca, roció Chanel Number Five a todo su cuerpo, con delicados rocíos y peinó su melena con las manos.
Por último, anudó su bata y caminó con toda la seguridad que la caracteriza a abrir.
―Hola, Virginia ―musitó Carlos, observándola de arriba abajo―. Perdón, yo...
Lo calló con un beso. Haló sus solapas, y juntos entraron a casa, él cerrando la puerta con el pie. La sujetó por la cintura, y ella de un salto enroscó sus piernas alrededor de su torso. Sintió su virilidad en el medio del abdomen, y le mordió el labio inferior.
―Pensé que no ibas a venir ―susurró, entre besos―. Te quiero, te quiero. Unieron sus labios otra vez, y a trastabillones llegaron a la recamara. Carlos solo se guiaba por el movimiento del cuerpo de Virginia, que lo llevaba así al cuarto.
Carlos la dejó en el suelo, y le desató la bata de satén encontrándose con una desnudez perfecta, que le acrecentó el placer. Se detuvo en la intimidad de la mujer, y expulsó un jadeo. Vio sus pechos, erectos y pequeños.
―Te deseo tanto, maldita sea ―espetó, y la pegó con brusquedad a su cuerpo. Llevó un pezón a su boca y lo succionó con fuerza, robándole un gemido agudo a la morena. Pasó de ese al otro, y lo mordió, lameteó y jugó con ellos.
―Cógeme, coño, estoy tan mojada ―escupió sin pudor alguno, metiéndose entre el cuello del hombre y dejándole un camino regado de besos húmedos. Lo lanzó a la cama, haciendo que el colchón rebotara un poco, se subió a horcajadas a él y lo desanudó la corbata. La agarró entre sus dedos, viéndola con desdén―. ¿Quién te compró esto, cariño?
―Fue mi esposa ―dijo, viéndole los pechos―. ¿Por qué?
―Que fea está, no hay buenos gustos por allí. ―Revoleó los ojos y la lanzó lejos. Desabotonó la camisa, tanteó el pecho velludo y regó par de besos en la zona. Él mismo se quitó el blazer, y la bata de ella.
Con un movimiento, la situó bajo su cuerpo, sin embargo, Virginia continuaba desvistiéndolo hasta que logró su objetivo: recorrerlo entero en cueros. Entre sus dedos, cogió el miembro grueso y de tamaño promedio de Carlos, y lo masturbó, arrancándole gruñidos al sujeto que la envolvían en una locura incesante.
De su billetera, él sacó un preservativo y lo colocó en su pene con agilidad. La pelinegra mordió sus labios, y toqueteó su clítoris sensible e hinchado. Carlos, mojó dos de sus dedos y los introdujo en la vagina de Virginia.
―Muévelos, Dios... ―Cerró los ojos y mordió sus labios.
Carlos obedeció y aceleró, acercándose a su rostro para besarla. Virginia sintió que estaba a punto de llegar, y se auto penetró con el miembro de él, agarrándolo por el trasero y empujándolo a ella.
Gimió con fuerza y expresó cada uno de los deseos en su semblante, sus músculos internos se contrajeron y su zona V, se adaptó con facilidad al tamaño y grosor de su hombre.
Comenzó el vaivén de caderas, su unión, la consumación que tanto anhelaron. Sabían que pasaría en algún momento, tenían expectativas sobre esto, no obstante; se quedaron cortos con lo que estaban sintiendo justo ahora. La lujuria y el brillo con la que se miraban era abrumador, como él la penetraba con delicadeza y aceleraba de vez en cuando, ella gemía sin pudor, gritaba y le aruñaba la espalda sin importarle dejarle un montón de marcas, ese era su hombre, su Carlos, su amor. La besaba por su abdomen, por su cuello, lamía su piel, quería que su sabor natural se mezclara con el de su fragancia y le quedaran en el paladar, mientras la hacía suya. Volvía a su boca y la atrapaba con frenesí; bajo la luz de las velas ya al final de su camino. La volteó de lado, y se acostó tras ella y la penetró así, como dos cucharas. Virginia se toqueteaba el clítoris con una mano, y con la otra entrelazó sus dedos con los de Carlos y jugueteaban con sus pezones adoloridos. Gemido tras gemido, las gotas de sudor resbalando por su anatomía, el temblor que les proporcionaban las embestidas; la pelinegra se sintió en la cima y dejó que su clímax la arrastra al mismo cielo, mordió el brazo de Carlos y dobló los dedos de los pies.
―Dios de mi vida, de mi corazón ―jadeó, estirando el brazo y tomar el control del aire acondicionado. Lo dejó en veinte grados―. Que rico estuvo, mi vida. ―Con pesar se desprendió de su unión, y se dio media vuelta para besarle con sutileza.
―Que hermosa te ves así, con las mejillas rojas, el cabello desordenado, los labios hinchados y los ojos preciosos esos que cargas, con un brillo que ocasioné yo. ―Se incorporó y pegó la espalda de la madera de la cama―. Me encantas, Virginia.
―Tú a mí, chiquito ―compartieron un beso, y se acurrucaron un al lado del otro, desnudos y refrescándose con el aire de la habitación―. ¿Por qué estás aquí, y no con ella?
―Viviana se percató que algo me sucedía, no lo evité, me puse mal y ansioso. No sabía que ella me llevaría a cenar, y después quien sabe a dónde. Preferí venir aquí, contigo. ―Besó su cabello.
―Ah, entiendo. ¿Y quién fue la chismosa que le pasó mi dirección? ―inquirió, conociendo la respuesta.
―Una fiel servidora nuestra, usted la conoce ―respondió con diversión―. Le debemos mucho a Gisela.
―Una reina es lo que es, mi hermanita linda.
―Concuerdo. Oye, ¿y este lugar? ¿lo compraste?
―No, es mi apartamento donde vivía antes del matrimonio ―dijo, y se levantó a colocarse su bata. Carlos la observó, y tragó saliva. Ese monumento había sido suyo.
―Entiendo. Entonces aquí venías con... ―Se negaba a soltar los nombres de sus antiguos novios, de solo pensarlo ya brotaban los celos.
―Sí, aquí venía con mi ex novio, el idiota de Francisco. ―Se encogió de hombros. Carlos se incorporó y empezó a vestirse también. Llegó a enfundarse en el bóxer―. ¿Qué te pasa?
―Nada ―farfulló, yendo fuera de la habitación. Tenía hambre también.
―Mírame, Carlos ―exigió, detrás de él en medio del pasillo entre su recamara y la cocina. El mencionado obedeció, y volteó―. ¿Dije algo malo?
―Me preparaste una sorpresa aquí, donde te acostabas con tu ex novio, por quien sufriste una eternidad.
―No tiene nada de malo, cariño. Es más, no me importa. Quiero crear nuevos recuerdos aquí, contigo. Deja los celos, mi vida. ―Se alzó de puntitas y le imprimió un beso en el mentón―. Vamos a cenar, que mi estómago ruge.
¿Cómo no hacerle caso a esta mujercita?
La siguió, tomados de la mano y se sentaron frente a frente en la mesa. Ella calentó la pizza en el microondas, y se la comieron con una soda para ambos. Luego, picaron el pastel y Virginia le hundió la cara en la torta, cubriéndosela de crema blanca. Soltaron unas carcajadas, que hacían eco en la estancia, el CD hace rato había acabado y lo que se escuchaba eran ellos dos, llenos de vida, mostrándose como realmente querían, como si nada los atara a nadie, ignorando la alianza en sus dedos anulares.
―Y nunca supimos, quien fue el que irrumpió en el camerino ―comentó Carlos, pasándole el cigarrillo a la morena. Después de cenar, comer pastel y hacer bromas; se metieron a la cama.
―Me preocupa un poquito, aunque confieso que lo había olvidado. Al día siguiente de ese, no salimos en la primera plana del periódico, entonces quedé tranquila. ―Caló el tabaco, y expulsó el humo.
―Mientras quede así, todo bien.
Virginia apagó el cigarro, y se subió a horcajadas sobre el cuerpo de Carlos. La cogió por el trasero, y le sonrió famélico.
― ¿Otra ronda? ―preguntó, dándole un pico.
―Otra ronda ―le afirmó e hicieron el amor con ella sobre él.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro